Y vivieron felices para siempre…

La comedia romántica suele tener detractores. Opositores acérrimos. Sobre todo los hombres (y sobre todo aquellos que prefieren quedarse en el sillón, mirando la última película de zombies hambrientos de cerebros humanos). Es cierto que, estadísticamente, las mujeres ven –vemos– más comedias románticas que los hombres. Y es cierto también, que la mayoría de los argumentos pueden parecer excesivamente naifs. Pero quizás en esta supuesta obviedad se esconda el secreto de una receta muchas veces infalible: las comedias románticas son tontas –es probable–, pero no pretenden ser otra cosa. Se asumen tan básicas como resultan. Pertenecen al reino del “All you need is love”, que canta sir Paul. La estructura es siempre más o menos igual, es cierto también (el y ella no saben que son el uno para el otro, pero todo complotará para unirlos porque en el mundo de la comedia romántica esa es la única ley de la atracción y de la gravedad). Pero ¿a quién le importa que nos cuenten el mismo cuento una y otra vez, con pequeñas variantes? Las comedias románticas no quieren revolucionar el séptimo arte (aunque a veces lo hagan, como ocurrió con la adorable “Amelie”). No quieren dejar momentos inolvidables (aunque lo logren muchas veces, como lo hizo “Antes del amanecer”, o la memorable escena del orgasmo fingido de “Cuando Harry conoció a Sally”, que ha hecho incluso que el restaurante neoyorquino Katz tenga un cartel colgando sobre la mesa que dice: “aquí tuvo un orgasmo Sally”). Y tampoco pretenden dejar grandes frases (aunque, otra vez, lo han hecho. “Los matrimonios no se rompen por la infidelidad. Eso es sólo un síntoma de que algo funciona mal”. “¿En serio? Pues ese “síntoma”, se está acostando con mi mujer”, le hace decir Woody Allen a los protagonistas de “Annie Hall”). Las comedias románticas no pretenden nunca ser más que lo que son. No quieren convertirse en la producción más cara de la historia (como el bodrio ecologista de “Avatar”); ni necesitan del 3D (como… la lista es interminable); y salvo pocas excepciones, ni siquiera nos torturan con las secuelas (se saltan de la regla “Antes del amanecer”, que tuvo su segunda parte, nueve años después, con “Antes del atardecer”, y que no fue una tortura sino un verdadero placer, y “Shrek”, donde fieles a su concepto de anticuento de hadas, nos mostraron que el amor tiene varios –y oscuros– capítulos más, después de ese invento de Disney del “y vivieron felices para siempre”). Es cierto que muchas veces, movidos por la balanza de la economía hollywoodenses y las fechas festivas, también asistimos inocentes –o engañadas– a bodrios del Día de San Valentín (como “Día de los enamorados”, una película inexplicablemente insulsa con un reparto inexplicablemente caro), o de Navidad (como la soporífera “La joya de la familia”). Pero, para equilibrar, también nos regalan “Realmente amor” (con un elenco enorme y rendidor y una buena banda de sonido navideña. Sí, navideña); “Hechizo del tiempo” (con Bill Murray y Andie McDowell); “El descanso” (con Jude Law, Cameron Díaz, Jack Black y Kate Winslet); “Alta fidelidad” (con John Cusack y una de las mejores bandas de sonido del cine); “Notting Hill” (con Hugh Grant y Julia Roberts, y ese final conmovedor al ritmo de “She”, interpretado por Elvis Costello); “Desayuno en Tiffany’s” (basada en el maravilloso y adorable libro de Truman Capote, y con la inigualable Audrey Hepburn en el papel de la aún más insuperable criatura que es Holly Golightly, interpretando “Moon River” en su ventana y con su guitarra); “Sabrina” (con Humphrey Bogart y, otra vez, Audrey Hepburn), “Mujer bonita” (con Julia Roberts y Richard Gere), “Cuatro bodas y un funeral” (con Hugh Grant y Andie McDowell), la delirante “Cincuenta primeras citas” (con Adam Sandler y Drew Barrymore), “La boda mi mejor amigo” (con Julia Roberts y Cameron Díaz y otra buena banda de sonido); “Tienes un e-mail” (con Meg Ryan y Tom Hanks, y el logro de lo impensable: que deseemos que ella se enamore del desalmado capitalista que acaba de hundirle su negocio idealista, con la horrible moraleja que eso implica); “La rosa púrpura del Cairo” (de Woody Allen, con Mia Farrow), y “Mejor imposible” (con Jack Nicholson y Helen Hunt), sólo por nombrar algunas. Todas películas que cada vez que aparecen repetidas en el cable, uno –o una– las vuelve a ver, casi como si fuera la primera vez, aunque ya sepa eso del inalterable y empalagoso final feliz. Es que la comedia romántica no incluye el drama entre sus condimentos. Los espectadores sabemos, desde el principio, que los protagonistas terminarán juntos. Y eso es lo mejor. ¿Suena inocente y simple? Puede ser. ¿Pero a quién –incluidos los fanáticos de los zombies comecerebros o las películas de acción– no le gustaría que el mundo fuera un lugar donde la comedia romántica durara mucho más que una hora y media? ¿Dónde los que están destinados se encuentren sí o sí? Las mujeres –y también los que no son oposición, que los hay– consumimos comedias románticas porque en el fondo, tenemos fe. Y que aún cuando suene excesivamente obvia desde el título, no perdemos la esperanza de asistir a ese acto de magia (ni negra ni blanca, sólo un poco rosada) para salir convertidas en fieles creyentes del amor. Aunque sólo sea mientras dura el efímero efecto de hora y media de película.

“Alta fidelidad”, una excelente comedia romántica y una mejor banda de sonido.

Verónica bonacchi vbonacchi@rionegro.com.ar

ELOGIO Y REFUTACIóN DE LA COMEDIA ROMáNTICA


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