Víctimas no humanas
Martín Lozada*
Como miembros de la familia humana asistimos a un proceso de revalorización de actores o entes vivientes que hasta ayer considerábamos tan solo como cosas u objetos.
Una reciente decisión judicial originada en la ciudad de Neuquén ha vuelto a poner en debate la cuestión de los derechos de los animales no humanos.
Mediante aquella se reconoció, a petición de quien finalmente logró constituirse como parte querellante, que el damnificado por la comisión del delito era un perro galgo y, como tal, un ser sensible que merecía contar con representación legal.
La decisión vino precedida por una vasta doctrina y jurisprudencia. Sin embargo, una gran proporción de seres humanos da por sentado que los demás animales no han de ser respetados como los miembros de nuestra propia especie.
Acaso sea el legado de uno de los padres de la filosofía moderna, René Descartes, quien el siglo XVII sostuvo que solo los humanos son capaces de sentir, mientras que los animales son autómatas mecánicos, asimilables a una cosa.
De acuerdo a ello, diferentes razones se esgrimen para justificar su explotación. Entre ellas cuentan la ausencia de conciencia, su inferioridad cognitiva y sus reducidas capacidades comunicacionales.
Sin embargo, en julio de 2012 expertos mundiales en neurobiología y ciencias cognitivas se reunieron en la Universidad de Cambridge y firmaron la Declaración de Cambridge sobre la Conciencia.
Allí expresaron: “Pruebas convergentes indican que los animales no humanos poseen sustratos neuroanatómicos, neuroquímicos y neurofisiológicos de estados conscientes, junto con la capacidad de exhibir comportamientos intencionales (…) el peso de la evidencia indica que los humanos no son únicos en poseer los sustratos neurológicos que generan consciencia”.
¿Cuál es el estatus jurídico de estos últimos en el derecho argentino? Tradicionalmente se les ha atribuido el carácter de “cosa mueble”, objetos de tenencia y/o destrucción, que no genera deber alguno en cabeza de quien los posee.
Sin embargo, los cambios no se han hecho esperar. Primero hacia el desarrollo de reglamentaciones con la finalidad de evitar su extinción o impedir enfermedades o peligros a los seres humanos en contacto con ellos.
Más luego, mediante la consagración de una perspectiva que asume el interés del animal por sí mismo y la necesidad de evitar su sufrimiento en cuanto seres sintientes.
Uno de los puntos en tensión de esta nueva perspectiva radica en la incapacidad que sufren los animales no humanos cuando del ejercicio de tales derechos se trata.
Es por ello que son las diversas asociaciones de defensa de los animales quienes usualmente se encargan de esa representación ante la vulneración de sus derechos.
¿A partir de qué circunstancias merece una entidad ser moralmente considerada? Quienes responden desde una perspectiva sensocentrista sostienen que ello sucede desde el momento mismo en que aquélla posee capacidad de sentir.
Perspectiva que colisiona con las posiciones antropocentristas, para las cuales dicha capacidad resulta un atributo propio de los seres humanos.
No está aún claro el alcance de reconocer jurídicamente que los humanos no somos los únicos sujetos capaces de experimentar conciencia y aptitud de sentir.
De lo que no cabe duda, es que como miembros de la familia humana asistimos a un proceso de revalorización de actores o entes vivientes que hasta ayer considerábamos tan solo como cosas u objetos.
*Doctor en Derecho, profesor titular de la Universidad Nacional de Río Negro (UNRN)
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