Una mirada al legado de Beethoven a 250 años de su nacimiento

Genial y malhumorado, el compositor alemán sigue vivo a través de su música, que siglos después de su muerte sigue siendo popular

El compositor alemán Ludwig van Beethoven, nacido hace 250 años, el 16 de diciembre de 1770 en la ciudad de Bonn, por entonces ubicada en el Arzobispado de Colonia, en el Sacro Imperio Romano Germánico, es, sin duda, uno de los artistas que, además de la enormidad de su música, goza de una popularidad que excede a la academia.

Es muy raro que alguna persona no sepa tararear las primeras notas de su Quinta Sinfonía o que no se haya emocionado con su “Himno a la alegría”, perteneciente a la Novena, aun sin saber su origen y en versiones que distan de lo discreto.

También se sabe que en sus últimos tiempos era sordo, que tenía mal carácter, que compuso la Novena de memoria y que cuando terminó de dirigirla se quedó en el podio sin notar que la sala se venía abajo de aplausos hasta que lo obligaron a darse vuelta y observó al público.

Esa extraña familiaridad con la gente común, que guarda en su memoria la imagen desmelenada que le dan las ilustraciones y las pequeñas esculturas atesoradas en las casas de los pianistas, es distinta al conocimiento que se tiene de otros músicos de su calibre.

De Wolfgang Amadeus Mozart se empezó a saber algo más a partir de “Amadeus”, obra teatral de Peter Schaffer y película de Milos Forman (1984), aunque diez años antes la versión pop que Waldo de los Ríos hizo de su Sinfonía Número 40 fue una plaga en las radios argentinas; pero el personaje en sí aún no figuraba en el imaginario público.

De Johannes Sebastian Bach se conoce menos, tal vez porque tuvo una vida demasiado lineal y aún no interesó a los teatros del East Side de Londres, a Broadway o a los productores de Hollywood.

Muerto en Viena, Austria, a los 56 años, Beethoven recorrió desde el clasicismo hasta el romanticismo, y compuso nueve sinfonías -más una décima inconclusa-, dos misas, tres cantatas, treinta y dos sonatas, más cinco conciertos para piano, uno para violín, un triple concierto para violín, violonchelo, piano y orquesta, dieciséis cuartetos y una ópera, “Fidelio”, que, se estima, nunca lo satisfizo.

Al parecer, su padre -de orígenes humildes- quería crear un nuevo Mozart, y desde la más tierna niñez le hizo estudiar numerosos instrumentos, al punto que a los siete años llegó a ofrecer un concierto público, presumiblemente de piano, en la ciudad de Colonia.

Alrededor de sus 30 años viajó a la corte de Viena, en Austria, donde se codeó con lo más granado del poder, pero una carta le avisó de la inminente muerte de su madre y debió volver a Alemania: allí lo esperaban, junto a la agonizante, su padre dado a la bebida y varios hermanos de los que tuvo que hacerse cargo.

Fue por entonces que en Bonn conoció al conde Ferdinand Ernst Joseph Gabriel Waldstein, quien se interesó francamente por su talento y decidió transformarse en su mecenas: en agradecimiento Beethoven le dedicó su Sonata número 21 para piano en do mayor, opus 53 (1803), conocida como “Sonata Waldstein”.

En un nuevo viaje a Viena fue alumno de grandes compositores y músicos de la época, como Joseph Haydn o Antonio Salieri, cuyo apellido pasó con el tiempo -gracias a la obra teatral de Schaffer- a ser sinónimo de segundón envidioso.

Desde 1795 comenzó con sus conciertos públicos en Viena y en otras ciudades europeas, donde su genio enardecía a la nobleza que podía acceder a escucharlo, sobre todo a partir de su Primera Sinfonía, presentada en 1800.

En esa época algo empezaba a preocuparlo: su incipiente sordera, que significó para él un ensimismamiento que redundó en un estilo más personal, alejado de las influencias de Mozart y de Joseph Hayden, representativo de su madurez musical y quizá de su creciente mal talante.

Aparecieron luego sus sonatas para piano Número 8, “Patética”, la Número 14, “Claro de luna” y, algo más tarde, “Para Elisa”, a partir de las cuales tuvo dificultades con las notas agudas y se dice que por eso sus composiciones se volvían más solemnes.

En su vida fuera de los pentagramas, Beethoven mantuvo una fuerte amistad con el poeta Johann Wolfgang von Goethe, con quien solía dialogar sobre ciencia, filosofía y política; le musicalizó su poema sobre el conde de Egmont e incluyó su “Oda a la alegría” en su Novena. Pero una discusión callejera los separó para siempre.

Por las razones que fueran, Beethoven nunca se casó ni tuvo hijos; testigos de su época lo definían como un individuo que no lograba seducir a las mujeres, quizá por su apariencia o por su carácter. Hubo sin embargo una carta encontrada entre sus papeles, dedicada a una “Amada inmortal” cuya identidad quedó en el misterio.

Sobre el asunto se filmó en 1994 una película, homónima, en la que Ludwig tenía las facciones de Gary Oldman y en la que se especulaba sobre distintas mujeres a las que iría destinada aquella carta, pero el celuloide no impidió que el enigma siguiera intacto.

¿Virtuoso, heroico o revolucionario?

Según los estudiosos, la historiografía ha presentado a un Ludwig van Beethoven en tres periodos: el primerizo, el joven virtuoso que llega a Viena; el heroico, el suicida que decide sublimar la sordera, y el tardío, de turbulencias políticas y permanente revolución artística.

Y toma sus sinfonías como referente de esa subdivisión. ¿Por qué, si las sonatas para piano (32) son más numerosas y también los cuartetos de cuerda (16)?

Dice el músico y doctor en Humanidades español Carlos Calderón que las sinfonías siempre se consideraron el producto final, resultado del laboratorio que eran las sonatas y del prototipo presentado ante el público que eran los cuartetos.

Agencia Télam


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