Una gota más
Es posible que nunca sepamos si el presuntamente ex policía federal Ciro James fue un «infiltrado» kirchnerista «plantado» en el gobierno de la Ciudad de Buenos Aires encabezado por Mauricio Macri, como dicen los allegados al líder de PRO, o si, por el contrario, violó la ley con el conocimiento del ministro de Seguridad y Justicia porteño Guillermo Montenegro, como tratan de hacer pensar voceros del gobierno nacional, pero no cabe duda de que el episodio desagradable protagonizado por el acusado de organizar escuchas ilegales ha contribuido a envenenar todavía más el clima político del país. También ha hecho su aporte al malestar el allanamiento de cuatro oficinas de la flamante Policía Metropolitana, ya que es notorio que ciertos integrantes de la Policía Federal se oponen a la mera existencia de la fuerza porque, afirman los macristas, entienden que pondría fin a sus propios intereses económicos ilícitos. Aunque Macri tendría motivos para querer tener más información acerca del líder de una organización de familiares de víctimas del atentado contra la sede de la AMIA, y del empresario televisivo Carlos Ávila, cuesta creer que correría el riesgo de depender de lo que podría brindarle una persona de la trayectoria de James, un policía y abogado que estaba contratado por el Ministerio de Educación de la ciudad, de suerte que la versión porteña de lo sucedido puede considerarse levemente más verosímil que la del gobierno nacional.
Entre los dirigentes no sólo de PRO sino también de la UCR, la Coalición Cívica-ARI y el peronismo disidente se ha difundido la impresión de que la presidenta Cristina Fernández de Kirchner y su marido están dispuestos a ir a virtualmente cualquier extremo para impedir que el poder se les escurra de las manos y que por lo tanto no vacilarían en aprovechar sus vínculos con los distintos servicios de inteligencia que siempre han mostrado más interés en las opiniones políticas, y la vida privada, de sus compatriotas que en las actividades de sus homólogos de países extranjeros. Además de perseguir a dirigentes opositores, estudiantes, sindicalistas y otros que a juicio de nuestros espías vernáculos forman parte de grupos de riesgo, por lo menos algunos están dispuestos a prestarse a campañas de difamación emprendidas a fin de incomodar a los adversarios del oficialismo de turno, como en efecto hicieron para perjudicar al arista Enrique Olivera en las elecciones porteñas del 2005 acusándolo, falsamente, de tener cuentas bancarias sin declarar en el exterior. Asimismo, muchos atribuyeron el intento preelectoral de vincular al político bonaerense Francisco de Narváez con la «mafia de los medicamentos» a kirchneristas que se especializan en maniobras sucias.
En buena lógica, la presidenta y quienes la acompañan en el gobierno deberían de ser los más resueltos a impedir que agentes de los servicios y otras organizaciones afines procuren intervenir en el escenario político, porque a esta altura muy pocos estarían dispuestos a darles el beneficio de cualquier duda. Aun cuando el gobierno nacional no haya tenido nada que ver con un escándalo como el desatado por las andanzas de James o con la difusión por un canal televisivo notoriamente kirchnerista de un video destinado a desautorizar a un periodista del matutino porteño «La Nación», Cristina y su marido se han visto perjudicados por las denuncias que se han formulado. Sin embargo, parecería que están convencidos de que les conviene que la ciudadanía crea que tanto los servicios como los grupos violentos Quebracho y Tupac Amaru, además de los piqueteros que siguen a Luis D´Elía, están obrando a su favor, acaso por suponer que, merced al miedo resultante, sectores significantes de la población decidirán que dadas las circunstancias sería de su interés apoyar al gobierno. Sea como fuere, se trata de una situación muy peligrosa. Ya hemos tenido una oportunidad para aprender lo que podría suceder si se propagara la sensación de que grupos de violentos disfrutan de la protección del gobierno. Es escaso el riesgo de que se produzca una reacción tan brutal como la de 1976 pero, si el clima de anarquía incipiente que ya existe se agrava todavía más, las consecuencias económicas y sociales para el país serán muy negativas.
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