Una dosis de xenofobia

Parecería que la fraternidad latinoamericana ha pasado de moda en el mundillo oficial. Para inquietud de algunos progresistas que militan en el campo nacional y popular, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner y el secretario de Seguridad, Sergio Berni, están tratando de hacer pensar que el aumento del delito se debe en buena medida al ingreso de extranjeros que llegan al país con el único propósito de aprovechar las oportunidades para robar, extorsionar y asesinar. La presidenta quiere expulsarlos sin perder tiempo con los habituales trámites legales, mientras que Berni, alentado por la actitud asumida por su jefa, insiste en que “la Argentina está infectada de delincuentes extranjeros que vienen a delinquir” y hay que combatirlos sin contemplaciones. No están hablando de sujetos procedentes de Europa o de Asia sino de personas de otras partes de América Latina, en especial Colombia, lo que, claro está, ha motivado protestas entre quienes se sienten “estigmatizados” por la nueva retórica kirchnerista. La preocupación que sienten es lógica; saben muy bien que la mala imagen adquirida por un puñado de delincuentes profesionales puede afectar negativamente no sólo a sus compatriotas sino también a virtualmente todos los inmigrantes. No se equivocan Berni y otros cuando señalan que delincuentes de otros países, algunos de ellos dueños de prontuarios que les impedirían ingresar en Europa o Estados Unidos, cometen crímenes aquí, pero dicha realidad no significa que la inseguridad ciudadana sea culpa de “los extranjeros”, como si se tratara de un problema importado, o que para solucionario bastaría con cerrar las fronteras, puesto que, con pocas excepciones, los crímenes que más alarma provocan son obra de delincuentes nativos. Asimismo, Cristina y Berni, además de políticos en campaña como Sergio Massa que se han apurado a sumar sus voces al coro, no pueden ignorar que, al concentrarse en el aporte de “extranjeros”, están estimulando la xenofobia y por lo tanto perjudicando a los miembros de las nutridas comunidades de uruguayos, bolivianos, paraguayos, chilenos y peruanos que viven en el país y que, al agravarse la situación económica, tienen buenos motivos para temer ser víctimas de discriminación. Aun cuando los voceros gubernamentales que aluden a “los extranjeros” tuvieran en mente los narcotraficantes que últimamente han hecho sentir su presencia en el país, la mayoría piensa más en inmigrantes decididamente más humildes y, desde luego, menos peligrosos. De más está decir que la mayoría abrumadora ha venido para trabajar en un país que tradicionalmente les ha ofrecido más posibilidades y mejores servicios sociales que los disponibles en sus lugares de origen aunque, gracias a la década ganada, las diferencias ya son mínimas o, en los casos de Chile y Uruguay, sólo existen en la memoria colectiva. De todos modos, si el gobierno realmente está preocupado por la proliferación de delincuentes extranjeros que, según Berni, “infectan” el país, les corresponde a las autoridades responsables de Migraciones impedir que entren sujetos con antecedentes delictivos como, según la ley, ya deberían hacer. El problema no es la ya rutinariamente denunciada laxitud judicial que, algunos suponen, hace de la Argentina un imán irresistible para criminales de otras partes de la región, sino la laxitud notoria de una repartición clave del Estado nacional. Las crisis económicas siempre provocan grietas sociales y nunca faltan políticos dispuestos a aprovecharlas. No extraña, pues, que no sólo aquí sino también en muchos otros países, entre ellos los más desarrollados, propendan a intensificarse los sentimientos xenofóbicos incluso en sociedades, como la nuestra, en las que el grueso de los inmigrantes comparte la misma cultura con los nativos. En el pasado, los más proclives a fomentar la xenofobia eran los sindicalistas que acusaban a los bolivianos y paraguayos de “robar” puestos de trabajo a los argentinos, pero últimamente se han visto superados por los líderes de un gobierno supuestamente progresista que, conscientes de que el delito preocupa a la ciudadanía tanto como la inflación o la inestabilidad laboral, o más, han encontrado una forma de desviar la atención pública de sus propias deficiencias.

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