Un sistema mejor, pero…
Desde hace muchos años, el juez de la Corte Suprema Eugenio Zaffaroni está a favor de una reforma constitucional destinada a instalar un orden parlamentario porque, como señaló en una entrevista que acaba de difundirse, “permite superar las crisis más fácilmente y con menos trauma que el presidencialismo”; pero últimamente, toda vez que alude al tema, se ve acusado de estar más interesado en la eventual reelección de Cristina Fernández de Kirchner que en reducir el poder casi monárquico del jefe de Estado de turno. Tales sospechas se basan no sólo en la relación presuntamente muy buena de Zaffaroni con la presidenta sino también en la conciencia de que abundan los oficialistas que no vacilarían un solo minuto en aprovechar cualquier oportunidad para facilitar la reelección de Cristina porque su propio destino depende de su continuación en el poder. Si bien muchos constitucionalistas, juristas e incluso políticos coinciden en que un sistema parlamentario sería netamente superior al presidencialismo de origen norteamericano que, en un país como el nuestro de tradiciones caudillistas e instituciones precarias, suele producir situaciones como la actual en que una sola persona toma todas las decisiones importantes sin consultar con nadie salvo ciertos miembros de su propio entorno, haciendo del Poder Legislativo “una escribanía” y dominando el Judicial, existe el riesgo de que cualquier intento de reformar la Constitución tenga consecuencias muy distintas de las previstas. Es lo que sucedió en 1994 cuando, para sorpresa de muchos, los radicales, encabezados por el ex presidente Raúl Alfonsín, lograron convencerse de que una Constitución remozada brindaría más poder al Congreso; como era de prever, el único resultado significante de la reforma aprobada por la asamblea constituyente que se celebró en Paraná consistió en la prolongación de la estadía de Carlos Menem en la Casa Rosada hasta vísperas del nuevo milenio. Lejos de dar un papel mayor al Congreso y a un hipotético equivalente del “primer ministro” de países europeos, los cambios sólo sirvieron para consolidar el sistema presidencialista ya existente. Como Zaffaroni sabe muy bien, para que una reforma constitucional como la que dice querer desembocara en la formación de un régimen parlamentario tendría que “estar la decisión política”, lo que, en buen romance, quiere decir que el eventual desenlace dependería de la voluntad de Cristina de impulsar el desmantelamiento de su propio “proyecto” hiperpresidencialista. Aunque sería factible que, al acercarse su gestión a la fecha fijada para su conclusión, la presidenta decidiera que convendría que el país optara por un sistema parlamentario, la posibilidad de que ello ocurra ha de considerarse muy escasa. El país, pues, se ve ante una paradoja: sólo un presidente muy fuerte tendría el poder político necesario para emprender las reformas sugeridas por Zaffaroni, pero por motivos evidentes sería reacio a intentarlo; en cambio, un presidente débil que quisiera ver reducido el poder a todas luces excesivo de su puesto no estaría en condiciones de modificar mucho. Asimismo, si bien en teoría una crisis muy grave atribuible al presidencialismo exagerado ayudaría a persuadir a los miembros de la clase política de los méritos del parlamentarismo, de estallar una, buena parte del país querría contar nuevamente con un presidente fuerte, como en efecto ocurrió luego del interinato de Eduardo Duhalde en el 2003. Las deficiencias del presidencialismo son patentes. En América Latina, todo nuevo presidente se rodea de comprovincianos, amigos personales y parientes, lo que, entre otras cosas, virtualmente garantiza que andando el tiempo se multipliquen los casos de corrupción. Asimismo, al asumir el jefe de Estado cada vez más responsabilidades, los demás políticos, comenzando con los legisladores, se ven convertidos ya en subordinados obedientes sin voluntad propia que, tal y como sucedió en las semanas finales del año pasado, aprueban automáticamente los proyectos enviados por el Poder Ejecutivo sin darse el trabajo de leerlos, ya en meros comentaristas. Se trata de un sistema que, al premiar la “lealtad”, simplifica todo, depauperándolo, de tal modo ahondando el abismo que separa a la corporación política del resto del país.
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