Un filósofo gruñón

Por Héctor Ciapuscio

Arturo Schopenhauer, aquel filósofo alemán campeón del pesimismo a quien le gustaba irritar a todos escribió, al lado de obras clásicas (la mayor, y ciertamente grande fue «El Mundo como voluntad y representación»), una cantidad de aforismos sobre la vida corriente que han divertido a generaciones de lectores. Sus encontronazos con la vida (con Hegel, con su madre viuda y coqueta, con el éxito en la universidad) le dejaron ideas definidas, siempre amargas, tanto sobre pueblos como sobre sus semejantes, mujeres u hombres. Leyéndolas, uno quizá se alivia de los males presentes y relativiza actuales pendencias con nuestra propia gente y nuestro bendito país. Como dice el principio homeopático, «similia similibus curantur»(lo semejante se cura con lo semejante).

Este hombre despreciaba a casi todos los pueblos tal como aparecían en su tiempo, mediados del siglo XIX. Sólo los ingleses escapaban a sus dicterios. El carácter nacional de los italianos tenía los rasgos de una desvergüenza absoluta. A los yanquis los distinguía por la vulgaridad en todas sus formas, moral, intelectual y social; eran los plebeyos del mundo entero. De los judíos decía que se ufanaban de ser el pueblo elegido de Dios, pero no lo eran precisamente de él; tenía con el Padre Eterno una total diferencia de gustos. A sus compatriotas alemanes, cuyo carácter distintivo era la pesadez, los consideraba estúpidos y aburridos como gorros de dormir. Pero lo peor era que amaban el engaño, además de ser famosos por borrachos. Declaró solemnemente que despreciaba a la nación alemana a causa de su necedad absoluta y se avergonzaba de pertenecer a ella.

Las ideas sobre las mujeres de este solterón son más despreciativas que las clásicas de Aristóteles y las posteriores de Otto Weininger -el filósofo moderno de la misoginia- y han merecido odio y desdén de las feministas. Sostenía que el matrimonio era una celada que nos tiende la naturaleza. En cuanto a lo físico femenino se extrañaba de que, caracterizándose por baja estatura, hombros estrechos, caderas anchas y piernas cortas, se aludiera a ellas como el bello sexo. En lo intelectual, las veía pueriles, fútiles y limitadas, carentes de objetividad, incapaces de salir fuera de ellas mismas.

En toda la historia de la humanidad el sexo femenino no ha podido producir un solo genio verdaderamente grande ni una obra completa y original en letras o artes. En cuanto a lo moral, eran sobre todo envidiosas. «No tienen amigas las muchachas guapas».

Pero no era sólo un misógino. Despreciaba al entero género humano; era un misántropo. El hombre como especie es para él un animal salvaje, una fiera cuyo rasgo peor es -«shadenfreude», en alemán- que goza con el daño ajeno. Sólo lo conocemos contenido y domado por la civilización. Pero dejad, decía, que caigan los cerrojos y las cadenas del orden legal, que estalle la anarquía y entonces veréis lo que es realmente. El Estado no es más que el bozal que lo vuelve inofensivo; hace de modo que ese animal carnicero, el hombre, tenga el aspecto de un herbívoro.

Iba todavía más allá en su bronca. Es dudoso, escribía, que la vida humana misma, bajo el aspecto de su valor objetivo, sea preferible a la nada. Querer -esto está en el centro de su teoría filosófica- es esencialmente sufrir, y como vivir es querer, toda vida es por esencia dolor. Escribía, como para un fúnebre grand-guignol: «Si se golpeara las lozas de los sepulcros para preguntar a los muertos si quieren resucitar, moverían la cabeza negativamente».

El filósofo gruñón tenía, sin embargo, un rinconcito para la ternura. Amaba al perro, el único amigo del hombre, con su rasgo singular -«ese movimiento tan benévolo, tan expresivo, tan cariñoso»- de batir la cola. ¡Qué contraste la de esa manera de saludar con las horribles reverencias, besos y arrumacos que cambian los hombres en señal de cortesía!… Mi perro es transparente como el cristal, decía. «Si no hubiera perros, no querría vivir».

Los rezongos de don Arturo -buena letra mental para malhumorados de ahora- demuestran que hasta los filósofos alemanes pueden ser divertidos.

ciapusci@mail.retina.ar


Arturo Schopenhauer, aquel filósofo alemán campeón del pesimismo a quien le gustaba irritar a todos escribió, al lado de obras clásicas (la mayor, y ciertamente grande fue "El Mundo como voluntad y representación"), una cantidad de aforismos sobre la vida corriente que han divertido a generaciones de lectores. Sus encontronazos con la vida (con Hegel, con su madre viuda y coqueta, con el éxito en la universidad) le dejaron ideas definidas, siempre amargas, tanto sobre pueblos como sobre sus semejantes, mujeres u hombres. Leyéndolas, uno quizá se alivia de los males presentes y relativiza actuales pendencias con nuestra propia gente y nuestro bendito país. Como dice el principio homeopático, "similia similibus curantur"(lo semejante se cura con lo semejante).

Registrate gratis

Disfrutá de nuestros contenidos y entretenimiento

Suscribite por $2600 ¿Ya estás suscripto? Ingresá ahora
Certificado según norma CWA 17493
Journalism Trust Initiative
Nuestras directrices editoriales
<span>Certificado según norma CWA 17493 <br><strong>Journalism Trust Initiative</strong></span>

Formá parte de nuestra comunidad de lectores

Más de un siglo comprometidos con nuestra comunidad. Elegí la mejor información, análisis y entretenimiento, desde la Patagonia para todo el país.

Quiero mi suscripción

Comentarios