Vendedores ambulantes de Las Grutas: detrás de cada carro, un sueño y una historia para contar

Forman parte del colorido del destino, y llevan sus productos de un lugar a otro. En la nota, las historias de tres de ellos, que hicieron de la venta en la playa casi un estilo de vida

Araceli quería ser artista. Estudió Bellas Artes en su Mar del Plata natal pero los hijos llegaron rápido, y pospusieron sus planes. Aunque ahora se reencontró con su creatividad. Las playas de Las Grutas son su escenario y ella se convirtió en Paloma. Por eso, cada mañana se viste de blanco, se enmarca los ojos en negro y azul y arremete con su carro. Vende helados, pero ella siente que su rol va mucho más allá. Le entrega fantasía a todo el que la cruce. Y cuándo les saca una sonrisa a los que compran, se ilumina. “Ése es el secreto de la felicidad” resume.

Su larga figura es una de las tantas que invaden los balnearios del destino, dónde muchos vendedores se cruzan, zigzagueando, para ofrecer de todo…desde pelotas y juguetes hasta anteojos, vestidos, comidas y bebidas varias…

-Los vendedores ambulantes, sumando su colorido a las playas de Las Grutas-

En esta temporada flaca, a veces su presencia es más bulliciosa que la de los turistas…porque para ser ambulantes tienen que imponerse. Las únicas que permanecen silenciosas son sus historias. Aunque eso se resuelve rápido; bastan un par de preguntas para que cada uno de ellos revele quiénes son, y lo que esperan del verano. Lo cierto es que todos coinciden en algo. Los sueños que los mueven van mucho más allá de lo económico.

Araceli, la paloma de Las Grutas

Araceli es el ejemplo perfecto de todo lo que se oculta detrás de un vendedor. A sus 70 años confiesa que, en pleno invierno, extraña los veranos. Porque, aunque reside en la villa ya “no me visto de blanco ni bajo a la playa como siempre. Me falta eso de estar con tanta gente, que es lo que más me gusta”.

-Araceli, orgullosa junto a su carro de helados-

Para ella la historia como vendedora comenzó en 2015. Llegó a visitar a su hijo Gabriel, que se había mudado a Las Grutas y estudiaba enfermería. “Él ya vendía helados, y todo lo que sabía se lo había enseñado su ‘sensei’, como él le dice a ‘El Piraña’, un ambulante del que terminamos aprendiendo los dos”.

-"Sacarle una sonrisa a la gente me da felicidad" contó la mujer-

“El piraña” les abrió las puertas de un mundo desconocido y, según agradece Ara, con sus consejos “nos ahorró años de recorrer la playa”.

¿Qué les enseñó? “a descubrir quién tiene cara de hambre, distinguir turistas de residentes, saber cómo se ponen los que están en otra cosa y ya no te van a comprar, cómo elegir los lugares para vender según se alojen los turistas…”.

Ese listado se fue completando con sus conocimientos. Porque Araceli aprendió solita a construir a Paloma, la vendedora que trazó con pinceladas artísticas y que tantas alegrías le sigue prodigando.

“Todo arrancó así” empezó la mujer, con entusiasmo. “Lo primero que vendí fueron panificados. Medialunas y alfajores para la panadería la ‘Paloma del Golfo’. Desde que bajé a la playa tuve éxito, y no lo digo de vanidosa. La gente me recibió muy bien. Llegué a vender 100 docenas por día. Como me vestía de blanco, todos me empezaron a decir ‘Paloma’, pensando que en realidad el nombre de los productos venía por mí”.

Ese arranque fue productivo pero efímero. Entre su jubilación y sus ventas ayudó a su hijo a recibirse, pero se lastimó la cadera al transportar tanto peso. El parate duró poco. Porque luego aparecieron los helados, y el éxito siguió, pero con otros artículos.

-El trabajo es sacrificado. Cuándo el mar sube, no es fácil recorrer la playa-

“Ahora miro otras cosas. El que come helados no es el mismo que compra farináceos- dijo, con precisión de ingeniera-Hay que ponerse cerca del agua, porque bañarse da sed y muchos la apagan comprando un heladito. Después están los chicos. Ellos siempre buscan al heladero” confió, con los ojos brillantes.

Los niños son su debilidad. “Me buscan porque les llamo la atención. A algunos los vuelvo a ver de temporada en temporada, y se acuerdan si me regalaron un caracolito, o me dijeron algo…” sonrió, entusiasmada.

A los adultos les respeta los tiempos. “Cuándo se ponen mirando para el mar, con la vista fija hacia adelante, es cuándo ya no quieren nada. Están en su mundo, y no te van a comprar” resumió.

-«En invierno extraño la venta en la playa» contó la mujer-

Por lo demás, no usa ‘cantitos’ para llamar la atención. Tampoco grita. “Considero que tengo la voz justa-sentenció, orgullosa- no es ni muy aguda ni muy grave. Y al pasar enumero todos los helados que tengo. Los de crema con forma de personajes, los de agua…”.

Su sueño, sin embargo, es independizarse. “Ya pensé en todo. Yo hago hebillas artesanales.  Voy a venderlas, y a ofrecer peinados. Para las nenas y para mujeres grandes. Tengo hasta el nombre. Se va a llamar ‘Paloma mía’. Porque así me bautizó la gente. Sé que me va a ir muy bien” aseguró, esperanzada.

Brian, de Ingeniero Jacobacci al mar

Brian tiene 22 años, y se da vuelta la gorra mientras señala un “yeite” que aprendió en la playa. “Cuándo la marea está baja salimos con los carros. Pero si el mar está ‘arriba’ nos cargamos los churros y las donas en una canasta, y a las tiras, para que no se nos claven, les ponemos los ‘flota flota’ que usan los chicos para jugar en el agua. Porque así el peso no te lastima los hombros” dijo.

-Brian, con su gorra al revés, junto a sus compañeros, en la playa-

Es tímido, pero “laburador”. A fuerza de persistencia logró igualar las ventas que otros resuelven rápido, sumándole más chispa o simpatía. Lo suyo es otra cosa. Él le “pone garra” y “recorre la playa”.

Esta es su cuarta temporada en Las Grutas. “Arranqué a los 18. Vine un verano junto con mi mamá. Ella estuvo trabajando en complejos, y yo de ambulante. Después mi vieja no quiso seguir, pero yo volví. Me va bien. Con lo que junté pude ahorrar para una moto, y para comprar caballos” confió.

Su vida ahora transcurre entre la playa y el campo. “En invierno ayudo a mi viejo, en Jacobacci, y en los veranos me vengo acá. Ya conozco a varios pibes con los que alquilamos algo a medias, y nos quedamos toda la temporada”.

Todavía no sabe qué es lo que seguirá estudiando, porque cuando terminó el secundario arrancó con las changas. Por ahora, disfruta de esa vida que se creó, entre Jacobacci y el mar. “Me acostumbré a repartir el año así, entre el campo y la playa” confesó, sonriente.

Lautaro, ambulante al 100%

Lautaro se apoya contra su carro, y sobre su cabeza los algodones de azúcar se elevan como nubes fantásticas. Esas dulzuras y los pochoclos ya forman parte de su rutina. Solo le cambia el marco. Durante el año vende en una plaza de Bahía Blanca, la ciudad que está al sur de Buenos Aires, y en el verano se traslada a Las Grutas.

Tiene 21 años, pero un aplomo que le suma edad. Tal vez porque arrancó a los 6 acompañando a su papá, y es ambulante de pura cepa. Su ‘viejo’ empezó vendiendo ropa, y él lo siguió como una sombra a cada punto al que arrastró su carro, plantando bandera a pura simpatía. Ahora hace lo mismo que aprendió, pero cambió las telas por los dulces.

-Lautaro, firme en su puesto de la tercera bajada de Las Grutas-

“Tenés que tentarlos con el olorcito. Cuándo empezás a preparar los pochoclos eso los llama. Hay dos públicos. Los más grandes, que compran pochoclo porque les gusta y les trae recuerdos lindos. O los chicos, que piden, y quieren tanto algodones como  pochoclitos” contó, con detalle.

Lauti no tiene ‘cantitos’ ni ‘vocea’. “Soy perfil bajo. Llego a la playa y empiezo a preparar. La gente se te acerca. Soy simpático, eso sí. Hay que ganarse al cliente”.

Su mayor orgullo es haber montado su propio negocio, en Bahía. “Tengo mi propio carro en un puesto fijo, y lo pude hacer con lo que fui juntando” confió, ilusionado.

Ahora se dedica a eso. Dejó trunca una carrera de maestro mayor de obras que abandonó en pandemia, y un trabajo en el Puerto de Bahía, porque el prefiere manejar sus tiempos, y, en verano, disfrutar del mar.

“Hay cosas que son impagables. Y, cuándo te acostumbras, ya no hay vuelta atrás” cerró, complacido.


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