Una mañana en la antigua Cipolletti: viaje imaginario a la primera mitad del 1900
Otros oficios, hábitos y personajes conformaban la comunidad que germinaba junto a la Estación. Lo repasamos junto a los aportes de la especialista Liliana Fedeli.
Pensar en el Cipolletti de la primera mitad del 1900, es abrir una ventana al pasado que nos devuelve un escenario muy distinto al actual. La doctora en Historia, Liliana Fedeli, compartió con RÍO NEGRO detalles de sus reconstrucciones, para imaginarnos cómo era caminar por el pequeño pueblo, sobretodo en el radio cercano a la emblemática Estación de tren, foco del movimiento de comercios y vecinos, como en cada punto de la región.
Ulderico Angelaccio: el patrono de los remedios en los años de la antigua Cipolletti
Comenzar la mañana era ver pasar a los chicos de guadapolvos blancos, que iban a la escuelita del director Moyano y su docente, la señorita Melchora Moyano, mientras Illat de Dios Sepúlveda, junto al “Vasco” Valle, plantaban árboles para embellecer las veredas, contó Fedeli. En las futuras chacras Julio Galindez y Cesar Quiroga desmontaban y emparejaban el suelo para después cultivar. Y el aroma a pan caliente de la Nery, una de las más antiguas panaderías, invitaba a los madrugadores a buscar la galleta de la jornada, cocinada en horno a leña.
En un vecindario con varios bares y lugares de reunión, como Ottaviano, Tronelli, Durs, Yommi, el “Vasco” Nueva España, De la Vía y más tarde Zoia, la responsabilidad de mantener el orden al día siguiente era del sargento Méndez. El agente recorría la inicial población para que algunos bebedores “no entorpecieran con su conducta la vida ciudadana, caracterizada por su tranquilidad”.
A falta de personal médico en los primeros años, la costumbre hizo que se recurriera a las curanderas para aliviar las dolencias, como doña Carmen Pelliza, hasta que ya no había nada más que hacer y era Juan Bautista Arévalo el encargado de extraer esas muelas que tanto atormentaban a los vecinos. Con los años, Aurelia Salvade fue la partera atenta a las embarazadas, que cruzaba veloz por la calle Fernández Oro, en su auto de época. La esperaban en los distintos hogares, donde ella acompañaba la felicidad de una familia que recibía al nuevo bebé. Allí Aurelia les facilitaba la cuna para el descanso del recién nacido, se despedía con un abrazo y escuchaba la frase: “en la cosecha le voy a pagar”.
Del otro lado del mostrador, en la búsqueda de una solución para las enfermedades, la botica del Águila preparaba los medicamentos que se pudieran necesitar, a cargo de Don Rieffesthal. El padre del niño en cama “iría a buscar lo que hiciera falta, sin pensar un instante en el pago”, aseguró la docente. “La prioridad era que el hijo y la madre lo precisaran y esta costumbre siguió cuando la farmacia fue de Genaro Fernández o Ulderico Angelaccio”.
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Agua, leche y leña llegaban en carros, comandados por los vendedores ambulantes que pasaban puerta por puerta. “La mula blanca de Fuentes tiraba del carro aguatero y unos cascabeles anunciaban que el lechero venía. El caballo, habituado, se detenía ante la dueña de casa, que esperaba con una ollita para recibir la leche fresca y despedirse con un “hasta mañana”. Pagaría recién a fin de mes o al cabo de un tiempo.
Y el espacio público se movía en las esquinas, por donde pasaban las chatas cargueras, tiradas por una yunta de bueyes o los sulkys transportando a las damas elegantes que venían desde las chacras, temprano “al pueblo”, para hacer las compras y volver pronto a sus casas. Las esperaban las labores con los animales, las aves de corral, la quinta y la tina con la tabla de lavar y una barra grande de jabón, que don Rojo fabricaba y les había vendido por 50 centavos.
Como los hombres, ellas llegaban buscando en el centro las novedades de la comunidad, pero éstos sumaban además, la oportunidad para hacer algún negocio o buscar peones, que estuvieran dispuestos a aceptar una changa por $1 el día: todos se conocían, lo que era garantía para no pedir referencias ni explicaciones. El horario de trabajo era el que permitiera el sol.
En la playa de la Estación, los gritos de los patrones y capataces para acomodar en forma correcta las cargas de 10 y 20 carros que formaban la tropa, dejaban a la vista la preocupación por no olvidar ningún detalle para sus viajes, de casi dos meses, para volver con lana, cueros y pieles a cambio de lo que habían llevado.
Mientras tanto, en las altas esferas, “el general Fernandez Oro se reunía con sus sobrinos, los González Larrosa, en la estancia vieja, para hacer proyectos hacia un futuro que se presentaba como muy promisorio, porque el dique Ballester ya entregaba agua a los canales, abiertos a pico y pala como únicas herramientas. Y su esposa, Lucinda, encabezaba a las damas de la naciente ciudad, para buscar soluciones para otras familias necesitadas y alentar el desarrollo cultural”, agregó la investigadora.
La mañana terminaba con un puchero de almuerzo, al calor de la cocina Istilart, para servirlo en una larga mesa de madera, con bancos y algunas sillas, después de una picada con fiambres caseros, chorizos, jamón crudo y algo más, de lo elaborado en el invierno del año anterior y que atesoraban en el sótano o la despensa.
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