8M: Tres historias de mujeres que luchan en y por sus territorios en Río Negro y Neuquén

Son campesinas, pescadoras y loncos. Conocemos el trabajo de quienes nos alimentan: en condiciones precarias, superponiendo crianza, y a la vera de cualquier cobijo. Así piensan.

Los diez hombres más ricos del mundo han duplicado su fortuna, mientras que los ingresos del 99% de la población mundial se deterioraron durante la pandemia de covid-19. Si gastasen un millón de dólares diarios, agotar su riqueza conjunta les llevaría 414 años.

Los datos fueron publicados por Oxfam y revelan la magnitud de la desigualdad actual. Pensar el 8 de marzo, día internacional de las mujeres, por fuera de estas coordenadas sería poco menos que absurdo.

Por eso es que los últimos años la consigna de las movilizaciones en esta fecha, en Argentina, no cambia: “La deuda es con nosotras”. No solo con una vida libre de violencia de género, cualquiera sea su forma, incluidas las agresiones sexuales, sino con una crianza de hijos e hijas compartida y comunitaria. Cuidados que no se transformen en una doble jornada laboral.

No solo las mujeres son las que cocinan los alimentos que llegan a la mesa, sino las que los producen, como Margarita Flores en General Roca. Con 53 años está muy lejos de pensar en una jubilación, más bien su única chance es que alguno de sus hijos pueda ayudarla y ya no tenga que exponer más su piel a los surcos que les deja el sol, en la chacra.

Si el agua viene buena, Cecilia Vázquez podrá sacar carpas a las seis de la mañana cuando levante las redes en el lago Pellegrini, en Cinco Saltos. La organización con otras pescadoras es lo que le permite una buena cadena de comercialización del producto. Por primera vez ser dueñas de algo.

Para la lonco Amancay Quintriqueo, en La Angostura, el territorio está en el centro de la cosmovisión mapuche. Es más que declamativo, es un puente con una reivindicación ancestral.


Margarita sembró, carpió y sufrió en tierra ajena


“Esta es una buena tierra”. Frente al camino del Bicentenario de General Roca, a metros de un hipermercado, en una ínfima pausa de ciudad, Margarita golpea la tierra con su azada y corta los yuyos que invaden sus lechugas. Piensa que cuando era chica, la tierra de su Bolivia natal también era buena. Tiene 53 años y pasó su vida sembrando, carpiendo y sufriendo esa tierra que nunca fue propia.

Margarita Flores llegó al país con su marido a los 18 años. Primero fue a Salta a cultivar verduras, luego a Tucumán, de ahí a Buenos Aires. Trabajaron en un horno de ladrillos y en Balcarce, con otros paisanos, volvieron a los cultivos mientras escapaban de la policía, pasaban hambre y noches en vela sobre un pallet duro de madera. De allí volvió a Bolivia y al poco tiempo rumbearon hacia el sur, hasta llegar a Mainqué y finalmente a Roca.

“Llegaba cansada y me empezaba a insultar. Eso no era vida», cuenta Margarita. Foto Emiliana Cantera.

“Tengo seis hijos, tres varones y tres mujeres. Cuando eran chicos fue difícil. Yo trabajaba en la quinta y mi marido era alcohólico, yo trabaja y él chupaba. Nunca pensaba en nosotros”. Margarita habla rápido y las palabras resbalan en su lengua, el sol del mediodía calcina, la ilumina y su mirada tímida se esconde debajo de su visera azul.

A nivel mundial, una de cada tres mujeres empleadas trabaja en la agricultura. En Argentina, el 50% de la población rural está representado por mujeres que cultivan la tierra, cuidan los animales, procesan la materia prima, plantan semillas que alimentan a pueblos enteros. Mujeres de chacra que sufren las mayores desigualdades por motivos de género.

Está parada entre los surcos prolijos. Su cuerpo cubierto con un sweater de mangas largas, pese al calor, parece diminuto pero tiene una fuerza gigante. Cuenta que hace diez años se separó, cansada de una realidad que la atormentaba todos los días, cada noche.

“Yo trabajaba, mantenía a mis hijos. Iba por distintas chacras, carpiendo, cosechando. No tenía documento y él cobraba el salario universal, que es de los hijos. Él cobraba y con los amigos hacían asados y no le daba nada a los chicos. Fui a Anses, les dije cómo podía ser. Subí arriba, expliqué que así me estaba pasando y ellos me asesoraron para que me separe”, dice sin pausa.

Recuerda que a las cinco de la mañana se levantaba a cocinar. A la seis la pasaban a buscar y a las 11 de la noche la volvían a llevar. Si llegaba a la madrugada de trabajar, él hacía escándalos “por celos”. Cuenta de su cansancio, las ganas del plato caliente y la policía que llegaba a la chacra para atender el llamado del hombre enojado. Recién cuando pasaba la puesta en escena, la dejaba dormir.

“Llegaba cansada y me empezaba a insultar. Eso no era vida. Sabía trabajar de niña. Lo hacía con mi mamá que sola nos crió a mí y a dos hermanos, trabajando en la tierra, sin un padre, sin un hombre. Tenía manos y pies, cómo no iba a salir adelante”, cuenta y sonríe con pena.

En el camino, algunos la ayudaron, como Graciela Morales, que le dio un pedazo de tierra para plantar y salir adelante. Cosechaba y se iba a la feria a vender sus verduras. Después con un poco de plata pudo alquilar.

“Es un trabajo duro, a veces se venden y estas contento, y si no estás triste. Es una lotería la verdura, ganás y perdés. La gente dice ‘los bolivianos tienen plata’, pero la otra vez con el granizo perdimos mucho, y hay que comprar semillas, abonos. Trabajamos mucho, perdemos, ganamos, otra cosa no sabemos”.

Las mujeres agricultoras, al esfuerzo cotidiano del trabajo duro de la tierra, suman las tareas de crianza y cuidado de la familia. En el caso de Margarita darle de comer a Marilú, Ana Rosa, Cintia, Alcides, Nelson y Brian, siempre se superpuso con jornadas eternas de trabajo.

Si hay que cortar verdura están allí a las seis, hasta las ocho que van a tomar el desayuno, a las nueve vuelve hasta las 12 y a la tarde de cuatro a nueve. “Las mujeres podemos criar solas a nuestros hijos, no hay porque tener un marido alcohólico, porque todos los días estas llorando, recibís insultos de la cabeza a los pies. Crié a mis hijos trabajando, la gente me conoce”, destaca con orgullo.

Su mamá no la hizo estudiar, y siempre estuvo convencida que hace falta, “porque cuando uno no sabe leer parece un ciego, por eso hice estudiar a mis hijos”. Todos terminaron el secundario y trabajan, menos uno que estudia ingeniería civil en Neuquén.

“Ojalá que termine así no trabajo tanto. Estoy cansada”, dice mientras escarba sus manos callosas y la mirada cae al suelo. “Es sacrificada la verdura. Lo que más quiero que mi hijo termine y ojalá que me ayude. Si… Cuando termine, seguro voy a llorar de alegría”, y los ojos se achinan húmedos, llenos de esperanza.


Cecilia “calar las redes” para vivir del agua


Ruca Co significa “casa de agua” en lengua mapuche y también la península que, en medio de las bardas de la meseta patagónica, se adentra en las aguas del lago Pellegrini, a 17 kilómetros de Cinco Saltos. Nació como villa balnearia en la década del 60 y desde entonces fue sinónimo de playa, verano, casitas de fin de semana con pileta, atardeceres increíbles mirando flamencos y cisnes de cuello negro, olor a pescado frito, pequeños veleros, botes, lanchas, canoas y kayaks, fiesta y estudiantes.

Detrás de esta postal valletana, hay otra menos conocida: la de las mujeres que viven de la pesca artesanal de tradición familiar. Cecilia Vázquez es una de ellas como lo fue su madre que hoy está alejada del bote. Tiene 48 años, tres hijos y es la mayor de ocho hermanos. Desde que nació vive en el paraje Las Tortuguitas, un pequeño grupo de casas sencillas, muchas de adobe, al que se llega tras una huella que se desvía de la ruta provincial 70. Allí viven cinco o seis familias, parientes entre sí. Tienen energía eléctrica y agua potable pero todavía no cuentan con gas natural.

“Empecé a pescar de chica y todo lo que sé me lo enseñó mi papi. Iba a la escuela en Cinco Saltos y cuando salía lo acompañaba en la lancha y le ayudaba. Me contaron que cuando era bebé mi papá y mi mamá me llevaban en el bote porque no tenían con quién dejarme. Iba como en un cajoncito de madera, protegida por el frío”, cuenta.

Hasta séptimo grado pudo ir a la escuela. “Después ya no. Me hubiera gustado seguir estudiando. Mi sueño era ser maestra jardinera”, dice.

Las aguas del lago Pellegrini no van hacia ninguna parte. Se originó a partir de la construcción del Dique Ingeniero Ballester en 1910. Se pueden pescar truchas, pejerreyes, percas y ahora mucha carpa. Es una actividad productiva que se hace a pequeña escala y particularmente en forma manual. Se usan embarcaciones chicas, a remo o a motor. La principal característica es que tiene una baja capacidad de captura diaria y que requiere poco tiempo de navegación. Es principalmente una tarea familiar, en donde las mujeres cumplen un rol fundamental muchas veces invisibilizado.

“Jamás se la reconoció a la mujer pescadora”, cuenta Cecilia, “mi mami tiene 70 años, siempre trabajó al lado de mi papá y además hacía las tareas de la casa pero no se la veía. Creo que hoy, nosotras aparecemos más reconocidas”.

“Pu Zomo Co” es el nombre del grupo de ocho pescadoras. Foto Florencia Salto.

Es escasa la bibliografía que hay sobre el tema de los roles de género en el contexto de la pesca artesanal en nuestro país. Un estudio reciente publicado en la Revista de Estudios Marítimos y Sociales (Daniela Truchet y otras), indica que hombres y mujeres son portadores de los mismos saberes en torno al tema pero “se ha construido un imaginario colectivo de la mujer por fuera del barco y dentro de las paredes del hogar, destinada a roles reproductivos y a tareas pesqueras que, en cierta medida, reimprimen el trabajo doméstico”.

“Mujeres que trabajan en el circuito productivo artesanal no son categóricamente consideradas como ‘pescadoras’, sino que se las tematiza como ‘mujeres de’ pescadores. Dicha construcción discursiva ensancha procesos de invisibilización de pescadoras como trabajadoras, profesionales, portadoras de saberes concretos y, en contraste, se fortalece la dependencia salarial del trabajo del varón”, agrega.

¿Cómo es un día de pesca para Cecilia? “En la tarde del día anterior vamos al lago a ‘calar las redes’, a sumergirlas en el agua hasta la mitad del lago. Con boyas y plomadas la amarramos a la superficie. Al otro día, antes de las seis de la mañana, volvemos a juntar lo que quedó atrapado. Ahí nomás empezamos a hacer el fileteado y seguimos en el puesto. Le sacamos las vísceras, la cola y la cabeza y queda listo para hacer milanesa”, explica. Hay una filetera privada que les compra el producto pero también tiene su clientela particular y fiel.

La pesca artesanal es una actividad muy sacrificada, expuesta a las malas condiciones del tiempo y que depende de los vaivenes de lo que “el agua quiera dar”, de lo que pueden sacar.

Cecilia integra un grupo de ocho mujeres pescadoras que se llama “Pu Zomo Co” y que quiere decir “mujeres de agua” en mapuche. No hay otra experiencia de estas características en el país.

«Me contaron que cuando era bebé mi papá y mi mamá me llevaban en el bote porque no tenían con quién dejarme», asegura Cecilia. Foto Florencia Salto.

La iniciativa comenzó en el 2020, en plena pandemia, a partir del trabajo en conjunto de distintas áreas del Estado municipal y provincial. El proyecto es uno de los cuatro que tiene Río Negro en el plan nacional “En nuestras manos”, que apunta al desarrollo rural de mujeres de la agricultura familiar, campesina e indígena y de la pesca artesanal.

Recientemente les entregaron las llaves de un edificio en comodato y recibieron financiamiento para poder tener su propia sala de procesamiento de productos alimenticios. La idea es agregar valor a la carne de pesca, poder elaborar en forma asociativa conservas o hamburguesas, por ejemplo, para venderlas después y obtener mayor ganancia que en la actualidad.

“El proyecto nos permite ser dueñas de nuestro propio producto”, destaca, “vamos a tener una planta de elaboración y procesamiento de pescado que nos permitirá agregar valor a lo que ya tenemos”.


Amancay cambió el rumbo de una comunidad mapuche


Al asumir como lonco, Amancay Quintriqueo tenía muy en claro la dimensión de convertirse en la máxima autoridad de la comunidad Kinxikew, en Brazo Huemul, a 44 kilómetros de Villa La Angostura y 42 kilómetros de Bariloche.

El desafío no era menor: ponerle fin a una comunidad acostumbrada al verticalismo y a la imposibilidad de opinar y disentir. “Aun así, asumí porque mi objetivo superaba mis miedos, mi deseo de cambiarlo todo y mejorar la vida de todes les integrantes de la comunidad”, sintetizó esta mujer de 33 años que hoy se anima a afirmar que, desde que fue elegida como lonco, “la comunidad ha cambiado un 100%”.

La lof se conformó 18 años atrás. El año pasado decidió desplazar a su lonco, denunciado por abuso sexual en la infancia y violencia de género. El recambio de la conducción fue inédito ya que no recayó en hombres, ni en personas mayores. Amancay asumió junto a seis mujeres que hoy conforman el kvme feleal, el círculo tradicional de autoridades mapuche.

“En este tiempo, cambió la forma en que los integrantes de la comunidad nos relacionarnos y la forma de ejercer autoridad. Es lo que siento. Todo está basado en la circularidad. Las decisiones no son solo mías sino que se basan en la decisión de todos”, expresó.

Amancay reconoció que, en un principio, los integrantes de la comunidad sentían desconfianza, pero ahora, “se sienten con libertad para participar activamente en la toma de decisiones y el vínculo con la comunidad fluye libremente”.

La joven de 33 años asumió la conducción luego de que el longko que la antecedió fuera denunciado por abuso sexual. Foto gentileza.

La revitalización de la religión mapuche fue otro cambio en los últimos meses. La Lof solo celebraba el Wiñoy Tripantu -año nuevo mapuche- y otra ceremonia en noviembre. Poco a poco, se empezaron a realizar lakutun y katan pilun (cuando los niños pasan a ser adolescentes) y meli folil kvpan (reconocimiento de los niños en el registro civil mapuche y en las fuerzas del territorio), entre otras.
¿Por qué no se ejercía la religión? Amancay explicó que “muchas veces, al tener que defender los territorios de las constantes amenazas no se le da importancia a lo nuestro. Pero en las ceremonias nos conectamos con las fuerzas del territorio. Somos mapuches”.

Agregó: “El 6 de febrero inauguramos el camping mapuche de gestión comunitaria. Con la religión, se le pone más fuerza a lo que hacemos y todos se nos da.”

Cuando se le consultó sobre la principal dificultad en estos últimos meses, Amancay reconoció que no es sencillo ser madre de un niño de dos años. “Mi rol como lonco es orientar y ayudar a que se dé todo en la comunidad. Por eso, hacemos una crianza colectiva, entre todos. Me colaboran, me ayudan y de esta forma, tratamos que mi rol sea más aliviado”, señaló.

Entendió que la aplicación de la justicia mapuche para poner fin a los abusos sexuales por parte del antiguo lonco cambió la forma en que hombres y mujeres se relacionan. “Los hombres dejan que nuestra participación sea efectiva y no interfieren. Colaboran. Eso fue gran cambio. Ya no hay actitudes ni comentarios machistas. Están más colaborativos con las mujeres en los trabajos y en las ceremonias. Esto está vinculado con el derecho que ejercimos como mujeres para frenar la violencia de género”, acotó.

El objetivo de Amancay está enfocado ahora en la calidad de vida de la comunidad, a través de mejoras en las rukas. Unas 57 personas de la lof Kinxikew permanecen en las 9 hectáreas del brazo Huemul, divididas en cuatro sectores. Sucede que muchos vivían en Bariloche y La Angostura y tras los recientes cambios de autoridades, volvieron al territorio de manera organizada. “Eso implica nuevas construcciones lo que demanda mucho trabajo. La actividad más importante es la crianza de animales, el trabajo con leña, el de los carpinteros y constructores de la comunidad y ahora, el camping”, manifestó.

Destacó el vínculo de las mujeres con el territorio que “se fortalece aún más al tener hijos”. En ese momento, las mujeres entierran la placenta en un maitén. “Esa conexión es muy fuerte. Las mujeres tenemos muchas habilidades, sensibilidades para reconocer el lawen, las plantas medicinales y hacer huertas. Crear alimentos, con crianceras de animales. Es increíble cómo las fuerzas se conectan con nosotras y nosotras con ellas”, dijo.

Respecto a la asignación de tareas, Amancay recalcó que se aplica el concepto de la dualidad y lo complementario que corresponde a todos los pueblos originarios. “Hombres y mujeres nos sentimos necesarios, nos respetamos y todos saben lo que tienen que hacer. No se interpone el rol de uno con el otro. Nos complementamos”, expresó.

En relación al 8 de marzo, Amancay aseguró que, desde la comunidad han resignificado la fecha. “Es un día de lucha. Vamos a participar junto con el consejo zonal y un grupo feminista en un encuentro en Villa La Angostura, la ciudad más cercana a nuestro territorio. Necesitamos más ejercicio de nuestros derechos. Allí donde no hay un Estado que nos proteja, vamos a seguir luchando y estamos decididas a hacerlo con otras organizaciones”, concluyó.


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