Travesías de una docente neuquina | Parte 2: pedalear hasta el fin del mundo

Intercalando con las salidas a pie, Susana y su compañero se animaron a sumar kilómetros en bicicleta: el desafío fue llegar a Ushuaia y lo lograron.

El libro de Susana Domínguez, docente nacida en Plaza Huincul, es tan amplio que era un desperdicio comprimirlo sólo en una primera nota, publicada semanas atrás. Por eso va la segunda, enfocada en los viajes que hicieron junto a su esposo Carlos Dupont (“Beto”) a bordo de sus bicicletas.

“Una vida de aventuras en la Patagonia” es el título de estas anécdotas convertidas en manual de instrucciones y libro motivacional, que esconden la prueba de que es posible desafiarse y vivir con plenitud a cualquier edad, más allá de los prejuicios.

Amante de la naturaleza, Susana empezó el compartir diciendo que tanto a ella como a su esposo siempre les gustó el ciclismo. Sin embargo, hasta esos meses en plena década del 90’, Marzo de 1996, para ellos “pedalear” era ir y venir de la casa al trabajo, a lo sumo salidas cortas de fin de semana con sus tres hijos. Cabe decirlo que con los vientos que azotan a la comarca petrolera, cualquier vecino saca músculos y un buen par de piernas para hacerle frente, pero ella y su esposo marcaron la diferencia cuando se dejaron guiar por una vocecita interna que les propuso: “¿y si vamos más lejos?”.

“Fuimos estirando de a poco las distancias”, contó la mujer, hasta que “después de unos años tentamos a algunos amigos, compañeros de muchas aventuras, para hacer nuestro primer viaje. Comenzamos programando los lugares donde iríamos, ya que al principio no llevábamos carga en las bicicletas. Así surgió el primer recorrido, desde Copahue hasta Cutral Có”, recordó Susana.

¡Qué placer encontrar agua para refrescarse!

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Gracias a que oyeron ese impulso interno, impulso del bueno, se dieron el gusto de completar los siguientes recorridos: Copahue – Cutral Có (271 kilómetros en Marzo de 1996), al mes siguiente Villa Pehuenia – Cutral Co (200 kilómetros), luego Siete Lagos (457 kilómetros en Febrero de 1997), Esquel – Cutral Co (766 kilómetros en Enero de 1999), El Bolsón – Cutral Co (498 kilómetros, en Enero de 2001), Cutral Co – Ushuaia (3060 kilómetros entre Diciembre del 2001 y Febrero del 2002) y por último la Travesía por el noroeste neuquino (1200 kilómetros entre Enero del 2003 y Febrero de 2003).

La aclaración de las cargas a cuestas no es menor, porque si bien contaron con el apoyo logístico de amigos o se abastecieron en los pueblitos y parajes que encontraban, se sabe que en la Patagonia es posible avanzar por horas sin cruzarse con nadie y mucho menos con alojamiento formal. Eso puede generar paz o desesperación según el caso y por eso, Susana, “Beto” y los que se animaran a acompañarlos sabían que debían moverse con todo lo necesario cargado en alforjas repartidas por los costados de cada bicicleta, incluida la carpa, elementos para cocinar, abrigo y algunas herramientas para solucionar imprevistos o hacer mantenimiento. Kilos y kilos de peso extra, en rodados preparados por Miguel Ponce, el bicicletero del pueblo, pero que se movían sólo con tracción a sangre, sudor y ganas.

Cuando el viento, el ripio o las subidas hacían imposible seguir sobre los pedales, empujaban a pulmón cada uno su propio vehículo y para eso se habían preparado entrenando, como aprendieron en las experiencias a pie. A modo de ejemplo, Susana contó las prácticas que hicieron con bolsas de arena de 15 kilos, para habituarse al esfuerzo. Ya en terreno, con bicicletas y todo, el peso ascendió a 40. Cada vez que les tocó hacer dedo porque el clima se volvió implacable, los choferes que ayudaron a cargar a bordo a esas bicicletas comprobaron lo que estos viajeros soportaron por amor al paisaje.

Susana junto a «Beto» Dupont, su esposo.

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“En el camino a los Siete Lagos, nos detuvimos a almorzar junto al lago Hermoso. Hacía mucho calor, así que después nos recostamos para dormir una mini siesta a la sombra de unos pinos, aunque los autos que pasaban nos llenaban de tierra y sus ocupantes nos miraban como diciendo ‘pobres tipos’”, contó Susana.

A pesar de esas sensaciones, la naturaleza los recompensó, generosa, una y otra vez, por cada esfuerzo, con el dorado amanecer en la montaña; la serenidad de escuchar sólo el trinar de los pájaros y el ruido de la cadena haciendo girar las cubiertas sobre el pavimento, el aroma de infinidad de flores silvestres que alegraban el árido paisaje, el saludo de los pocos viajeros que podían cruzar en el medio de la nada, una “nada” cargada de vida. Con esa experiencia en el corazón se sostuvieron anímicamente para las dificultades siguientes.

Otro de los factores para la incredulidad de quienes los escuchaban hablar de sus proezas era la edad de estos protagonistas. “Cuando la gente nos cruzaba en el camino se sorprendían al vernos haciendo semejantes travesías y yo me amargué un poco, pensando que nos veían viejos para hacer lo que hacíamos, me sentí de mil años. Pero después pensé que uno puede hacer lo que quiera si se lo propone y que los demás solo tenían mucha curiosidad”, reformuló Susana, así que empezó a decirles la edad ya con orgullo. Al menos en bicicleta, empezaron ella con 45 y él con 51, para completar la última de las pruebas narradas en el libro, con 52 y 58 años respectivamente, disfrutados con 6452 kilómetros en su haber.

Las travesías de la docente: superar los miedos


Cada página de esta inmensa obra combina también un sinfín de emociones, propias de lo vivido, donde no todo fue placer y aventura. Hubo bajadas temerarias o ventarrones que los hicieron avanzar con peligro, automovilistas desaprensivos que los arrinconaron en la banquina, un viaje a 100 kilómetros por hora en la caja de una camioneta que los levantó en la ruta y que los hizo temer por su vida, ocasionales “vecinos” armados, el temor de cruzarse con un puma y hasta historias que les quitaron el sueño, en medio de la noche y tanta inmensidad.

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“Cuando nos quedamos solos en un camping”, recordó Susana, “mientras Beto buscaba un tronco para usar de asiento, yo fui a cargar agua a un arroyo. A la pasada quise ver un lugar conocido como ‘la tumba del mochilero’ que estaba por allí y que nosotros habíamos escuchado nombrar tiempo antes, por lo que nos contó un guardaparque. Al parecer era el último descanso, justamente, de un hombre que se acercó un invierno y que se quedó toda la noche en la orilla del lago. El guardaparque le ofreció dormir en su casa pero no quiso. Lamentablemente, al día siguiente cuando lo fue a ver, el sujeto había muerto congelado. Frente a eso, el guardaparque trató de averiguar quién era pero no tenía documentos, así que habló por radio para que avisen por si alguien lo reclamaba, pero nadie contestó. Así que después de dos días, decidió enterrarlo cerca del arroyo, detrás de su casa, donde le puso una cruz de madera. Con esa historia en mi memoria, pasé por allí después de cargar agua, cuando vi que alguien había hecho un agujero profundo en la tumba, al lado de la cruz: la tumba estaba abierta, así que me asusté y no me animé a mirar, al contrario, me fui rápido. Esa noche no me pude dormir, sugestionada con el relato y peor aún, sabiendo que la tumba estaba abierta. Sentía una respiración fuerte al lado de la carpa, mientras “Beto” dormía tranquilo aunque yo lo codeaba para que se despierte. Después de mucho sufrir e imaginar cosas me animé a abrir el cierre de la carpa para ver qué había y la sorpresa fue que era una vaca gorda que rumiaba cerca de la lona. Ahí me di cuenta que el miedo nos hace imaginar lo peor”, reconoció Susana con humor.

Ese condimento, el de la risa, la broma y la picardía para reírse del otro, pero también la humildad de saber recibir el contraataque, fue sin duda, el agregado fundamental que los hizo superar el lógico mal humor cuando los agobiaba el calor, las horas llenos de tierra hasta que conseguían dónde bañarse, las picaduras de tábanos y la hinchazón de la alergia, entre tantas otras circunstancias. Con humor pudieron levantarse las veces que se cayeron, pudieron frenar la amargura cuando el fuego estropeó las botas de “Beto” en vez de secarlas, o cuando un choque entre las bicicletas terminó torciendo una de las llantas. Y con esa misma actitud lo plasmaron hasta en dibujos cómicos, que acompañaron las fotos y las anécdotas del libro.

Foto: Dibujo de «Beto», dedicado a Susana y a su recurrente necesidad de parar para ir al baño.

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Foto: El «contraataque» de Susana, dedicado a los ronquidos de «Beto».

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Las travesías de la docente: el estallido del 2001


La historia nacional y las circunstancias quisieron que después de tanto planificar, la emblemática conexión entre Cutral Có y Ushuaia se diera en la previa del estallido económico y social de fines de 2001. Ya cuando los vecinos los despidieron con una bicicleteada en la ciudad, el ambiente en la calle era tenso, de hecho les costó recaudar el dinero para cualquier eventualidad en el camino, pero lo que nunca se imaginaron era que mientras ellos cruzaban el aislamiento de la estepa, iban a pasar tantas cosas en las zonas más urbanizadas.

“Cuando llegamos a un paraje conocido como “La Laurita” (Chubut), donde hay una estancia con ese nombre y una estación de servicio, decidimos que allí pasaríamos el fin de año (…) Armamos las carpas, comimos una mezcla de almuerzo – merienda y nos acostamos a dormir una siesta, acompañados por las hormigas negras que nos pasaban por encima. Beto fue a charlar con los dueños de la estación, que lo invitaron a mirar televisión. Vino sorprendido porque supo por el noticiero que ya habían cambiado tres presidentes, el país estaba convulsionado y nosotros no estaban ni enterados. La cena de fin de año consistió en “pollo deformado a la parrilla” (por lo apretado que lo traíamos en la carga de la bicicleta), papas con mayonesa y ensaladas, de postre ensalada de frutas en latas, sentados en unas sillas viejas que nos prestaron y cabeceando de sueño”, describió Susana para dar una idea del panorama.

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Dos meses después de esa ansiosa partida desde tierra neuquina, llegaron a lo que patagónicos y extranjeros acordamos en llamar “El fin del mundo”: Ushuaia. Parecía mentira, pero lo habían hecho posible. Tras el compartir con amigos y la recorrida por los sitios emblemáticos de la ciudad, a pesar de la copiosa nevada, se les mezclaban “las ganas de volver a casa con la pena de que esa travesía, esa gran aventura, había terminado”.

“Era 14 de febrero y nos invadió la tristeza del final, nos costaba el regreso. Lo emprendimos en avión y en 2 horas 50 minutos llegamos a Neuquén… Recorrimos por aire lo que nos costó dos meses de pelear con el clima, el camino, el frío y el cansancio. Nos fuimos admirados de la hospitalidad de los argentinos de la Patagonia y de los chilenos y argentinos de Tierra del Fuego. Las ganas de hacer travesías no se nos acabarían, ya emprenderemos otras para seguir disfrutando de la naturaleza y conociendo nuestro hermoso país. (…) Ojalá todos aprendieran a hacer lo mismo”, reflexionó Susana en ese momento.

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