Sus planes no salieron como pretendían, pero Bariloche les dio una segunda oportunidad

Flavia Recke y Pablo Fernández Treviño desembarcaron en la ciudad cordillerana en 2014. Tenían previsto firmar un contrato para administrar el restaurante de un hotel, pero esto se vio frustrado. Sin trabajo, se las rebuscaron hasta crear una fábrica de pastas caseras.

Diez años atrás, Flavia Recke y su pareja dejaban atrás su vida en Buenos Aires para embarcarse en un nuevo proyecto en Bariloche. Les habían propuesto tomar la concesión del restaurante de un emblemático hotel céntrico y aceptaron el desafío.

Pero los planes no salieron como esperaban. Cuando estaban por firmar el contrato, el contador les advirtió que las condiciones eran distintas a las propuestas y que no les convenía.

“Habíamos dejado todo en Buenos Aires. Nos vinimos con una mochila. No sabíamos qué hacer. Fueron momentos de mucha desesperación: ¿qué hacíamos sin trabajo? ”, comentó Recke, de 36 años. Había estudiado gastronomía en la Universidad de Morón; mientras que Pablo Fernández Treviño, de 35, había trabajado en el Ejército.

Flavia y Pablo, junto a sus dos hijos. Foto: Chino Leiva

Ese mismo contador les indicó que un amigo suyo necesitaba un encargado de cocina y de salón en su restaurante. Fue la primera señal de que la historia en Bariloche no estaba finiquitada.

“Pero no nos pagaban. Vivíamos prácticamente de las propinas. Pasaron los meses y nos fuimos de visita a Buenos Aires. Yo llevaba ocho meses de embarazo de mi primer hijo. Al volver a Bariloche, nos encontramos con que el restaurante había cerrado”, relató la mujer.

El primer paso fue mudarse a un departamento mucho más pequeño. La pareja decidió empezar a vender hicimos rosquitas y berlinesas para vender en la playa de Villa Los Coihues “donde nadie los conocía”.

Tiempo atrás, la familia instaló un local en el centro de Bariloche. Foto: Chino Leiva

Fue entonces que nació Agustín. Pero la pareja seguía sin encontrar trabajo. Empezaron entonces a producir sorrentinos y así empezaron los repartos, especialmente por la zona del oeste y por el barrio Frutillar.

“Siempre nos gustó hacer pastas y de hecho, el que nos había contratado en el restaurante nos había preguntado por qué no creábamos una fábrica de pastas. Alquilamos una casa con una heladera muy chica, pero tuvimos la suerte de que una conocida nos regaló una heladera vieja. Así empezamos de a poco”, señaló Flavia.

Llegaron a repartir 400 folletos ofreciendo las pastas. Pero ese año, se les fundió el motor del auto con el que hacían los repartos y el trabajo volvio a trabarse porque necesitaban juntar dinero.

Arrancaron con el armado de pastas caseras cuando se quedaron sin trabajo. Foto: Chino Leiva

Flavia consiguió trabajo en una fiambrería y Pablo, en una rentadora de autos. Recuerda que cumplían el horario de comercio y al regresar a su casa, alrededor de las 21, se ponían a armar sorrentinos.

“Un compañero de mi esposo se ofreció a arreglarnos el auto. Lo cierto es que estuvimos a punto de volvernos porque nos salía todo mal. Pero teníamos en claro que éste es nuestro lugar en el mundo y que algo iba a surgir. Además, empezamos a conocer a muchas personas que marcaron el camino de las pastas”, señaló.

Flavia y Pablo siguen cocinando como el primer día. Aseguran que es difícil delegar. Foto: Chino Leiva

La mujer recordó el primer llamado por un pedido con una sonrisa: «La señora me dijo que estaba gastando una llamada de línea a un celular y para que siguiera encargando, los sorrentinos debían ser muy buenos».

El boom, durante la cuarentena

La pareja aprovechó la cuarentena para ofrecer sorrentinos, ravioles y canelones caseros, a través de las redes sociales y los grupos de WhatsApp. Fue un boom. Los llamados aumentaban cada vez más. Flavia estaba embarazada de su segunda hija. Con las manos amasaba las pastas y con el pié, recuerda, movía el cochecito de la beba. «Bariloche nos resultó complicado. Pero solo queríamos trabajar y tener lo nuestro. Los domingos a las 7 hacíamos la masa, armábamos las 60 cajas y al mediodía, mi esposo salía a repartir«, relató.

Lograban reunir algo de dinero y lo invertían en una balanza o una mesada. Poco a poco, se fueron equipando.

Flavia estudió gastronomía en la Universidad de Morón. Foto: Chino Leiva

Dos años atrás, la pareja abrió el primer local de pasas al que llamaron «San Agustín» -por su hijo mayor- en el kilómetro 7 de la avenida Bustillo, donde ofrecen lasagnas, fideos, ñoquis, comidas veganas. «Todo es bien casero», aclaran. En el piso de arriba, instalaron una cervecería.

El logo de la firma es, nada menos, que un molino antiguo de piedra y las aspas en hierro forjado y madera. «Si uno ve el molino tiene como cicatrices, pero se mantiene intacto con el paso de los años. Es una fiel representación de nuestra familia. Indica que nosotros, al igual que el molino, tenemos cicatrices pero nuestra base es firme. Hay voluntad, resiliencia, paciencia, dedicación, fe en nosotros mismos contra todos los pronósticos«, sintetizó Fernández Treviño.

Los pedidos arrancaron a través del WhatsApp. Foto: Chino Leiva

Poco después, llegó el local del centro de Bariloche, en Tiscornia y Villegas. «Ese año nos fuimos de vacaciones y nos prometimos tomarnos esos meses con tranquilidad. Sin embargo, cuando pasamos por Tiscornia y vimos el local vacío, pensamos: ‘Tiene que ser nuestro’. Nos debíamos un local en el centro. Al mes siguiente, ya estábamos ahí«, dijo.

Hace cinco meses me corté la mitad del dedo con una máquina haciendo sorrentinos. Me dijeron que no podría cocinar más. No es una opción: amo lo que hago»,

Flavia Recke, 36 años.

Más allá de la venta a través de los locales, la pareja vende pastas a restaurantes y cervecerías.
Insisten en que siguen cocinando como el primer día. «Cuando elaboramos sorrentinos hacemos entre 100 y 150 cajas. Ahora, por suerte tenemos máquinas. Intentamos delegar, pero no se puede por más que tengas la receta. Por ahí, a los sorrentinos les ponían menos jamón o hacían la masa más finita y se rompía. Tuvimos que seguir armando las pastas. Solo tenemos un ayudante de cocina», acotó.

Dos años atrás, la pareja abrió el primer local de pasas «San Agustín» en el kilómetro 7 de la avenida Bustillo. Foto: Chino Leiva

Pastas San Agustin es parte nuestro, como un hijo más. Por eso, desde el día cero le pusimos cuerpo y alma y fuimos contra todos los pronósticos. Sabíamos que, con la fábrica de pastas, íbamos a salir adelante y llegar muy lejos»,

Pablo Fernández Treviño, 35 años.

Planteó la dificultad de mantener un emprendimiento pequeño en el contexto económico. «Tratamos de mantener la calidad por más que nos aumenten las cosas. Nos causa gracia porque muchos se sorprenden de que los sorrentinos llevan jamón. Claro, les decimos, si son de jamón y queso. Pero lo cierto es que en otros lados, usan los fiambres más baratos», afirmó.

Puso como ejemplo los ravioles de cordero: «Compramos la pata de cordero y la hacemos a la cacerola con verduras. Tiene una cocción de 3 o 4 horas. Eso lo procesamos y lo hacemos parte del relleno del sorrentino. Todo eso se hace manual. Igual que la trucha. Nuestras pastas no tienen conservantes. Es super casero«.

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