La vida junto al río: recuerdos de vecinos que ayudaron a construir el Puente Paso Córdoba
La estructura de hormigón armado fue un anhelo por décadas, hasta que comenzó la obra que impactó en toda la región. Dos matrimonios contaron cómo lo vivieron. ¡Imperdibles las fotos históricas!
«Solamente quiero manifestar mi reconocimiento por la buena voluntad con que este culto pueblo nos ha recibido”, dijo el por entonces presidente de la Nación, Arturo Illia, tras colocar la piedra fundamental del puente de Paso Córdoba, en 1964. “Después de varios años”, siguió, “puedo reconocer sin dificultad el gran progreso que ustedes, mujeres y hombres de Río Negro, han alcanzado con su esfuerzo magnífico y orgánico. Puedo asegurar que desde el gobierno de la Nación entendemos y comprendemos lo que valen ustedes y la necesidad que sienten de ser comprendidos. Esa es la razón por la cual, cuando el señor gobernador gestionó la realización de este puente, de inmediato se le prestó la seguridad y confianza de parte del gobierno para materializar esta obra», aseguró el jefe de Estado. Lo gracioso es que, al principio, de tanto esperarlo, los que no creían que se hiciera realidad el sueño de progreso eran los propios vecinos. Afortunadamente la promesa se cumplió y de allí salieron los recuerdos que compartieron con RÍO NEGRO Osvaldo “El Negro” Simón y Mario Osés, nacidos y criados en el sector. Ellos participaron en esa obra histórica para la conexión con la Línea Sur y aportaron a quitar otro obstáculo, en una provincia hecha de regiones separadas por la distancia.
Ya lo decía un vecino en una nota de archivo: “ese puente se hizo a pala”, porque no había máquinas como ahora. “Me acuerdo que trajeron a mucha gente a trabajar”, dijo ese hombre. Los registros hablan de 50 obreros que pusieron el cuerpo, en un contexto muy distinto al actual. Oriundos de Chile, otros de Paraguay y también de otras provincias, muchos encontraron esposa y se terminaron quedando, mientras que otros, como estos hermanos de crianza, ya conocían el “antes”, el “durante” y el “después” de este punto en el desierto, que baja a besar el río del lado sur, aunque éste le niegue su riego.
La historia del paso bautizado con el nombre del comerciante Antonio Córdoba, atraviesa a estos compadres desde 1939. Sus esposas sacan cuentas en voz alta y calculan que ya son cuatro las generaciones que vienen caminando juntas, desde hace más de 80 años. Osvaldo y Mario se miran y afirman que jamás hubo conflicto. Y si los hubo, por qué no, evidentemente no pudieron contra su lazo.
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“Ni los adobes del rancho que los cobijó (…) estuvieron tan pegados como ellos”, compuso José Larralde y la cita es acorde. Ellos no son hermanos de sangre, pero viven como si lo fueran, como le pasó primero a Ángel, el padre del “Negro” cuando quedó huérfano, y fue adoptado por los padres de Juana Pino, la madre de Mario. Después estos hijos de ellos, ya segunda generación, crecieron sentados a la misma mesa, aprendiendo juntos en la misma escuela, la N° 86 “Septimio Romagnoli” y jugando entre las mismas piedras. De la misma manera actuó su descendencia, hasta hoy.
Y mientras esa vida compartida y ensamblada transcurría, el nexo con el “Currú Leuvú” fue inevitable. Don Simón recuerda que su padre Ángel ya era “balsero” y que su abuelo Vicente, el que vino de España, dirigía un carro para sus ventas como mercachifle, por lo que siempre urgía “cruzar el agua”, atravesar un río sin represas, que empujaba, crecía y arrasaba sin pedir permiso.
Gladys Montanaro, esposa de Mario, hija de italianos, recuerda muy bien el acto con Illia, porque al día siguiente nació su hijo Sandro. Octubre de 1964, “y yo andaba ahí metida”, contó entre risas, pensando en su embarazo avanzado. ¿Cómo no acercarse a ver? Si las radios y los titulares del RÍO NEGRO habían anticipado el acontecimiento con bombos y platillos, porque arribaría nada menos que el presidente de la Nación, que fue recibido en el aeropuerto de Neuquén por los gobernadores Felipe Sapag, de Neuquén, Carlos Nielsen de Río Negro y hasta Roque González, de Chubut.
El silencio del sencillo caserío junto a la barda y las antiguas balsas, a casi 60 kilómetros del aterrizaje, se cortó con la llegada de la comitiva de funcionarios y la prensa, listos para la foto de ese día histórico. «Un momento trascendental para los rionegrinos que aspiran a la grandeza de su propia tierra», describió el epígrafe en la edición impresa, mientras que un almuerzo criollo popular para 6500 personas en el predio del Establecimiento Canale, le puso broche a la visita.
Casi cinco años pasaron desde ese momento hasta que se pudo usar el ansiado puente. Costó 330 millones de pesos “viejos”, como se les decía antes. “Con la habilitación desaparecieron los inconvenientes derivados de la utilización del servicio de balsa, que si bien cubrió una importante función desde la primera década del siglo, comportaba un permanente riesgo y exigía sacrificios a los viajeros y transportistas por su limitada capacidad de embarcación”, explicó la profesora de Historia de la UNCo, Esther Maida, basándose en el Archivo de este medio.
Según su repaso y las anécdotas de los pobladores, “la llegada a deshora, obligaba a los usuarios a pernoctar en las cercanías de la balsa hasta las 6 de la mañana del día siguiente”. Buscando dar solución a estos trastornos, se fueron abriendo algunos boliches con pensión, lo que trajo movimiento al lugar. Y sumado el tren al transporte que ya realizaban los carros tirados por animales, muchos almacenes de ramos generales y afines prosperaron en el incipiente Roca, de las primeras décadas del 1900. Según los enumeró la profesora Maida, fueron Amoretti, Alfredo Viterbori, Algán Estampa, Miguel Yunes, Félix Isla, Agustín Fernández, Federico Escudé, Nicanor Fernández, entre otros.
Antonio Córdoba era uno de ellos también, llegado al valle en 1894 y que abrió su tienda junto al río en 1907. Él agregó sucursales hacia el sur (El Cuy; Michihuán, cerca de Mencué; Pitralcó y Lagunitas, mientras que su socio Algán Estampa avanzó hasta Comallo y de allí a Maquinchao). Gracias a la balsa que el gobierno nacional le dio permiso para instalar en mayo de 1908 y a los caminos que mandó a abrir para unir sus almacenes, afirmó la autora, la zona logró vías de comunicación menos extensas, que demandaban menos días de viaje y con pozos de agua para abastecerse en el camino.
Pero a veces las violentas y periódicas crecidas del río llevaban a la suspensión del precario servicio o exponían a graves riesgos a pasajeros y operarios. Fenómenos como éste último, generados a causa “del deshielo”, explicó Simón, “nunca más se vieron así de grandes, como la del año ‘45 por ejemplo”. Heredero del oficio de su padre, Osvaldo también trabajó cruzando el río, en los tiempos en los que para pasar con un camión que llevaba “cascos” de vino (barriles o bordalesas), por ejemplo, había que descargarlo en la orilla, subir el vehículo vacío a la balsa para dejarlo en la ribera opuesta y volver a la partida para hacer el mismo procedimiento con los recipientes de madera llenos de bebida.
Antes de su camada, pasaron por el puesto Crespín y Tomás Raninqueo (padre e hijo), Francisco Núñez, Belisario Huanupe y tantos otros. Por casi 60 años estuvieron en esas condiciones, hasta que por fin llegaron las gestiones necesarias: el solicitado puente, como ya tenían Viedma – Patagones desde 1931, Neuquén y Cipolletti desde 1937 y Choele Choel desde 1949.
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Osvaldo y Mario se encontraron allí trabajando también, aunque en sectores distintos. “El Negro”, como empleado de Vialidad Provincial, que iba “de prestado” a la obra, como dice él, porque en realidad eso estaba a cargo de la empresa “Ing. Carlos Bacigaluppi S.A.”, junto a Rodio y Francki, pero a él le pedían que descargara ripio para armar los terraplenes que necesitaba la construcción monumental. Y Mario fue parte de la cuadrilla de obreros que “hormigoneó” horas enteras para rellenar los pilotes, de hasta 20 metros los más altos, que sostuvieron al puente desde el agua, empotrados en arenisca compacta.
Los protagonistas de esta nota recibieron a RÍO NEGRO en el puesto “La Tuviana”, al que se llega viajando del lado sur, por Ruta 6, hasta las ermitas de santos que marcan el nexo con Ruta 7. Desde ahí el camino continúa a la derecha, por unos cinco kilómetros al natural, sin aslfato. En esa charla, mate de por medio y tortas fritas recién hechas, Mario habló de las jornadas extenuantes de trabajo vaciando bolsas de cemento en una especie de hormigonera gigante o empujando un carro pesadísimo. Gladys, su esposa, lo veía llegar y recostarse hasta la cena, aunque a veces el desgaste era tanto que dormía hasta el día siguiente, sin despertarse ni para comer.
Las fotos de esos meses, guardadas en el Archivo de este medio, muestran a trabajadores como él, en plena labor, cubriéndose del sol con alguna boina, usando pantalón de trabajo o bombacha gaucha, alpargatas en los pies, algún chaleco de lana en días más frescos, camisa arremangada en verano, campera cerrada y gorro cuando ya apretaba el frío. Sin posibilidad de encender al menos una fogata cerca para entibiar el cuerpo o cebar un mate reparador, se limitaban a comer la vianda que habían llevado, nada de sandwich, mejor guisos o bifes con cebolla para reponer energía.
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Al momento de ingresar en ese desafío Mario estaba desempleado, por lo que no escatimó en voluntad. De las primeras tareas en los pilotes del puente, pasó a hacer el mantenimiento de las máquinas y a acondicionar el paso de la actual Ruta 6 lado norte, cortando frutales con hacha para abrir la calzada, cargando piedra a pala y moviendo a disco el terreno. Vivió esos meses junto a compañeros como Muñoz, Colipe, Lagos y otros más, hasta que volvió a las labores de embalador en el galpón de empaque “La Flor del Valle”, donde terminó jubilándose. Allí también trabajó su mujer, con la que llevan 62 años juntos. El sueldo que recibía en temporada, a metros de la escuela donde cursaron la primaria, le sirvió hoy a Mario para dimensionar que en la obra del puente le pagaban la mitad.
Memorioso, “El Negro” recordó por su parte, que durante la incesante tarea que hoy nos conecta con la Línea Sur, el paso del agua arrasó varias veces con los avances de terraplenes, encofrados y hasta con la vida de un obrero, cuando el agua empujó y el hombre estaba sujeto con una soga en el fondo, mientras trabajaba. Como empleado de Vialidad, en algún momento le tocó salir al rescate de alguna maquinaria mientras que otras directamente, se recuperaban cuando bajaba el caudal.
Hoy, la vida encuentra a estos pobladores repartiendo su día a día entre “el campo” y “el pueblo”, aunque ya no como antes, cuando se movían en bicicleta, como hacía Mario, o en canoa hasta el puente, como se animaba Osvaldo. Completaba recorrido hasta el centro a bordo del colectivo de la empresa “La Balsa”, que estuvo desde siempre. Casado con Norma Amestoy, él tuvo tres hijos, mientras que los Osés – Montanaro tuvieron dos. Y aunque sus viviendas están en el pueblo, cerca de la UNCo una y en Stefenelli, la otra, el corazón de los cuatro sigue como la margen sur, besando al río, de frente al viento.
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