La obesidad puede trastocar la capacidad del cerebro de sentir saciedad (y no es fácil de revertir)
Un estudio comparó las respuestas al azúcar y las grasas de personas con un marcado exceso de peso y otras más delgadas. En el primer grupo, se notaron alteraciones en algunas regiones del cerebro al suministrarles los nutrientes que se mantuvieron incluso luego de que bajaran de peso.
Según un estudio realizado en los Estados Unidos, la obesidad podría dañar la capacidad que tiene el cerebro para reconocer ciertos nutrientes y sentirse satisfecho. Además, esta alteración no se corrige incluso luego de perder peso.
¿En qué consistió el estudio sobre obesidad?
El estudio Brain responses to nutrients are severely impaired and not reversed by weight loss in humans with obesity: a randomized crossover study (Las respuestas cerebrales a los nutrientes se ven gravemente afectadas y no se revierten con la pérdida de peso en humanos con obesidad: un estudio cruzado aleatorizado), publicado el último lunes en la revista Nature Metabolism, buscaba saber cómo las grasas y la glucosa activaban individualmente diversas zonas del cerebro que se vinculaban con las sensaciones de saciedad y gratificación. Y comparar si estas sensaciones variaban en función del peso de las personas.
«Nos interesaba especialmente el cuerpo estriado, la parte del cerebro relacionada con la motivación para buscar comida y comerla«, señaló la Dra. Mireille Serlie, profesora de endocrinología de la Facultad de Medicina de Yale y una de las investigadoras que llevó adelante el estudio, según recogió CNN. El cuerpo estriado es una parte del cerebro importante a la hora de formar hábitos.
¿Cómo se hizo?
La investigación consistió en un ensayo clínico controlado en el cual participaron 58 personas divididas en dos grupos: 30 de ellas eran consideradas médicamente con obesidad (tenían un índice de masa corporal superior a 30), mientras que el resto tenían un peso promedio (su índice de masa corporal era inferior a 25).
Cada noche previa a las jornadas del ensayo, ambos grupos cenaron lo mismo en sus casas y se presentaron en ayunas al día siguiente. Los investigadores les pusieron una sonda a través de la cual les administraron (en días separados) glucosa, grasa y agua (esto último como una forma de control). Mientras los nutrientes eran suministrados, se registraba la actividad en las distintas subregiones del cerebro usando técnicas como la resonancia magnética funcional y un tipo de tomografía computarizada llamada “por emisión monofotónica”.
¿Qué detalles se tuvieron en cuenta?
En el estudio, los nutrientes fueron administrados directamente en el estómago mediante una sonda de alimentación. «Queríamos pasar por alto la boca y centrarnos en la conexión intestino-cerebro, para ver cómo los nutrientes afectan al cerebro independientemente de ver, oler o saborear los alimentos», explicó Serlie.
A partir de esto, tuvieron en cuenta dos indicadores. Por un lado, el grado de estimulación del cerebro (en las resonancias magnéticas se iluminaban las zonas que eran estimuladas como reacción a un alimento). Por otro lado, se midió la segregación de dopamina, una hormona relacionada al sistema de recompensa y el placer.
¿Qué descubrieron?
En personas con un IMC menor a 25 las señales cerebrales del cuerpo estriado se hicieron más lentas cuando se introducían azúcares o grasas en el sistema digestivo, lo que evidenciaba que el cerebro reconocía que el cuerpo había sido alimentado. Es decir, ocurría lo esperable. En este grupo, además, los niveles de dopamina aumentaron (los centros de recompensa estaban activados).
Pero estas no fueron las respuestas en el grupo de personas con obesidad. No solo la actividad cerebral no se ralentizó, sino que tampoco se incrementó la segregación de dopamina. Esto ocurrió, sobre todo, al suministrarles grasas.
Según Serlie, los descubrimientos sugieren que “esas adaptaciones cerebrales en personas con obesidad pueden afectar el comportamiento alimentario”, según reseña Stat News.
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¿Cómo siguió el estudio?
Uno de los aspectos que los investigadores destacaron es lo que ocurrió luego de estos descubrimientos iniciales. Se les pidió al grupo de personas con IMC mayor a 30 que bajaran un 10 % de peso en un lapso de 12 semanas, tras lo cual volvieron a registrar las reacciones de sus cerebros al suministrarles azúcares y lípidos.
Ese 10 % no fue un número al azar: se sabe que esta reducción alcanza para mejorar índices de glucemia o el metabolismo, según explicó Serlie. Sin embargo, la pérdida de peso no repercutió en los mecanismos cerebrales estudiados en este ensayo.
“Nada cambió”, dijo Serlie. Si bien la investigadora aclaró que con más tiempo o un mayor descenso de peso los resultados podrían ser distintos (por lo que se necesitan nuevos estudios), el hallazgo permite entender por qué para muchas personas es tan difícil bajar de peso.
Serlie dijo que espera que su investigación haga que más personas empaticen con quienes tienen obesidad y ayude a entender uno de los mecanismos por los cuales es tan difícil para algunas personas bajar de peso. En la misma línea, el experto en neurociencias Paul Kenny, que no ha participado del estudio pero ha estudiado previamente cómo reacciona el cerebro al comer, señaló que “muchas veces la gente piensa que si tenés sobrepeso es tan simple como dejar de comer y perder peso. Pero ensayos como este señalan que no es así de sencillo”.
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