Enfermera de pueblo: Angelita y sus 100 años desde Tricao Malal hasta Allen

Nacida en familia de crianceros, aprendió a atender la salud de los demás y con eso todo cambió.

Ángela Cisterna dice su DNI, pero varias generaciones la conocen como “Angelita”. Vino al mundo un 10 de Mayo de 1924, hace poco más de 100 años. Enfermera de oficio, encontró en Allen un sentido para su vida y lo abrazó con lealtad.

“¿100 años? ¿Nada más?”, dijo con humor durante la charla con RÍO NEGRO. Ella bromeaba, pero lo cierto es que no se le notan, salvo por su lentitud al caminar y por algunos olvidos lógicos. Para lo demás, está llena de vitalidad y picardía, mucho más si las preguntas la llevan a recordar quién era esa niña que pasó la infancia en el norte neuquino, a 40 kilómetros de Chos Malal, aunque su DNI sólo se limite a indicar que viene de “Neuquén”. Tricao Malal es el sitio que la vio nacer, “más o menos” la del medio, dice ella, entre nueve hijos que tuvo el matrimonio de José Cisterna con Teresa Orellana, ambos argentinos, pero como el resto de pobladores, habituados a cruzar hacia el vecino país de Chile.

Puede que Angelita dude de otros datos o se impaciente por esos apellidos que se le escapan de la punta de la lengua, pero habló de sus padres con todo el convencimiento, evidente hasta en el tono de voz. Y con la misma certeza dijo que haber venido al Valle “le cambió la vida” y que si bien fue “fea” la adaptación, nunca quiso volver atrás. ¿Cómo añorar el frío extremo, con nieve hasta la rodilla y apenas una falda como abrigo para cubrir sus piernas? Tampoco extrañó la violencia que sufría su madre ni la división con la que funcionaba la familia, organización que las mantenía a ella, Teresa y a algunas hermanas cuidando chivos y ovejas en pleno campo, de la mañana a la tarde, mientras sus hermanos vivían en el pueblo con su padre, en la siembra de maíz y trigo, pero con permiso para ir a la escuela.

Foto: Florencia Salto.

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Angelita vino a conocer el aula recién a los 15 años, por un arreglo entre Don Cisterna y el director de aquellos meses de 1939 en el colegio N°24: no era para que aprendiera, sino para que saciara la curiosidad que le generaban las anécdotas que escuchaba sobre el pizarrón y “esas cosas”. Las primeras nociones sobre cómo leer y escribir le llegaron por lo que aprendía del resto, incluidos algunos primos. Lo demás, lo incorporó años después, gracias a la insistencia de su nuevo entorno.

En consonancia con esa vida estricta, cuando se mudaron a Allen y se acercó un matrimonio recién llegado del Litoral a ofrecerle trabajo, Teresa, la madre de “Angelita”, desconfió y le negó el permiso para aceptarlo. Los Cisterna vivían en la misma casa que mantienen hasta hoy, sobre calle Eva Perón al 900, después de dejar todo para seguir la invitación de uno de los hijos varones, que ya había tomado la iniciativa de venir tiempo antes.

Moisés y Regina, el matrimonio que la incluyó como parte de su familia. Foto: Proyecto Allen.

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Los Eidilstein, por su parte, Moisés y su esposa Regina Mizrahi, también buscaban su camino. Él con 29 años, hacía poco que se había recibido de médico y en este pueblo de la lejana Patagonia lo habían aceptado con muchas expectativas. “Hacemos su presentación al público de Allen y su colonia, augurándole éxito entre nosotros”, publicó la nota del diario “La Voz Allense” en su edición del viernes 18 de julio de 1947, según el archivo de Ignacio Julio Tort.

Papá llegó solo en 1947, a principios de 1948 fue a casarse con mamá y se vinieron a vivir a Allen en la casa que alquilaron y que con el tiempo compraron. A fines de 1948 nació Marta, en 1951 Jorge y en 1955 llegué yo”, explicó Carlos Eidilstein, en diálogo con este medio. Ese año, 1951, fue el que marcó la llegada de “Angelita” a sus vidas.
Entre sus primeros empleos la protagonista de esta nota había podido conocer la labor en la Fábrica “Bagliani”, dedicada a las conservas, y también el trajín de mozos y cocineros en uno de los hoteles de la época, el “Lisboa”, hoy ya desaparecido.

Los nuevos vecinos tenían todo el reconocimiento, pero necesitaban a alguien de confianza que los ayudara con su nuevo hogar y que acompañara a la esposa del médico, en el último tramo de ese segundo embarazo. El ex patrón de “Angelita” fue entonces el que trajo la recomendación desde el hotel. “Les dijo que yo era buena y ellos no conocían a nadie”, contó nuestra entrevistada. A pesar de la negativa de su madre, empezó a trabajar con ellos y, si bien fue como servicio doméstico, pronto sumó más y más conocimiento.

La llegada del nuevo hijo de los Eidilstein ocurrió pronto, parto en la casa familiar, a la vieja usanza y eso ya le sirvió para sumar experiencia. Pese a lo que se acostumbraba a aprender en el campo, donde las distancias obligan a las mujeres a dar a luz solas muchas veces, “Angelita” no sabía nada de eso. “El único parto que conocía era el de las chivas, pero siempre había una partera”, dijo entre risas.

Del lado derecho, «Angelita» y Regina. Foto: Gentileza Carlos Eidilstein.

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Foto: Proyecto Allen.

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Estando con los Eidilstein y ya con los pacientes que iba recibiendo Moisés, se fue empapando de a poco con las primeras intervenciones. Con el tiempo, se formalizó la apertura del “Sanatorio y Maternidad Allen”, sobre calle Tomás Orell casi Aristóbulo del Valle y con ese hecho, se consolidó también el oficio de “Angelita”. En esa institución donde su jefe trabajó junto a otros tantos profesionales de la salud, esta vecina solía cubrir los horarios nocturnos, atenta al timbre de la guardia.

Aprendió a colocar inyecciones, cuando Moisés le enseñaba tomando como ejemplo el trabajo con otros pacientes, y atendió infinidad de accidentados. “Una vez llegó una mujer embarazada preguntando por él, pero el doctor había salido, así que la recibí yo. No alcanzó a terminar de subirse a la cama y de acomodar las piernas, que ya había salido la nena (…) si habré pasado sustos, era una responsabilidad muy grande, pero aprendí enseguida”, reconoció.

«Angelita» en el extremo izquierdo, junto a sus compañeras del Sanatorio. Foto: Proyecto Allen.

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El Sanatorio Allen, en la década del ’70. Foto: Proyecto Allen.

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Foto: Proyecto Allen.

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Infaltable era su presencia de guardapolvos y zapatillas en las recorridas que los médicos hacían en la zona de chacras, cuando era mucho más poblada que ahora y se acostumbraba a recibir la consulta a domicilio. También cuidó con amor a muchos recién nacidos, aún a pesar del miedo que le generaba: “Era algo muy delicado, no alcanzaba con mirarlos respirar nada más”, afirmó.

En paralelo, esta neuquina atendió a sus padres y a una hermana en sus últimos años de vida y trabajó como “clasificadora” en un galpón de empaque conocido como “Spina”, ubicado cerca de su casa, sobre calle Eva Perón. Literalmente dormía cuando podía, reconoció. Si bien es cierto, tenían que cubrir muchos gastos en su familia, todo hace pensar que era la única forma de vivir que conocía: trabajar y trabajar, no se lo cuestionaba. “Hasta que un día el doctor [Marcelo] Moneta le dijo: ‘decíme, ¿cómo aguantas?’ y me reclamó que empiece a cuidarme”, contó “Angelita”.

«Angelita», sonriendo entre sus compañeras clasificadoras – Foto: Proyecto Allen.

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En medio de tanta dedicación y por motivos que sólo ella conoce, nunca formó una familia ni tuvo hijos propios. Atrás en la adolescencia quedaron como anécdotas los recuerdos de esos dos muchachitos de Tricao Malal que en distintos momentos pretendieron su corazón y que ella se encargó de echar, cuando quisieron declararle su amor, a pesar de los retos de una de sus hermanas. Lo que sí hizo, porque voluntad y empatía no le faltaban, fue ayudar a criar a los más chicos de su entorno, como en el caso de Walter, un sobrino, que se convirtió en enfermero como ella, al igual que otros dos parientes más, en la misma profesión. Él es quien hoy se ocupa de todos sus trámites y necesidades de salud, en otro año más que cumple también como trabajadora jubilada.

Los 100 años la encuentran tranquila, cariñosa y compartiendo con los descendientes de aquel matrimonio que supo integrarla como una más. También llorando la partida de Jorge, el reconocido piloto de automovilismo regional, a quien ella siempre cuidó como su “regalón”.

Hasta hace poco, vivía sola en su casa de siempre, pero la vejez no llega sin consecuencias: a causa de varias caídas por sus dificultades para caminar, sus seres queridos optaron por llevarla a vivir con una vecina, Guillermina Garcés, la misma con la que se encontraban en la vereda, en una tarde cualquiera, a conversar un rato. En ese nuevo hogar fue donde recibió a este medio y atendió una llamada al teléfono fijo, de parte de Manuel, otro de sus sobrinos, que ahora vive en Neuquén. Preocupado por esa dificultad que ella registra en el andar, él opinó: “Serán los años”, a lo que “Angelita” le respondió: “Noo, ¡es la juventud que tengo!”. Y con eso bastó para que volviera a sonreír.

Foto: Florencia Salto.

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