El libro sobre la muerte digna de Marcelo Diez en Neuquén: «una persona no es una cáscara de nuez»
Su hermana Andrea escribió la crónica "Tanta belleza", que comienza el 23 de octubre de 1994, cuando un accidente en la Ruta 22 dejó al joven en estado vegetativo, hasta el fallo de la Corte que autorizó el retiro del soporte vital, 20 años después.
En agosto de 1978 Marcelo Diez cursaba el segundo año del secundario en el colegio San Martín de Neuquén capital. Era el mayor. Su mamá, Trudy, tenía reservada como todos los meses la revista Selecciones Reader’s Digest. Estacionó mal el Renault break marrón, bajó y retiró el ejemplar número 91 por el quiosco, que estaba en la plazoleta de avenida Olascoaga. Aburridos en el auto, Marcelo y su hermana Adriana la hojearon. En la página 132 había un artículo sobre el caso de Karen Ann Quinlan, una chica de los Estados Unidos que había entrado en estado vegetativo. Lo leyeron. «Si alguna vez me pasa algo, a mí me dejás morir», dijo Marcelo con 14 años. Adriana nunca lo olvidó. Cuando se lo contó a Andrea, la más chica de los tres, ella preguntó qué fue lo que los asustó:
—Nos pareció horroroso que te quedaras así, sin poder expresar nada… creo que el miedo fue ese, el miedo a quedar así.
Muerte digna, el debate que viene
«Tanta belleza: las dos muertes de Marcelo Diez» es el libro en el que Andrea recuerda aquel 23 de octubre de 1994, cuando le cambió el día de franco a su compañero del diario, Mario Rojas, y eso le permitió estar en casa un domingo y atender el teléfono. Marcelo, ya con 30 años, había tenido un accidente con la moto en la Ruta 22. Producto de una infección intrahospitalaria, en 1995, quedó en estado vegetativo permanente.
«Era difícil de entender. Mi hermano estaba vivo, pero Marcelo nunca iba a regresar. No tenía cura, pero tampoco una enfermedad terminal. Era una lesión eterna que no podía revertirse ni tampoco acelerarse«, escribió en esta obra de no ficción, en la que combina su triple condición: protagonista, testigo y narradora.
Lo inaceptable no era la muerte, sino la imposibilidad de cura
Andrea es periodista. Nació en Neuquén, donde organizó una de las agrupaciones feministas pioneras en la región: «Mujeres por el Derecho a Decidir». Publicó como autora y editora estudios sobre violencia sexual en contexto de conflicto armado interno y empoderamiento de las mujeres populares, en Guatemala y Ecuador. Tuvo una larga estadía en Italia, país en el que fue mamá.
Le costó 15 años reconocer que no era la muerte de su hermano lo que se negaba a admitir. No fue el accidente lo que transformó su vida para siempre, sino asumir que tenía que tomar una decisión.
«Si yo aceptaba que él no se iba a recuperar, ni iba a regresar, era aceptar que él no hubiese querido quedarse vivo así y tenía que hacer algo para ayudarlo», aseguró en una entrevista con Diario RIO NEGRO.
«Marcelo como todas las personas en estado vegetativo no puede morir por si misma. Por qué es una lesión cerebral en un cuerpo sano, pero es una enorme paradoja lo que te toca vivir en esas circunstancias, porque la persona ha dejado de ser ella misma, pero está allí, su cuerpo respirando. Entonces decidimos el retiro del soporte vital, que era la alimentación y la hidratación, o como yo misma le contaba a mi hija, ayudarlo a morir, decidimos con Adriana ayudarlo a morir a Marcelo», explicó.
Ambas invocaron aquella expresión de voluntad que él había manifestado en el invierno de 1978.
Los demonios
Cuando en abril de 2009 Adriana hizo el planteo formal en Luncec, lugar en el que estaba internado, recibió la primera de una seguidilla de negativas. «Se desatan una serie de demonios que nunca imaginamos que nos iban a suceder entre integrantes de la burocracia, de la política, de la iglesia, y de los poderes digamos, fácticos, que molestan en este tipo de situaciones y que nunca imaginamos que íbamos a tener que atravesar», afirmó Andrea.
«Las hermanas lo abandonaron», «asesinas», «nadie lo visita», «hay una herencia» era el murmullo que corría entre quienes rechazaban la determinación de sus hermanas. En el libro Andrea contó que sus propios padres murieron «quebrados (también) económicamente», y reveló detalles del encuentro con el entonces obispo Virginio Bressanelli, que en sus homilías convocaba a las familias de Neuquén a anotarse para cuidar a Marcelo.
«Este libro me permite explicar lo que efectivamente sucedió. El sentimiento profundo de la rabia ciega, y de la impotencia de no poder protegernos entre nosotros tres en ese momento. Marcelo fue irrespetado, Marcelo fue cosificado, Marcelo fue utilizado por un montón de personas y el mensaje es ese: Marcelo se merecía más respeto«, remarcó Andrea.
En la crónica lo sintetizó con maestría: «¿Qué creían que era un estado vegetativo? Y sobre todo, ¿qué querían ver en Marcelo? Lo que se mostraba en esas visitas guiadas era que Marcelo movía los brazos. Que se rascaba. Que si lo pellizcaban retiraba la mano. La respuesta era mecánica y repetitiva. Y aun así, lo deshumano no se concentraba en la respuesta, sino en quien demandaba y celebraba con gozo esa repetición».
Además aborda una dimensión mucho menos visitada: el rol del familiar cuidador. Aquella persona que debe extinguirse por el otro, que debe abandonar su propia vida. «Vos tenes que responder a ese estereotipo para que el Estado o la institución privada responda a tus demandas, sino te correspondes con ese estereotipo difícilmente te ayuden», subrayó.
Al sol
El Tribunal Superior de Justicia de Neuquén resolvió en 2013 respaldar el pedido de «muerte digna» de Adriana y Andrea. Los jueces Oscar Massei y Evaldo Moya consideraron que la ley de derechos del paciente aplicaba en este caso, y que debía definirse en el ámbito familiar. El entonces defensor, Ricardo Cancela, apeló.
«Nosotras llegamos a la Corte Suprema de Justicia de la Nación sin un solo peritaje que dijera que Marcelo se podía recuperar. No hay un médico que firme «se desaconseja el retiro del soporte vital». Llegamos a la Corte sólo por lo que las personas decían», enfatizó Andrea.
El 7 de julio de 2015 un ministro de la Corte le anticipó al presidente de la Conferencia Episcopal Argentina lo que habían resuelto. Autorizaron el cese del soporte vital (hidratación y alimentación artificial), entendido no como una práctica eutanásica sino «una abstención terapéutica que sí se encuentra permitida». Valoraron la expresión de voluntad que él había hecho y que Adriana atesoraba en su memoria.
Andrea precisó que su salud ya venía deteriorándose y murió después del fallo. «Privadamente pero al sol», sin esconderse.
Tras la sentencia del 2015, Andrea señaló que «las imágenes» de lo sucedido le llegaban. «Esas imágenes empezaron a aparecer en palabras, en frases. No es un libro que busca enseñanza, no es un libro de autoayuda, es lo que pude escribir», sostuvo.
Indicó que nunca buscó un texto autocomplaciente, sino un relato literario. Quizás por eso su parte favorita dice así: «Una persona no es una cáscara de nuez. Una persona es aquello que elige recordar, el diminuto libre albedrío del hacer, incluso cuando te convierten en esclavo. Es la contemplación ignorante de la belleza, el invisible motor del deseo, nítido y turbio al mismo tiempo, que nos hace únicos. Una persona es su miedo a morir. Incluso su propia prisión, eso es una persona. Pero nunca es un envoltorio vacío, sin nada de eso adentro».
En agosto de 1978 Marcelo Diez cursaba el segundo año del secundario en el colegio San Martín de Neuquén capital. Era el mayor. Su mamá, Trudy, tenía reservada como todos los meses la revista Selecciones Reader's Digest. Estacionó mal el Renault break marrón, bajó y retiró el ejemplar número 91 por el quiosco, que estaba en la plazoleta de avenida Olascoaga. Aburridos en el auto, Marcelo y su hermana Adriana la hojearon. En la página 132 había un artículo sobre el caso de Karen Ann Quinlan, una chica de los Estados Unidos que había entrado en estado vegetativo. Lo leyeron. "Si alguna vez me pasa algo, a mí me dejás morir", dijo Marcelo con 14 años. Adriana nunca lo olvidó. Cuando se lo contó a Andrea, la más chica de los tres, ella preguntó qué fue lo que los asustó:
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