De Salta a Villa Llanquín: la búsqueda de un maestro que echó raíces en la Patagonia

La crisis de los ‘90 lo llevó a buscar futuro en el sur. Así arribó al Valle, con su esposa embarazada. Iban a seguir viaje, pero algo lo dejó prendado en Río Negro.

La experiencia de Héctor Ortiz, docente salteño, se divide en tres instancias desde que llegó a la Patagonia: el deseo, las circunstancias y una elección determinante. Maestro rural en Villa Llanquín, pudo superarse y encontrar su lugar.

Una mochila, una frazada y 100 pesos fue todo el capital que trajo a cuestas este hijo de Metán, después de que las privatizaciones en los ‘90 se robaran la esperanza de su pueblo de origen. Sandra Teseyra ya era su compañera de vida y cargaba en su vientre al hijo de ambos. Juntos llegaron en pleno otoño, abril de 1992, a las calles de Cipolletti, donde una invitación amiga los hizo quedarse y una casa alquilada fue el primer hogar, a una cuadra del cementerio municipal.

“Mi sueño en realidad era ser guardaparque y llegar a Tierra del Fuego”, confesó Héctor en diálogo con RÍO NEGRO, pero no se animó a completar la Licenciatura en Recursos Naturales que se dictaba en su provincia. De regreso a Metán, lo único que había para estudiar era la docencia, así que con ese título llegó al Alto Valle, donde le dijeron que había trabajo. Aquí “hizo vida de japonés”, en el suelo, porque con Sandra ni siquiera tenían muebles para organizar, en aquella vivienda de calle Paraguay al 1300.

Foto: Gentileza.

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En esas circunstancias estaban los Ortiz – Teseyra, cuando conocieron la hospitalidad regional. No siguieron viaje al fin del mundo, pero ¿cómo salir adelante? Víctor, un almacenero en las 400 viviendas, fue el que le terminó prestando las cosas que a su vez, otro amigo le había dejado al cuidado mientras trabajaba fuera de la ciudad. “Así, de la noche a la mañana, tuvimos cama, mesa, sillas, heladera y hasta cubrecama”, contó Héctor, valorando semejante muestra de confianza.

Con eso se acomodaron los primeros meses, en los que experimentaron las típicas heladas regionales y el aviso de sus vecinos: ‘ojo que mañana van a amanecer con la nariz negra, pero es por las quemas que hacen los chacareros para cuidar la fruta’. En Salta, ellos sólo conocían el temor al granizo y la sequía, pero la Patagonia de a poco, les fue mostrando sus matices de vida cotidiana.

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Ese mismo hollín fue el que ensució el guardapolvo de Héctor, ya convertido en padre de Gastón, en las frías mañanas pedaleando hasta la Escuela 50, de barrio Labraña, una de las tantas por las que pasó “juntando horas”. Y con ese mismo uniforme se hizo un lugar en el colegio que se ubica en el límite con Fernández Oro, el N° 121 de La Falda, al punto de convertirlo en su hogar por una buena temporada.

Desde ese tiempo en la periferia cipoleña, sin el asfalto y los actuales loteos, este maestro fue juntando experiencia para superar las distancias, la incomunicación y la falta de servicios. Una radio VHF fue de gran ayuda para convocar una ambulancia, a los bomberos y hasta a algún taxi que sirviera para las salidas al centro de los vecinos o de flete para traer mercadería comprada. “Los chacareros me regalaban uvas, peras, manzanas y yo iba a buscar leña, salía a cazar martinetas y liebres, hacíamos empanadas y compartíamos con los amigos que íbamos haciendo”, contó.

Hoy sus oídos siguen atentos al parlante, pero de Radio Nacional, esperando el “mensajero rural”, en el otro extremo de la provincia, hacia donde partió buscando la montaña que añoraba de jovencito. El sueño de comprarse una moto para seguir recorriendo paisajes también lo llevó a buscar un mejor sueldo y Villa Llanquín fue el sitio elegido, aún a costa de dejar la estabilidad que había logrado en Cipolletti.
Instalado en el paraje, a la vera de la Ruta 237 en dirección a Bariloche, hoy es docente auxiliar en la Escuela Hogar N° 245 “Dulce Limay”, de jornada completa. Esa nueva vida lo llevó a adaptarse a una zona cuyos 300 habitantes necesitan de una balsa para cruzar el río Limay y llegar a zonas más pobladas.

La balsa local – Foto: Comisión de Fomento.

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Comunidad bañada por aguas cristalinas y un cautivador entorno, pero que también necesita más transporte para que los pobladores no tengan que seguir viajando “a dedo” con camioneros conocidos o que en caso de emergencias no tengan que esperar que la autobomba llegue desde Pilcaniyeu y la ambulancia desde Dina Huapi, tal como contó Héctor. Situaciones que demandan acompañamiento pero que marcan también el alto costo de una tranquilidad que muchos quieren cuidar, manteniendo lejos las desventajas de la urbanización.

La lejanía con Salta hizo que este “rionegrino por adopción” se perdiera momentos importantes: la fiesta de “15” de su ahijada, los casamientos de sus hermanos, el último adiós a su abuelo y a un tío, también en estos días un nuevo cumpleaños de sus padres. Pero aún con ese panorama, a pesar de todo, mantiene día a día esa elección determinante que lo llevó al interior rionegrino. «Amo estar en el aula y con 32 años acá y 21 en el norte, es como dice la canción: ‘No soy de aquí, ni soy de allá’. Esa es la realidad que me toca”, reconoció, para cerrar la charla.

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