De Neuquén a Chile, del arriero al gendarme: «Antes de que llegaran ustedes nos dedicábamos al comercio, ahora al contrabando»
Desde el norte neuquino, la tierra que conoce tan bien, el historiador Isidro Belver recuerda la frase que explica tanto de un poblador de Guañacos a un jefe de la Gendarmería en los ‘70, describe las claves del paso de productos de un país a otro, los lazos que no saben de fronteras y el mensaje en código que Don Jaime de Nevares le pidió que mandara por la red policial para enviar a la capital a chilenos que huían de Pinochet: "Van dos paquetes para el obispo".
Entre las noticias que le llamaron la atención al historiador Isidro Belver en los últimos tres meses mientras renegaba con la conexión a Internet en Huinganco, hay cuatro relacionadas con una antigua práctica en la cordillera de Neuquén: el cruce clandestino de productos de un lado a otro entre Argentina y Chile. La primera: dos chilenos entraron con cuatro neumáticos a lomo de caballo y fueron descubiertos en el Parque Nacional Lanín a tres kilómetros de la frontera, al sur de la provincia. Luego, en el destacamento de Gendarmería, dijeron que las llevaban para hombres de Aluminé y Ñorquinco. Portaban una pistola 9 milímetros.
La segunda: el camionero que llevaba un lote de vacas y cuando fue parado en el control de Gendarmería pasando Pichi Neuquén, el último paraje arriba y al oeste del mapa provincial, en el límite con Mendoza y Chile, dijo que las trasladaba al puesto de veranada. Pequeño detalle: ya era otoño, se acercaban los días gélidos del invierno y no pudo defender su caso. No lo dejaron pasar.
La tercera: la denuncia de un puestero en la comisaría de Las Ovejas de que habían baleado a uno de sus perros de pastoreo derivó en un allanamiento en un campo de veranada donde se confiscaron cajas con 500 paquetes de cigarrillos.
Ese procedimiento llevó a otro: cinco hombres intentaban pasar neumáticos, productos tecnológicos y ropa en dos camionetas de Chile a Argentina. Monitoreaban el paso con un drone en Vaca Lauquen en el norte neuquino. Fueron interceptados. Uno era policía. La cuarta: las cubiertas para vecinos de Chos Malal que fueron de Bolivia a Misiones, de ahí a Santiago de Chile, siguieron a Concepción y de ahí al norte neuquino.
«Esto viene de lejos»
“Esto viene de lejos”, dice Don Isidro, el sacerdote al que el obispo Jaime de Nevares envió a misionar al norte neuquino en los 70 y tras dejar los hábitos se convirtió en un notable y generoso historiador que comparte sus conocimientos y recopilaciones, libros, revistas, relatos y valiosos documentos en la biblioteca digital de acceso libre Neuteuca.
Y señala que solo en unos 150 km de cordillera del Departamento Minas del norte de Neuquén hay unos 40 pasos y menos de 10 están controlados. «El más alto es Pichachén, a 2060 metros, el resto arranca en los 1600 metros. No les cuesta nada pasar en verano, incluso en invierno», agrega.
«Van dos paquetes para el obispo»
Enseguida, cuenta que en los convulsionados primeros años de misión en el norte, cuando los chilenos cruzaban por pasos sin control para escapar de la sangrienta dictadura de Pinochet, Don Jaime pidió al enterarse que le avisaran de cada caso, que los iban a recibir y ayudar en Neuquén capital, él o el padre Juan. Le preguntó entonces cómo, porque la única chance de contacto era la red policial. “Úsenla. Si son dos, pongan que van dos paquetes para el obispo”, recuerda Isidro y se ríe con ganas.
«Antes al comercio, ahora al contrabando»
Recuerda también una frase notable, la de un poblador con voz de mando en Guañacos, paraje del norte neuquino donde a los habitantes les habían restituido las tierras en 1973 y eran todos chilenos: les quedaba mucho más cerca hacer los trámites en el juzgado civil trasandino que la travesía hasta el registro neuquino. Vivían como argentinos con documentos chilenos.
Hasta allí llegó un alto jefe de Gendarmería en los 70, que tras pasar por Chos Malal fue invitado a conocer las áreas de frontera. En plan congraciarse, elogió lo lindo que se veía todo y preguntó a los anfitriones a qué se dedicaban. Entonces, Mañasco, el vecino que era medio cacique, contó que de toda la vida eran crianceros, ganaderos, que sembraban en sus huertas y que cruzaban a vender a Chile.
Después, lo miró a los ojos y dijo algo que nadie olvidó. “Señor, antes de que llegaran ustedes nos dedicábamos al comercio, ahora al contrabando”. No hubo más comentarios.
También era habitual el cruce desde la Argentina para comprar provisiones, ya que era mucho más cerca y había mucho más surtido y todos tienen por aquí sus anécdotas de cómo iban y volvían con sus mulas y caballos en estas tierras donde suena la cumbia campera chilena, que se canta con tonada trasandina y tiene ritmo de ranchera mexicana. “Eso viene de los tiempos que no había radios argentinas acá y se escuchaba eso”, dice Don Isidro. Son los sonidos de «Argen-Chile».
“No era solo ir a comprar”
“No solo era ir a Chile a comprar, era la vida con Chile. Por ejemplo, el caso de la familia de mi señora, con un hijo estudiando allá para maestro. Era ir a verlo y a aprovisionarse para el invierno, volver con la carga de harina, de fideos, de todo lo que hacía falta, por el Paso Pichachén. Se tardaba unos 15 días como mucho, para ir a Zapala era más de un mes”, cuenta.
Para Don Isidro, muchos neuquinos desconocen los detalles de esa cercanía que no hay por qué negar ni ocultar, por ejemplo que cuando llegó el Ejército en 1879 como primera reafirmación de la soberanía le comunicó a los ganaderos chilenos que si respetaban las leyes argentinas podían quedarse en el territorio o de lo contrario podían volver a su país. Y que cuando fue necesario designar un comisario en la Colonia Malbarco, no había ningún argentino y fue nombrado un chileno.
Señala también que la moneda que se utilizaba en el norte de Neuquén era la chilena, incluso en los tiempos de capital del Territorio y que el oro se iba directo a Chile y de ahí a California.
Recuerda además Don Isidro que en las primeras décadas del siglo XX llegaban a Varvarco carteros chilenos a entregar correspondencia incluso en invierno: tenían unos cueros de oveja que usaban para deslizarse en la nieve. “Hasta eso”, se asombra aún.
Contrabando de vinos, zapatos y la guerra al poncho
Si ya en 1752 se pedía vigilancia en Chile para el contrabando de vino que hacían los soldados españoles, el gran objeto de deseo de este lado de la frontera fueron muchos años después los ponchos tejidos en Chile con lana merino, tan buenos que Don Isidro los describe tan abrigadores como una esfufa, indispensables en el crudo invierno del norte de Neuquén. Pero antes, como relata Don Isidro que allá por 1780, cuando Ambrosio O’Higgins, padre de Bernardo, libertador de Chile, era el encargado de sostener la paz con los indígenas de la frontera de Arauco con base en la fortaleza de Chillán, hizo un insólito pedido
“Para mantener calmados a los belicosos araucanos, establece un fuerte en Antuco para controlar el paso por Pichachén. Conocedor de la mentalidad indígena, sus industrias, comercio y las relaciones con los españoles, eleva al gobierno de Santiago una propuesta dirigida al Rey de España, para que apruebe sus acciones con el fin de mantener a raya a las tribus belicosas del sur.
A una de sus iniciativas, le asigna gran importancia: ‘Prohibir en el Reyno el uso del poncho’. Y daba sus razones: los tejidos indígenas pehuenches eran famosos por su calidad y objeto principal del trueque, fueran alimentos o armas, sobre todo, hacia y desde las pampas bonaerenses, otorgándole este comercio una muy buena entrada económica, escribió. “Por muchos años a quien iba a Chile desde el norte neuquino siempre le pedían que trajera uno, eran buenísimos”, dice
Otro producto famoso eran los zapatos de cuero que también venían de contrabando de Chile. Eran duros como rocas, pero como les habían puesto retazos de cubierta en la suela eran ideales para trajinar: aguantaban la nieve, el agua, todo. Unas vecinas le regalaron un par a Don Jaime de Nevares cuando fue de visita al norte, le gustaron tanto que no se les sacaba nunca y los utilizaba en las recorridas. “Eran tremendos esos tamangos”, dice Don Isidro Belver.
Todo le hace acordar a la fiesta de Ailinco: “Era una reunión de veranada donde los animales perdidos se entregaban, se preguntaba si habían visto una vaca, otro decía que le sobraba un animal, eso eran los famosos rodeos. Un potentado de aquella época, un tal Urrutia, donó el ranchito para la capilla y ahí nació la Fiesta de la Virgen de Lourdes en Ailinco, todo con presencia de compradores chilenos. ¿Si pasaban todo de contrabando? Más vale”.
El santo de los contrabandistas
En esta historia, hay más perlas: «La imagen de San Sebastián de Las Ovejas fue traída de contrabando de Chile por tres pobladores, a pedido del padre Gardín el recordado misionero italiano. Y para disimular con los gendarmes, tuvieron que inventar que se lo mandaron los curas de Bahía Blanca… Los gendarmes se hicieron los desentendidos, sabiendo la justa. Por eso los crianceros aun le dicen a San Sebastián ‘El santo de los contrabandistas’. Y se gloriaban los paisanos lo bien que lo habían pasado por las cordilleras, que solo se les rompió un dedo«, relata.
«Ahí viene un policía»
Cuando le tocó misionar en los 70, además de los carteros esquiadores trasandinos, le impresionó también la agudeza de los chilenos para detectar la presencia de la policía. Podían estar en la capilla hablando de animales y escuchar que uno decía de pronto “viene uno” de solo notar el brillo del sol en el escudo en el pecho, aunque estuviera en una cuesta a una hora de marcha.
Don Isidro recomienda la lectura de un libro disponible en Neuteca. Lo escribió el español Ignacio Prieto del Ejido, que tuvo un almacén de ramos generales en Varvarco entre 1918 y 1922 tras asociarse con un próspero comerciante al que conoció en Chos Malal y del que se hizo amigo: no eran necesario los papeles firmados entre ellos, bastaban la palabra empeñada, el apretón de manos.
Con el personaje de Germán como alter ego, describe sorprendido cómo era la vida entonces, la belleza agreste de los paisajes, los volcanes, los picos nevados, el vuelo de los cóndores, los pasos de frontera, el comercio con la moneda chilena que circulaba y se pregunta hasta dónde podía crecer esa maravilla del sur tan apartada si tuviera buenas caminos, puentes, escuelas, si llegara el ferrocarril más allá de Chos Malal y si el gobierno promoviera la entrega de lotes fiscales, con tantas tierras para producir, con petróleo y carbón cerca, con mimas de oro y pepitas en los ríos. Lo admiraba la pericia de los troperos que llegaban con mercaderías en carretas que subían y bajaban laderas y cruzaban ríos y arroyos en peligrosas maniobras.
«En toda la extensión de la cordillera que separa de Chile al Departamento Minas hay infinidad de boquetes y pasos«, escribe el español. Por la estratégica ubicación del almacén en Varvarco pasaban los que iban o volvían de Chile, los que iban o volvían de las tierras de la veranada, donde las crías de la cabras y las ovejas ganaban peso con las pasturas de los vallecitos de la cordillera y el agua de deshielo. Uno de sus clientes más ricos tenía animales en la Argentina y propiedades en Chile.
Con tanto movimiento, le iba bien y había ahorrado miles de pesos chilenos. Allí fue asaltado en el almacén por cinco bandoleros chilenos que en su huida mataron a un policía en la frontera. Luego de perseguir a los ladrones en Chile en los pueblos de San Fabián y San Gregorio, logró identificar a uno y dejó el asunto en manos de los carabineros, pero como no había tratado de extradicción, no fue trasladado a la Argentina. Luego, el español volvió a Buenos Aires. El libro se titula La novela de la Patagonia.
Robo a mano armada en Varvarco y fuga a Chile
Capítulo XIX del libro de Ignacio Prieto del Ejido, La novela de la Patagonia
«21 de febrero de 1922! Inolvidable fecha para Germán. Eran las tres de la tarde. Germán se disponía a cosechar el trigo sembrado en el potrero. El empleado con un peón, preparaban la era colocándolae el piso de barro con paja sobre el que trillarían la mies. Tres peones segaban el trigo. Germán estaba solo en el boliche ocupado en preparar los documentos firmados por los clientes, de corderos “comprados en yerba”, que se juntaban y vendían en el mes de marzo.
Eran las tres de la tarde. Cuando Germán más engolfado estaba en clasificar sus papeles, cinco hombres de pobre aspecto, con indumentaria campera y ponchos chilenos, llegan al boliche. Parecían pasajeros chilenos de los que tanto transitaban por allí, negociando animales o mercaderías.
Germán les despacha una «cachada de mosto». Conversan. Piden una segunda «cachada». La conversación languidece. Germán vuelve a sus papeles. Cuando Germán escribía sobre el mostrador, los cinco hombres, armados de revólveres, se aproximan a Germán repentinamente, apuntándole con sus armas mientras le gritan:
—¡Manos arriba!
Germán, sin perder la serenidad, compañera suya en los momentos de mayor peligro, dijo a los delincuentes, al no haber otra solución,
—Llévense cuanto quieran, pero respeten las vidas.
Le ataron las manos atrás con una de las cuerdas que los forajidos llevaban preparadas en los bolsillos. Y, atado, lo ubicaron en el extremo del mostrador, por la parte interior. Mientras el viejo cabecilla, desde el otro lado del mostrador, lo cuidaba armado de un winchester, dos de los salteadores se dirigieron a la era y otros dos a la cocina, donde estaba el peón Arturo, quien al darle los asaltantes la voz de “manos arriba”, se armó de un cuchillo y quiso resistirse. Germán, que por los gritos comprendió la actitud de Arturo, le voceó:
—Arturo! ¡No se resista! ¡Entréguese!
Y Arturo obedeció. Germán quería impedir que corriese sangre.
A la vez que esto sucedía en la cocina, otros dos bandidos se hicieron presentes en la era. El
empleado, por completo ajeno a lo que sucedía, les advirtió:
—¡Epa, amigo, que me pisa el barro fresco!
Y la respuesta de los bandoleros, fue la de “manos arriba”, al par que apuntaban con sus revólveres.
Después les tocó el turno a los peones del potrero. Y todos, con las manos atadas atrás, y los
peones con los ojos vendados además, fueron formando fila tras del mostrador.
Inmediatamente, mientras el cabecilla -un viejo conversador, de unos cincuenta y cinco años-, cuidaba a Germán y su gente, armado del winchester, los otros cuatro bandoleros se entregaron al saqueo de la casa Exigieron a Germán la entrega de las llaves y armas que había en la casa, y la indicación del sitio donde estaba el dinero. Germán entregó tres mil pesos chilenos que tenía en el pupitre del escritorio. Otros tantos tenía en la caja fuerte empotrada en la pared, a la cabecera de su cama. Pero eso lo calló.
Al entregar el asaltante a su jefe el dinero, le preguntó:
—¿Quiere que le dé una «movidita», para que confiese si tiene más dinero?
La tal “movidita”, era una soberana paliza con que el intruso quería obsequiar a Germán. Pero el cabecilla. que en medio de todo no era un hombre violento ni sanguinario, respondió:
—No; déjelo. Debe decir la verdad.
Y Germán salvó sus costillas. Sin embargo temía que le desabriesen el escondrijo y que la paliza se tradujese en algo más aún. Pero siguió negando y el cabecilla creyéndole. Dos clientes que «cayeron» al boliche a compra, en cuanto pusieron el pie en el negocio, fueron atados y agregados a la fila. Germán y su empleado, tras el mostrador, atados, estaban de cara hacia los bandidos, así que veían sus maniobras, en cambio los peones y los clientes que llegaron estaban de cara a la pared, dándoles sonoras bofetadas cuando alguno volvía la cabeza.
Habían concedido ese privilegio a Germán y su empleado. Y allí estaba también Luisa, sentada en un barril, con su nena de meses en brazos, pues habíamos olvidado decir que del amor de Luisa y Germán, había nacido una nena, fallecida meses después, al cumplir el año.
Los asaltantes trabajaban febrilmente. Bajaban de los estantes la mercadería de más valor
—sobrepuestos de carpincho, zapatería, armas -, y las iban enfardando para conducirlas en el
mular que traian de tiro, con ese deliberado propósito. Entre tanto, el cabecilla, sin duda para que Germán no se aburriese, conversaba con él y le daba consejos.
—Esto —el asalto, decía— les va servir de lección, para que ustedes que son de la ciudad y
tienen dinero, se queden a trabajar en la ciudad y no vengan a estos sitios sin policía. Y se permitía entrar en el campo vedado de la vida privada de Germán, aconsejándole que se casase con Luisa. Más adelante decía el jefe de la banda:
—Es inútil que nos denuncien a la policía; porque somos cinco. Podrá caer uno preso, o dos, o cuatro; pero el que quede nos vengará a los otros.
Y agregaba:
—Yo sé que no he de caer, porque creo en Dios y en la Virgen.
Los otros forajidos, humoristas de verdad, se entretenían en matizar con chistes su labor, chistes que hubieran resultado del todo cómicos de no haber sido hechos en aquel ambiente de tragedia. Así, uno de ellos que destapaba una botella de vermouth, se dirigía a Germán y le decía:
—¡Con permiso, patrón!
Las mismas palabras pronunciaban al abrir una lata de galletitas o un paquete de tabaco. ¡Con permiso!… ¡vaya si eran cumplidos…!
En una de esas, un bandido echó mano a la máquina fotográfica de Germán, que estaba sobre un estante. Germán rogó al cabecilla que se la dejasen, alegando que era un recuerdo de familia. El cabecilla dio la orden y el bandido dejó la máquina, no sin antes abrirla para ver que contenía.
Ante este éxito, Germán pidió también que le dejasen el revólver. Pero el cabecilla contestó:
—No, ñor. Lo necesitamos mucho nosotros.
Germán estaba del todo sereno. Al no oponer resistencia, su vida no peligraba. Y en cuanto al saqueo de su casa, aunque lo lamentaba, por supuesto, lo aceptaba con resignación y filosofía.
Pensaba así:
—¡Ah, insensatos! ¡Podréis robarme mis mercaderías y mis efectos; pero mis sueños, mis ilusiones, estas cuatro ideas que tengo en la cabeza y estos años mozos míos, con que podré abrirme camino de nuevo…eso… eso no está al alcance de vuestras manos; eso no me lo podréis robar! Y a veces agregaba despechado:
—Me está bien empleado. ¿Quién me manda venir aquí a enterrarme en vida? ¡Con lo grande que es el mundo!
En lo mejor de la tarea, la nena de Germán empezó a llorar con todas las ganas. Era la hora del biberón. Germán habló al cabecilla:
—¿No va a permitir que se le dé la leche a la criatura?
—¿Dónde está la leche?
—En la cocina, en una pava.
Entonces el jefe llamó a uno de los de la banda:
—¡Telesforo!
—¡Ordene, ñor!
—Calentá la leche que está en la cocina, en una pava y traésela a la guagua.
El forajido fue a la cocina, calentó la leche y dio a la nena la mamadera.
El trabajo de saqueo prosiguió con toda tranquilidad La policía no podía inquietarles. la comisaría estaba a trece leguas. Y la tarde avanzaba. A las doce de la noche, después de nueve horas de actividad por parte de los asaltantes, y de paciente espera de los asaltados, cargaron aquéllos cuatro fardos de mercaderías y se dispusieron a escapar a Chile.
Habían robado además a Germán un mular que usaron como carguero y un caballo cebruno
que había comprado días antes por el excelente sobrepaso que tenía. Y…no se llevaron también
el pico blanco, que andaba por las inmediaciones, porque el pico blanco era demasiado inteligente y demasiado huidizo y ágil, para que lo atrapase nadie que no fuera Germán.
A la media noche, pues, una vez tirados al sótano, atados, los peones, y encerrados Germán y el empleado en el escritorio, también atados, los cinco delincuentes huyeron hacia Chile. Desde el escritorio Germán oyó perfectamente el tropel que se alejaba y los persistentes relinchos del pico blanco, no se sabía si despidiendo a los animales robados, o si burlándose de los facinerosos:
Capítulo XX. Persecución de los bandoleros
En el fondo del sótano, donde fuesen arrojados los peones, uno de ellos soltó a otro con los dientes y, éste, ya libre de las ligaduras, soltó a todos. Germán, al amanecer, ensilló el pico blanco y se fue a Andacollo a hacer la denuncia, pidiendo al comisario que ordenase la persecución de los asaltantes.
El comisario le contestó:
—Sígalos usted con sus peones, amigo. Yo no tengo ni hombres, ni armas, ni caballos.
Germán se trasladó a Chos Malal, telegrafió a Neuquén, y la Jefatura de Policía, ordenó al
comisario de Minas hiciese acompañar a Germán con dos agentes para perseguir a los
delincuentes. Y Germán partió a Chile convertido en detective.
Al cruzar por Las Lagunas, supo Germán que los bandidos habían dado muerte en la frontera
a un agente de policía. Germán y los dos agentes marchaban por territorio chileno, llevando el
winchester y los máusers, con bala en boca, atravesados por delante de la montura. Unos rastros
de sangre que se veían en el camino, denunciaban que uno de los maleantes había sido herido
por el agente asesinado, al defenderse.
Uno de los agentes que iban con Germán, propuso un plan para cuando estuvieran en su poder los bandidos.
—Primero —decía—, los atamos en estos robles y tiramos al blanco en ellos. Una vez muertos, los doblamos rompiéndoles el espinazo y atando las cabezas con los pies. Luego los enterramos por aquí, y encima del hoyo hacemos fuego para que las cenizas que queden del fogón, despisten. ¡Y que averigüen dónde están los bandoleros!
Germán cumplió a la perfección el papel de investigador policial, pues cuando llegó a San Fabián, pueblo de la precordillera chilena, ya sabía —por haberlo averiguado de personas que encontró en el viaje, quiénes eran los cinco salteadores que integraban una banda de treinta delincuentes-, cómo se llamaban, así como que eran de San Gregorio y que tenían en San Carlos un abogado cómplice que los defendía en sus causas.
En San Fabián se encontró Germán con un teniente de carabineros, que al frente de seis hombres, salía a recorrer la cordillera en busca de los forajidos, cuyos domicilios en San Gregorio, al dárselos Germán, fueron allanados aunque sin resultado.
Germán volvió a Minas sin los malhechores, es cierto, pero habiendo aprovechado bien el viaje, cuando descubrió quiénes eran aquellos, dejando a cargo de los carabineros chilenos la persecución y captura de los mismos.
A los pocos días de llegar al Departamento Minas, Germán recibe un telegrama de Chile,
llamándolo a fin de reconocer a uno de los asaltantes, preso en San Carlos. Germán debía ir a Las Lagunas y allí reunirse tres gendarmes argentinos para traer al detenido. En toda la comarca, desde Las Lagunas hasta Andacollo, había causado sensación el salteamiento de que fue víctima Germán y la muerte del agente en la línea fronteriza.
Montando su pico blanco, nuestro bolichero partió para Las Lagunas. Hizo el viaje de noche por ir solo, y llevaba su Winchester de doce tiros por delante, en la montura. El viaje se desarrolló sin inconvenientes. Pero poco antes de llegar a Las Lagunas, Germán divisó una gran hoguera que cortaba el camino. Y a lo lejos, en lo alto de un cerro, otra fogata similar.
Germán pensó enseguida en el telégrafo de fuego de los araucanos y se convenció de que con aquellos fuegos se comunicaban, sin duda, los facinerosos que le asaltaron u otros que tramaban algo. Germán no tenía más remedio que atravesar el fuego, cuyas llamas habían de iluminarlo, exponiéndose a ser
atacado desde la sombra, ya que en aquel lugar lleno de maleza no se podía apartar de la huella.
Y una vez que acomodó bien la montura y preparó su winchester, picó espuelas al Chingolo y pasó a media rienda por entre las llamas, acariciando el arma, dispuesto a hacer fuego contra cualquiera que le saliese al paso. Pero nadie apareció y Germán llegó sin novedad a Las Lagunas.
A media noche, Germán, golpeaba la puerta de un vecino de Las Lagunas, donde se alojaría. Aquellos golpes a la puerta a media noche, sembraron la alarma entre los moradores del rancho. No se pensaba más que en bandidos, y Germán, no obstante haber dado su nombre, fue recibido
por el dueño de casa con el revólver en la mano.
—¿Usted por aquí, a estas horas? —le preguntó el vecino en cuestión.
—Sí, vengo de Barbarcó.
—¿Solo?
—Solo.
—La pucha que es valiente usted, con el miedo que hay por aquí.
—¿Miedo?
—Si, hombre. Hasta el turco encargado del destacamento policial se jaboneó esta noche al tropezar con la raíz de un árbol, que echó a correr creyendo que se trataba de los bandoleros.
—¡Y yo que tuve que cruzar una fogata!
—Sí, la vi; y vi dos más por los cerros. Alguna otra fechoría estarán por hacer esos diablos.
Germán llegó a San Carlos de Chile.
Cuando lo asaltaron, los bandidos estaban todos barbudos y usaban bigote. El delincuente que ahora le presentaban en el cuartel de carabineros, estaba totalmente afeitado. Pero no podía despintársele a Germán, después de haberlo contemplado durante nueve horas. Y lo reconoció como uno de los componentes de la banda asaltante. Era aquel Telesforo Bilo que dio la mamadera a la nena y el mismo que había matado al agente de Las Lagunas, por haberse probado que había sido ultimado con el revólver de Germán, que el detenido se puso en la cintura en Barbarcó.
Y el detenido confesó sus delitos. Dio el nombre de los compañeros de fechorías, que coincidieron con los que había obtenido Germán. Lo que sí que las mercaderías no fueron recuperadas nunca.
Se disponía Germán a hacerse cargo del preso para traerlo a la Argentina con los tres agentes que lo acompañaban. Pero el teniente de carabineros necesitaba orden superior para entregarlo. Se trasladó entonces Germán a Santiago de Chile, y se entrevistó con el ministro argentino, que lo ayudó a solucionar el asunto; pero el asunto no fue resuelto, porque no tenía solución. Entre Chile y Argentina, no había tratado de extradición, y el detenido Bilo, que no tenía causa en Chile, tendría que ser puesto en libertad.
El gobernador de San Carlos y el jefe de carabineros, dijeron así a Germán:
-Hay un último recurso. El detenido es de San Gregorio. Para ir a su pago, tiene que cruzar el puente que hay a la salida de este pueblo. Vamos a libertarlo a las nueve de la noche. A esa hora espere usted con sus gendarmes en el puente, y cuando lo vean, lo capturan, lo amordazan y se lo llevan. Nosotros haremos la vista gorda. Hay que acabar con estos maleantes Germán y sus hombres prepararon el viaje para esa noche y se apostaron en el puente a la hora convenida. Pero, desde las nueve hasta las doce que estuvieron vigilando, ocultos, no había pasado por allí más que un señor bien vestido, usando “canotier!, y montando un vistoso caballo tordillo.
Al día siguiente se supo que ese jinete del tordillo era el bandolero, a quien había disfrazado el abogado cómplice. Pero la gente de San Carlos tenía el convencimiento de que esos asaltantes morirían en el invierno, conocidos como eran por los carabineros. Le decía un procurador a Germán:
—Ya verá usted cómo le aplican la ley de fugas y desaparecen de este mundo.
Nuestro hombre no tenía ya más que pensar en el regreso. Y, hombre avisado, pensó que al llegar a San Gregorio, el bandido libertado, había de dar a conocer su odisea a los de la banda, quienes, seguramente, pretenderían vengarse de Germán.
Germán entonces tuvo la buena idea de no regresar por Las Lagunas. Y volvió a la Argentina por el boquete Buraleo, bastante más al sur. Y supo en Andacollo, por un «hueñi» que venía de Chile, que lo habían estado esperando los maleantes en un bosque del camino a Las Lagunas. Germán había, pues, salvado su vida una vez más.
Capítulo XXI. Rumbo a Buenos Aires
Estando la casa de Germán en Barbarcó más cerca de los bandidos chilenos que de la policía argentina, y estando como estaba sentenciado a muerte por aquellos, no tenía en verdad, otro camino que el de Buenos Aires. Se veía obligado a dejar su negocio, que navegaba con viento a favor, y abandonar aquel paraje, donde había hecho vida sana y libre frente a aquella naturaleza llena de prodigios.
Por más gestiones que había hecho en el tiempo que vivió en Barbarcó, no había podido
conseguir que el gobierno le vendiese la tierra que ocupaba. Tenía, pues, que irse y sumar al
importe robado por los asaltantes, siete mil pesos que se gastó en construir su casa, su potrero
alambrado y el canal que lo regaba. Todo carecía de valor siendo fiscal el terreno. Entonces fue, más que nunca, cuando comprendió Germán el por qué aquellos chilenos no hacían mejoras y el crasísimo error del gobierno nacional de no parcelar y vender aquellas tierras patagónicas. Y, como no hay más remedio que cumplir los imperativos del destino, Germán dejó, no sin un íntimo dolor, aquellos cerros, en cada cúspide de los cuales flameaba un pedazo de su alma y en cada base anidaba el recuerdo de una aventura.
Dejaría de dialogar con la naturaleza. Dejaría de oír el salvaje bramido del río Barbarcó y los ronquidos alarmantes del Domuyo. El Domuyo, los Bolillos, el Puente, la confluencia, la Piedra Encaramada, el Tucuyo…, ¡cómo repercutían en el alma de Germán estos nombres!… ¡Y el pico blanco!… ¡Aquel bravo pico blanco, compañero de Germán de todos los días y de todas las aventuras!… ¿Qué decir de aquel pico blanco a quien Germán quería como a una novia?… ¡Todo… todo, adiós!!…
La novela de la Patagonia se puede leer en este enlace de Neuteca
Comentarios