De España a Río Negro: conocé a ‘Marín’, el marinero que recorrió el mundo y eligió vivir cerca de Las Grutas
Viajó sin descanso, hasta que desembarcó y formó su hogar en las playas del Puerto San Antonio Este. Hoy tiene 61 años y pasa sus días junto a su esposa e hijos. "El agua me llama, pero decidí disfrutar de la familia que armé" relató. Descubrí su historia.
Manolo mira la costa del puerto San Antonio Este, esa playa que está a 65 km de Las Grutas, y en sus ojos se funden los recuerdos, como cristales en un caleidoscopio. Se llenan de auroras boreales, de las presas gigantes que pescó y de los personajes que llenaron sus horas, como el pinguino ‘Jalisco’, que fue su mascota durante un viaje a Canadá, o el chico de raza negra con pelo y ojos claros que, en Senegal, se sumó a la tripulación. Él hizo lo mismo a los 16, cuándo partió de su España natal a bordo de un barco. Recién a los 40 desembarcó, y formó su hogar en este lugar que, a primera vista, le pareció «un desierto con dos calles». Todo cambió cuando llegó el amor. Hoy, a los 61, logró que su vida en tierra sea «mucho mejor» que la que le permitió recorrer el mundo. Aunque reconoce que el mar lo llama como un imán. Pero su esposa Violeta es un ancla firme, al igual que sus hijos y nietos portuarios. «Disfruto mucho de ellos» confesó.
‘Manolo’ es Manuel Francisco Area Montes, pero nadie lo conoce por esos nombres. En el Puerto es ‘Marín’, un apodo que le llegó al embarcarse. «En los barcos te llaman por el nombre de tu ciudad. Y yo nací en Marín, una aldea de pescadores de la provincia española de Pontevedra, en la comunidad de Galicia» precisó.
Curiosamente el mote que lo identificó al iniciar sus aventuras define para él esas raíces que dejó al partir.
«Nací mirando el agua. Marín es un pueblito de arena blanca como el azúcar y mucho verde. Hay pinos, encinas…de todo. Tengo tres hermanos, Concepción, Salvador (ellos son los que se llaman como mis padres) y Benito. Mi padre era marinero, y nosotros no teníamos más juegos que andar en la playa. Nos decían ‘tengo un paquete de caramelos para el que ayude a reparar la red’ y así aprendí. Todo era pesca y mar» relató.
Como buen gallego, el hombre acompaña sus palabras con una entonación suave, que se torna aniñada cuando su voz se agudiza. Tiene los ojos pequeños, que se muestran dulces bajo sus cejas pobladas, y un cuerpo compacto que parece preparado para resistir. Todo contrasta en él. Un dejo de inocencia desdibuja la hostilidad de su barba frondosa, y sus manos gigantes, agrietadas por la intemperie, se vuelven delicadas cuando trenza los nudos que convierte en artesanías. Son tantos los pliegues que tensan y destensan su rostro que podría tener 100 años. Pero, cuando se emociona, su frente se alisa como la de un chico.
«A los 16 no quise estudiar más. Y mi papá me dijo:’ bueno, algo vas a tener que hacer’. Y le contesté que me embarcaría. Entonces me acompañó a tramitar la libreta. El primer viaje lo hice junto a un primo, que me enseñó el trabajo. Estuve un mes y medio en el mar. Regresábamos a tierra cada siete días, descansábamos y a los dos o tres volvíamos a zarpar» recordó.
Así comprendió el sacrificio que implicaba la tarea, pero también descubrió su rédito económico. «La empresa le depositaba a tu familia el dinero que acordabas, para que zarparas con la seguridad de que no iba a faltarles nada. En esa época yo sólo tenía a mis padres, así que la cuenta la puse a nombre de mi madre, que era la que recibiría la paga, pero nunca tocó nada. Sólo una vez, con los años, me dijo :’hijo, tu padre está enfermo y tu hermana va a casarse’, porque necesitaba sacar algo de plata. ‘Ni tienes que preguntar’ le contesté».
Su primer viaje fue el inicio de una vida nómade. «Con el segundo barco me fui más lejos, y recién regresé a los 19. Llegamos a las Islas Canarias, y pasé años de puerto en puerto» recordó. Ese destino lo deslumbró, porque allí había turismo internacional, lujo y diversiones. «Siempre tenía dinero. En Canarias había transatlánticos, y gente de todo el mundo…rusos, suecos, irlandeses. Íbamos a las discotecas. En el barco cada uno hacía lo suyo, pero en tierra nos divertíamos entre todos, no había diferencias».
A medida que avanzaron los años esa diversión se esfumó. «Muchas veces sólo iba a un lugar y bebía hasta cansarme, para olvidarme de la familia que había quedado lejos» confió.
Entre esos afectos estaba Teresa, la novia de su infancia, con la que en uno de sus tantos regresos tuvo a su primer hijo, Francisco. «Él tiene 30 años y sigue viviendo en Marín. Hace mucho que no nos vemos» reconoció.
La vida como marinero es dura. «Sacás pescado y, si se puede, dormís dos o tres horas, porque si el tiempo es malo el barco se mueve todo, aunque después te acostumbrás» explicó.
El frío es otro condicionante. «En Canadá, por ejemplo, hacían 60° bajo cero. Si te olvidabas pescados en cubierta a la mañana siguiente estaban congelados. Nos levantábamos una hora antes de largar (a las cinco de la mañana si empezábamos a las seis) y con mazos de madera picábamos todo el hielo que se se había formado. Recién después empezaba el trabajo».
En esos climas también vivió accidentes. «Una vez me caí al agua helada, junto con otro compañero. Íbamos en un bote a buscar la correspondencia, y nos dimos vuelta. Teníamos trajes térmicos, pero estuvimos media hora flotando en el mar, hasta que nos rescataron. Ahí aprendí que el ‘frío mata al frío’. Porque nos desnudaron y nos metieron en el frigorífico, para evitar la hipotermia. Después nos arroparon con frazadas, tomamos café con whisky y santo remedio» detalló, con asombro.
Ése no fue su único accidente. «Me hundí dos veces. La primera estuvimos esperando el rescate con el barco dado vuelta, sentados en la quilla (la parte delantera de la embarcación). Pudimos salvar al jefe de máquinas, que quedó atrapado, pero fue terrible porque, patas para arriba, no conocés nada. Otra vez hubo un incendio. Nos quedamos al garete (navegando sin rumbo) y esperamos por 10 horas el salvataje. En esos momentos no tuve miedo. Pensé en la angustia que pasarían los que me esperaban en tierra. Ésa fue mi desesperación» recordó.
También vivió hallazgos sorprendentes. «En uno de los viajes agarramos un calamar de 20 metros de largo, que pesaba como 600 kilos. Al llegar a España se lo entregamos al instituto oceanográfico de Vigo, para que lo analizaran. Otra vez pescamos un pulpo de más de 30 kilos…» estimó.
Todo cambió cuando se embarcó en el ‘Xeitosiño’ (que significa ‘bien hecho’, en gallego). Ese barco, de la firma Pesuar, llegó al Puerto San Antonio Este desde Vigo, España. «Salíamos a pescar, congelábamos, llenábamos las bodegas y descargábamos aquí. Después los buques mercantes se llevaban todo, y nosotros regresábamos, para pescar de nuevo. Pero este puerto era nuestra base» precisó.
«El ‘Xeitosiño’ fue el primer barco pesquero que llegó a San Antonio Este. Muchos dicen que fue el ‘Kandava’, pero en realidad esa embarcación sólo estuvo en el armado del muelle» informó el marinero. A partir de esos viajes se aquerenció. «Cada dos meses regresaba a España. Pero a los 20 días ya extrañaba esta tranquilidad».
Su amor por Violeta fue decisivo. La conoció al llegar. Con ella quiso formar una nueva familia, porque la pareja con la mamá de su hijo español se había terminado. «Esta vez busqué disfrutarla. Me perdí mucho navegando» relató. Así armó un ensamble que sostiene desde hace 23 años, con los dos hijos de su compañera y los dos que tuvieron entre ambos.
Hoy subsiste tomando trabajos como ‘redero’ (tejedor y reparador de redes de pesca) y cuidando las instalaciones de la empresa pesquera Grinfin. Además teje artesanías para «la jefa», como llama a su esposa, entre risas. «Las hago trenzando nudos marineros» dice, mientras dispersa sobre la mesa varias figuras de hilo. «Este es un remo, por ejemplo- El remo de un barco que no se sabe adonde está…como el que alguna vez me dejó aquí…» ironizó, feliz.
Comentarios