Atilio Morosín, el gran escultor que empezó jugando con barro entre los viñedos de Cipolletti
Centinelas en la región, sus esculturas se convirtieron en punto de encuentro, homenaje y memoria, mientras su museo duerme en silencio, hace varias décadas.
“Los artistas en esa época eran gente medio loca para los que no entendían, mi padre hubiera querido que yo fuera como él, agricultor”, dijo el propio Atilio Morosín. Los mandatos pesaban, pero este prolífico artista tenía otra vocación, que lo llevó lejos.
“Para los padres era una especie de desgracia elegir el arte”, siguió en su relato el escultor, recuerdos que guardó un proyecto de la Legislatura de Río Negro, cuando se quiso homenajear la trayectoria del artista, en 2010. Nacido en Avellaneda, provincia de Buenos Aires, hace 95 años, un 12 de julio de 1929, esos trabajadores de la tierra de los que hablaba Atilio eran Catalina Berton y Angel Morosín, ambos yugoslavos, con quienes llegó a Cipolletti con apenas cuatro años.
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Inmortalizados en el “Monumento a los inmigrantes” (Alem y Mengelle), obra que ellos inspiraron y que su colectividad impulsó, este matrimonio se había instalado en la zona rural de La Falda, en una pequeña chacra. Niño aún, Atilio intercalaba allí sus horas de clase en la escuela cercana, con los ratos de juego y trabajo, ayudando a la economía familiar. Ahí fue cuando la vocación comenzó a aflorar.
Primero quiso ser pintor, pero los colores que se necesitaban salían sesenta centavos, dijo en una entrevista. “¿Quién tenía sesenta centavos? Si eso salía un par de alpargatas ‘Rueda’”, se lamentaba, así que optó por inventar sus propios elementos, hirviendo yuyos, raspando las barras azules que se usaban para blanquear la ropa y aprovechando el negro del carbón que encontraba en su casa rural, aunque eso tampoco resolvió su inquietud. Sin embargo un día, limpiando la greda que trababa el arado de su padre, en plena tierra virgen, notó que ese barro servía para modelar. Cacharros y rostros empezaron a brotar de sus ratos de entretenimiento.
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¿Cómo hizo ese muchacho valletano para terminar estudiando arte en Buenos Aires? Sucedió que llegó a la chacra de los Morosín un martillero público, Florentino Soules, quien también era representante de los productos agrícolas que se utilizaban en los viñedos. Fue él quien vio las obras de juego de Atilio, mientras esperaba que el jefe de la familia lo recibiera. Eran bustos de Sarmiento y Güemes, así que se animó a preguntar quién los había hecho.
“Yo, señor”, le respondió el jovencito, agregando que “había querido copiar en barro, el rostro de los próceres que veía en los libros de la escuela”, aunque jamás había visto una escultura convencional. Ese descubrimiento de su talento, le valió que sus trabajos fueran exhibidos en el Club Cipolletti y que allí los vieran las autoridades provinciales neuquinas. Una beca para capacitarse en Buenos Aires fue el gran estímulo que necesitaba para hacer realidad su deseo.
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Quince años tenía cuando dejó su tranquila Cipolletti, para hacer allá lejos el secundario y conocer al maestro Luis Perlotti, quien lo acercó a otros exponentes como Quinquella Martín y Ricardo Rojas. Graduado como “Profesor de Dibujo y Modelado”, empezó a recorrer otras provincias trabajando, como Tucumán y Jujuy, para volver con los años a la Patagonia. Empezó por Zapala y Cutral Co, hasta regresar a la tierra donde todo había comenzado.
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En su legado, señaló el historiador Ricardo Koon, dejó más de 36 monumentos, 72 bustos y nueve imágenes religiosas originales, emplazados en distintas ciudades del país. Usó distintas técnicas, como piedra esculpida y vaciado en cemento.
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Entre las más emblemáticas se encuentra la figura de María Misionera, la advocación de la Virgen que recorrió Río Negro de la mano del obispo Miguel Hesayne, en tiempos de dictadura y que se venera en la Capilla de Conesa. También el Monumento a la Madre de Neuquén capital (1967), financiado por las donaciones de agentes de policía de aquellos años, que se convirtió en punto de encuentro para las madres y abuelas que reclamaban por los desaparecidos a causa del terrorismo de Estado. Y la lista sigue infinitamente.
Bautizado como “el Escultor del Comahue”, se desarrolló dentro del estilo figurativo, cultivando la temática indigenista, gauchesca, con cabezas y bustos de próceres y personas destacadas. Después de una serie de muestras en el centro del país, aquí en la región fue docente en los colegios Manuel Belgrano y Nº 5 de Cipolletti, la Escuela Provincial de Bellas Artes de Neuquén, la Universidad Nacional del Comahue, docente y director fundador de la Escuela de Cerámica de Zapala, director fundador del Instituto de Artes e Industrias Cerámicas, además de formar talleres libres de Cerámica en Cipolletti, Cutral Co, Cinco Saltos y de hacerse cargo del que existía en Roca.
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1995 fue el año en el que decidió inaugurar su icónico taller/museo, cuyo ingreso todavía llama la atención en la calle cipoleña Puerto Belgrano, al 348. La historiadora Liliana Fedeli contó que en ese lugar mostraba sus primeras cabezas, que daban paso a sus esculturas, los cuadros, regalos de amigos y diversos objetos antiguos. “Lo convirtió en una simulada pulpería con infinidad de elementos, incluyendo herramientas fabricadas por los
primeros colonos del Alto Valle. Se destacaba por el gran fogón con cabezas de vaca y por los encuentros criollos que allí organizaban, así como también un patio de tango, con magníficas plantas de vid”. Integrante del patrimonio reconocido por Ordenanza 177/2011, el museo duerme en silencio desde la muerte de Atilio, el mismo día de su cumpleaños, ocurrida el 12 de julio de 2001.
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