Ana Julia Pereira, la científica de Neuquén que resuelve crímenes a través de las moscas
Es una rama de la biología que sirvió en casos como el asesinato del soldado Carrasco o el doble femicidio de Las Ovejas. Acá su historia.
Ahí llega Ana Julia Pereira. Hace una hora el jefe de Criminalística, la llamó por teléfono: “Necesitamos que levantes evidencia”. Hoy vino de zapatillas. El terreno arcilloso de las bardas de Neuquén, así lo requieren. Se pone el mameluco, la cofia y el barbijo. A su alrededor, más de 20 policías buscan explicaciones, intentan responder qué pasó en la calle Arabarco al fondo, detrás del cementerio en el barrio El Progreso. Ahora se calza los guantes y camina cuesta arriba. Sabe que tiene poco tiempo. El sol cae y sin luz natural se le dificulta la tarea. “¿Por qué no me llamaron antes?”, se indigna, “ahora tengo que hacer todo a las apuradas”, esquiva arbustos achaparrados y llega: desplomado entre ramas y tierra rojiza, yace un cuerpo sin vida.
No huele lo fétido de la descomposición. Nunca lo hizo. Saca una cuchara sopera y observa. “¿Dónde están?”, piensa, “¿Dónde está la más vieja?”, se aproxima a quien fue un hombre de entre 25 y 35 años, “¿Dónde puso sus huevos?”. Repasa detalladamente: manos, torso, piernas, espalda, “no hay lesiones”, dice. Empieza entonces por las cavidades naturales. Mete la cuchara en los ojos ya putrefactos, escarba y saca una montaña de larvas. Las vuelca en un frasco de plástico, les tira agua a 80° y las fija con alcohol al 70%. Lo mismo hace en las fosas nasales, en la boca, en los oídos. El hedor le es indiferente. Transpira, es 11 de enero de 2023 y los 26° se sienten dentro de ese mameluco.
Escarba en músculos putrefactos, hurga entre la descomposición de los tejidos de lo que alguna vez fue una persona, fisgonea entre los pliegues de las extremidades. Ahí está Ana Julia Pereira, una de las nueve entomólogas forenses del país, la única de la Patagonia norte. Busca resolver misterios a través de insectos, busca vida que nace en la muerte.
Primero colonizan las moscas. Las Calliphoridae, las de color metalizado, verdes o azules, de antenas trisegmentadas y escamas. Viajan metros, kilómetros hasta un parche, un recurso, una fuente, un cadáver. La cadena trófica, en ese cuerpo en descomposición, se pone en marcha. Son moscas que se alimentan de la carne. De ojos grandes y bigotes. De alas que brillan. Su elegancia contrasta con el cuerpo en putrefacción. Son las mismas que revolotean sobe las entrañas en las carnicerías con poca higiene o sobre el asado que se enfría fuera de la heladera. «La mosca de la carne», la llaman. Son las que inician el camino de Hansel y Gretel, las que dejan pistas, indicios de la fecha de muerte. Son trabajadoras, ponen entre 500 y 2.000 huevos. También llegan los Sarcofágidos, moscas de tamaño más grande, pero de colores menos llamativos y las Múscidos, Fánidos y Fóridos. Se alimentan, se reproducen, se aseguran que sus larvas completen el ciclo vital.
La primera vez que vio un cuerpo en descomposición fue en 2015. El piso de la casa era el de un boliche a las seis de la mañana. Pegajoso, chicloso, hediondo. Ana Julia, igual que las moscas, vio en esos músculos putrefactos, en ese tejido tenso, desbordado, hinchado por los más de diez días de calor del calefactor, una fuente de información. Dispuso toda su concentración. Su tarea tenía que ser impecable y rápida. Afuera de la casa, en el centro de la ciudad, los familiares del hombre muerto esperaban respuestas. Adentro los policías, terminar su jornada laboral.
Cuanto más putrefacto, más fácil disocia lo que fue una persona y lo que tiene frente a sus ojos. Volvió radiante a la casa de sus padres, donde recibió el llamado de la policía. Después de haber vivido en Misiones cuando intentó estudiar Genética, después de recibirse de Ciencias Biológicas en Bariloche, después de descubrir que su interés estaba en los insectos, pero también en lo genético, después de hacer un doctorado en insectos carroñeros, después de hacer un posdoctorado en Ciencia Forense, su deseo se había hecho realidad: levantó por primera vez evidencia. “Sacate al menos”, le dijo su madre, “esas zapatillas con olor a muerto”.
Del huevo no sale una mosca en miniatura, salen larvas, gusanos. Se alimentan vorazmente y crecen bastante rápido. Cambian dos veces la capa de cutícula que las recubre. Cuando dejan de alimentarse, cuando termina de formarse su tubo digestivo, se alejan. Se refugian en grietas en el suelo y se transforman en pupas.
Estos seres, adaptados para detectar cadáveres a miles de metros, conquistan cuerpos pestilentes. Aprovechan el recurso, completan su ciclo y migran. Las moscas no ven historias, sino oportunidad; ni nombres propios, sino un lugar donde reproducirse; ni personas con familiares que lloran, sino alimento.
Las autoridades dijeron que había desertado:
Adriana Oliva ya está jubilada. Trabajó 20 años en entomología forense, pero tuvo muy pocos casos de homicidios. La mayor parte fueron muertes naturales, de ancianos que fallecen en sus casas, que cuando los familiares advierten que ya hace tiempo no tienen contacto, descubren que están muertos. Ahí es cuando llegaba Adriana, análisis de la fauna cadavérica mediante, permitía cerrar el expediente y enterrar al pobre anciano. Pero, hubo un caso que cambió la historia de la investigación en Argentina y Adriana fue una pieza clave.
El 27 de mayo de 1994 recibió muestras. Había seis frascos. Uno titulado “larvas ropa”, otro “ropas 2”, otro “bichos zapatos”, “gusanos externo”, “gusanos interno» y “A-2”. Pertenecían al cuerpo de Omar Carrasco, un joven de 20 años, que, al tercer día de haber ingresado al servicio militar obligatorio en Zapala, Neuquén, desapareció. Su cuerpo fue encontrado un mes después en el regimiento. Las autoridades dijeron que había desertado, que había sido asesinado y que el cadáver había sido plantado, arrojado al interior del predio. Se realizó una primera autopsia en el cuartel. Pero, surgieron dudas sobre el procedimiento. Se pidió una segunda y fue ahí que Adriana entró en escena.
Los resultados a los que llegó Adriana dieron por tierra las hipótesis que hasta ese momento se barajaban. Tardó tres días en estudiar cada uno de los insectos que en esos frascos se encontraban. En su cuaderno de anotaciones registró todo. Lo abre y lee: “Frasco tres, frasco dos, 5 ta pileta. Hoy esto no me dice nada”, dice, “pero seguro debe haber sido la pileta de la morgue”.
Hacía un año que Adriana había empezado a trabajar en el Cuerpo Médico Forense de la Justicia Nacional. “En ese momento”, recuerda, “estaban viendo si la entomología forense servía para afinar casos de muerte”.
En los frascos de pericia encontró larvas de mosca. “¿Qué mosca?”, pregunta, “ahí está la cuestión”, y explica, “hay muchas moscas que van a sangre fresca. Y después se van. Hay otras que depositan sus huevos sobre el cadáver. Pero, la clave es que no van a ir todas en el mismo momento. Hay una especie en particular que va a los cadáveres muy recientes, esas son las verdes. Dejan su descendencia, primero, en los ojos o nariz”.
Adriana tenía frente a ella a las Lucilia sericata, larvas maduras. Pero, no tenía ni más jóvenes, ni de otras especies. “Fue una cosa muy llamativa porque si un cuerpo queda al aire libre, como se lo encontró a Carrasco, una espera que lleguen más moscas, porque lo hacen en oleadas”. El ciclo de vida de esas moscas le marcó el tiempo transcurrido: al menos 25, 30 días. Pero había algo que no cerraba: ¿Por qué no había otras especies? ¿Por qué no habían colonizado otras partes del cuerpo? Solo estaban en la órbita del ojo izquierdo de lo que quedaba del joven soldado.
Después encontró a los Dermestidae. Esos cascarudos bien conocidos por las personas que fabrican chacinados. A diferencia de las moscas verdes, que son muy exigentes con la luz, se meten fácilmente en lugares oscuros. Atacan jamones y embutidos. Se acercan al cadáver, a través de sus extremidades ya cuando empieza la fermentación butírica, el primer paso de la descomposición de las proteínas. “Eso también me estaba marcando un tiempo de 25, 30 días”, recuerda, “con todas las cautelas, analizando las temperaturas de Zapala, yo no estaba frente a un cadáver reciente”.
Diferente al del Ejército, los insectos tenían su propio relato.
Pero, el frasco 2, traía otra sorpresa: una avispa: la Vespula germanica. La conocida en Neuquén como “chaqueta amarilla”, agresiva, busca carne. Su cuerpo contraído dentro del frasco indicaba que había sido recolectada viva. “Sugería que poco antes de ser hallado el cadáver”, analiza Adriana, “había sido colocado al aire libre. De modo que la avispa había tenido acceso a él”.
El informe determinó que el cuerpo de Omar Carrasco había estado al aire libre, luego oculto y finalmente al aire libre. Toda información que los insectos, sin buscarlo, revelaron.
Cuando el cuerpo se seca, cuando pierde materia, cuando ya no hay humanidad, llegan los Coleópteros, los escarabajos. Pueblan el territorio de lo que antes fue dominio de las moscas. Los Trógidos van en busca de lo que las moscas han dejado: sus huevos. Los Cléridos cavan galerías y comen lo que aún queda de tejidos. Los Derméstidos, van por las faneras: pelos, uñas, piel seca. Esqueletizan, pelan los huesos.
Los escarabajos, al igual que las moscas, son testigos de la muerte. Su labor es dejar registro de lo que en ese cuerpo ocurre. Los entomólogos forenses son los últimos que llegan. Si lo hacen. Como si tuviesen antenas, como si limaran cavidades, hurgan ciclos, cantidad y tipo en terreno arrasado. Analizan, comparan, determinan la fecha de muerte.
Primera experiencia de campo nacional con moscas:
Detrás de los matorrales hay un auto rojo. Adentro una familia que hace 24 días la policía, los medios de comunicación, los familiares buscan. Es 8 de diciembre de 2009 y Néstor Centeno, en plena reunión familiar prende la TV. Mira las imágenes y piensa: “Estos me van a llamar”. La Familia Pomar, había, finalmente aparecido.
Los cuerpos de Fernando, Gabriela y sus hijas Candelaria y Pilar estaban tendidos, a 50 metros de la ruta 31, cerca de Salto, Buenos aires. Ahí estaban, en el mismo lugar donde la policía dijo haber rastrillado.
En Banfield, en la casa de Centeno, sonó el teléfono. Del otro lado, el director de la morgue de Lomas de Zamora: “¿Podés venir mañana a la mañana? Van a venir los cuerpos para acá”. Siete horas le llevó tomar muestras de moscas, larvas y pupas de los cinco cuerpos: del padre, de la madre, de las dos hijas y del perro. “Como el caniche era vertebrado”, cuenta, “también saque muestras, porque para mí todo era información”.
Los resultados a los que llegó Centeno eran concordantes: la familia había fallecido sincrónicamente. “La fecha que me entregaba la fauna cadavérica era más o menos de 28 días”, explica, “eso fue importante porque, como pasó en el caso de Las Ovejas, el quilombo era político. ¿Por qué no los habían encontrado? ¿Por qué si los habían buscado, no los habían visto?”.
Néstor Centeno tiene 64 años y un poco más de 30 trabajando con moscas. En 1998 se propuso un experimento: analizar cómo, cuándo, las moscas argentinas colonizan un cuerpo. Y así fue. Después de tres años de descomponer, registrar y analizar 12 chanchos, tres por cada estación, de 16 kilos cada uno, algunos a la intemperie, otros bajo techo, Centeno tuvo en sus manos la primera experiencia de campo nacional. Pero ahí no frenó. Después, crio moscas. Y en 2002 inauguró la primera bibliografía de fauna cadavérica argentina. La base de datos que hoy se usa para hacer pericias entomológicas.
En marzo de 2018, el pedido le llegó por Fiscalía. Había un caso en Neuquén que tenía que analizar. En Las Ovejas, en el norte de Neuquén, unos días antes, el 22 de febrero, Lorenzo Muñoz asesinó a Carina Apablaza y a su hija Valentina en plena vía pública. La policía montó un operativo para buscarlo. Tardó 23 días y lo encontró a pocos metros de donde él había cometido el doble femicidio y en donde, dijeron haber rastrillado.
“Ana Julia Pereira era alumna mía, aún no hacía pericias, por eso me lo enviaron a mí”, explica, “así que tuve que investigar cómo era Las Ovejas, qué temperatura tenía durante el día y durante la noche porque todo eso influye en la fauna cadavérica”.
“Acá la cuestión fue si la policía había buscado bien o no. Si el tipo estaba muerto desde el día que asesinó a las mujeres”, recuerda, “en la fauna cadavérica yo encontré que la fecha de muerte era similar a la del doble femicidio”.
Un cuerpo ya esqueletizado:
Ahora Ana Julia está en el laboratorio del Centro de Investigación de Toxicología Ambiental y Agrobiotecnología, en la Universidad Nacional del Comahue. Ahí donde investiga y da clases. Hay silencio. Una estela de incertidumbre deambula por el pasillo. El recorte presupuestario al Conicet se siente: no hay papel higiénico en los baños, los sueldos son magros, y proyectos de investigación, como el de Ana Julia para detectar psicofármacos en larvas, información clave en los femicidios, quedaron truncos.
Frente a una ventana, con vidrios con tierra, Ana Julia abre un caparazón de lo que parece un misil de la Guerra Fría, pero es un microscopio molecular. Una lupa que el aumento máximo es 40 X, o sea, 40 veces más que el tamaño original. Al costado, muestras que le mandó la Fiscalía: pupas, mudas y escarabajos que se recolectaron del cuerpo de un criancero, semienterrado, en el norte de Neuquén. Ana Julia, al igual que las moscas, es un eslabón de la cadena de custodia. Todo lo que manipula, lo hace con cuidado. “Le saco fotos a todo”, explica, “para mostrar cómo me llegó y cómo lo devuelvo”.
Abre el primer secuestro. Saca de una cartuchera de chapa, una pinza, que se compró con su propio sueldo y husmea los insectos que flotan en alcohol al 70%. Elige uno para empezar. Lo levanta y lo coloca en una placa de Petri. Acerca la cabeza a los visores de la lupa, los ajusta para que la luz le dé nitidez y encuentra lo que busca: el insecto en primer plano. Ahí está, frente a sus ojos, un Dermestes maculatus. Un escarabajo con sus urogonfos, como unos ganchos, para atrás.
Analiza cada uno de los insectos que tiene en los tres frascos de evidencia. Los clasifica. Los separa. Los revisa. Los mide. Hurga en el ciclo de vida de cada uno. Revisa la temperatura de Buta Ranquil, donde se encontró el cuerpo. Registra primero a mano y después en computadora. Compara todo con la clave dicotómica. “La presencia de este escarabajo”, dice y ajusta la lupa, “me indica que el cuerpo ya está esqueletizado”.
Así como las moscas y los escarabajos esperan un evento único, un cuerpo del cual alimentarse, uno donde refugiarse o reproducirse, Ana Julia espera el llamado de Fiscalía. Una isla en el medio de la nada. Un oasis en el desierto. “Siento siempre mucha responsabilidad”, dice y cierra la última evidencia, “soy la que puede encontrar lo que aún no se descubrió”.
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