A corazón abierto, la historia de Alejandro y una decisión que le cambió la vida

En el Día Mundial de Corazón, este roquense de 51 años que fue transplantado en el 2021, cuenta cómo vivió todo proceso cardiológico que lo salvó de la muerte.

Era una de esas tantas noches en la que Alejandro se encontraba solo, cara a cara consigo mismo. Hacía seis meses que estaba entre cuatro paredes de una clínica cardiológica a la espera de un corazón que le salvara la vida. Fue esa madrugada cuando comprendió que entreabrirle la puerta a la muerte, significaba, paradójicamente, tener más chances de seguir viviendo.

Es factor sanguíneo ‘0’ negativo. El donante no aparecía pese a que estaba primero en la lista de urgencia nacional. Su corazón funcionaba al 10% y apenas llegaba al 23% gracias a las aplicaciones diarias de dobutamina. Esa noche decidió dar un paso decisivo para su existencia.
Alejandro Germanos nació en General Roca hace 51 años. Sabía, desde 2014, que su corazón no daba para más y estaba destinado a un trasplante.

Sintió miedo. Mucho. Había que empezar a convivir con la patología y a mediados del 2019 llegó la determinación por parte de los médicos. En septiembre de ese año junto a su familia, se fue a Buenos Aires a la espera de un corazón que le salvara la vida.

Pandemia mediante, permaneció en modo ambulatorio cerca de un año y medio, pero la necesidad de una medicación diaria se fue acrecentando hasta que el 17 de febrero del 2021 quedó internado en el Instituto Cardiológico Buenos Aires (ICBA).
Casi nadie podía visitarlo. Eventualmente, lo hacía su esposa, Lizy. Veía a sus hijos desde el ventanal de su habitación, desde donde los saludaba sin saber si algún día los podría volver a abrazar.

Alejandro junto a su mujer en la habitación, en la vereda de enfrente sus dos hijos y demás familiares.

Los médicos le aconsejaron que hiciera ejercicio para que, llegado el momento del trasplante, el post operatorio no fuera tan extenso. De modo que el hombre pidió una bicicleta fija que usaba tres horas al día así como también unos escalones para subir y bajar. Y hacía una rutina de varias vueltas alrededor de la cama para mantenerse en forma. Todo entre las cuatro paredes de la habitación.

“Con todo ese ejercicio, yo me sentía bien. Pero cuando me sacaban la dobutamina, me venía abajo. Mi necesidad de un trasplante aumentaba día a día, pero el corazón no aparecía. Además de tener que ser del mismo grupo y factor, los requisitos de compatibilidad indican también que el donante debe ser de más o menos tu misma contextura. No podés poner un corazón de alguien de 50 kilos en un cuerpo de 80”, cuenta.

Alejandro seguía esperando, pero aquella noche invernal del agosto decidió no hacerlo más. Cerca de las 2 de la mañana la llamó a su esposa y le dijo que había tomado una determinación: se iba a colocar el balón. Técnicamente, es un dispositivo de asistencia, capaz de aumentar el gasto cardíaco y reducir el trabajo del ventrículo izquierdo mediante el aumento diastólico y la contrapulsación.

“Cuando le comuniqué a mi cardiólogo la decisión, me dijo que era lo mejor que podía hacer. Yo me daba cuenta que a mi corazón cada vez le costaba más mantenerme en pie. Además colocarme el balón significaba pasar del listado de urgencia a emergencia nacional, y quedar primero en esa lista. El problema es que cuando te colocás eso, quedás postrado. Es una máquina que se instala al pie de tu cama y la conectan a tu cuerpo a través de la ingle. No te podés mover hasta que llegue tu corazón, si es que llega”, señala.

A partir de la colocación del balón, comienza la cuenta regresiva, como un reloj de vida que tiene pautada una alarma única y final a los 15 días. “Si en ese tiempo no te trasplantan, comienzan a fallar otros órganos y vas a una muerte segura. El asunto es que cómo yo estaba, también iba a una muerte segura. Mi corazón ya no daba más”, asegura Alejandro.

Alejandro junto a Lizy, su mujer, en el Instituto Cardiológico Buenos Aires.

Esa charla telefónica de madrugada con su esposa no fue fácil. Hubo lágrimas, pedidos de reveer la decisión y temores lógicos. Al otro día, Lizy fue temprano hasta la clínica, pero Alejandro se mantuvo en su postura. Tuvieron una reunión con los médicos que avalaron la decisión. “Ellos terminaron de convencer a mi mujer, porque yo ya lo estaba. ¿Si tuve miedo? No, miedo tuve cuando me dijeron en el 2014 que me tenía que trasplantar. Así como estaba, no podía seguir. Quería poder volver a abrazar a mis hijos. Mentalmente estaba preparado, yo sólo quería regresar con mi familia”, dice.

“Cuando vos tomás las decisión del balón, lo primero que hacen los médicos es decirte todas las dificultades que puede tener esa elección. Pero la verdad es que yo estaba preso en esa habitación. Un preso VIP. Porque en la clínica me atendían de primera, en todo ese tiempo además me hice amigos de todos los enfermeros, los médicos, la gente de la limpieza. Pero no podía seguir viendo a mis dos hijos por la ventana. En seis meses, los había visto una vez, que fue cuando entraron un ratito a verme para el Día del Padre”, relata.

Alejandro estuvo a sus hijos una sola vez en seis meses. Fue en junio del 2021, dos meses antes de ser transplantado.

La madrugada del domingo 22 de agosto de 2021, a los 10 días de estar con el balón, llegó lo que tanto había esperado Alejandro y su familia. “Fue mejor noticia que recibí en mi vida después del nacimiento de los chicos. Después de llorar solo por unos minutos, la llamé a mi esposa. Lloramos juntos. Llegó a la 1 de la mañana a la clínica y a mí me llevaron a quirófano a las 9. Pasamos la noche en vela, hablando de lo que podía pasar. Yo estaba muy esperanzado en que todo iba a estar bien”.

La operación salió como la familia esperaba. El buen estado físico que había logrado durante el encierro de seis meses fue clave para que, a los cinco días de haber sido trasplantado, Alejandro hubiera podido dormir en el departamento de la calle Guardia Vieja en el barrio de Almagro, al que había llegado hacía dos años junto a su familia. La cruzada por un nuevo corazón tuvo un final feliz. Alejandro pudo por fin volver a casa y abrazar con fuerza a sus hijos. Ahora, cada 22 de agosto, lo celebra como si fuera su nuevo cumpleaños. Razones no le faltan.

Alejandro hoy, a cuatro años de haber recibido el transplante, con la bicicleta, una de sus pasiones.


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