Sartre: el intelectual progresista por antonomasia

La doctora en filosofía, ensayista y docente Esther Díaz  describe la influencia del intelectual progresista en la generación del 60.

“Una señora de la que me acaban de hablar, cuando por nerviosismo deja escapar una palabra vulgar, dice excusándose: creo que me estoy poniendo existencialista.”, cuenta Jean-Paul Sartre en “El existencialismo es un humanismo”. Se está refiriendo a las acusaciones que recibía por su filosofía, desde pesimista a vulgar pasando por varios matices descalificatorios. Pero, al mismo tiempo, pocos filósofos del siglo XX han logrado tanto reconocimiento en vida como él. Eso se paga y -en general- son modas y -como tales- se difuminan pronto. Aunque Sartre, en sus setenta y cinco años de vida, gozó en sus últimos cuarenta años (desde 1940 a 1980) de un prestigio inusitado. Justo y exagerado. Era el intelectual progresista por antonomasia, esos que creían que podían concientizar a los oprimidos.

Entre fines de 1960 y primeros años de los 70 cursé filosofía en la UBA. En toda la carrera nunca vimos el pensamiento de Sartre. Los profesores de entonces opinaban aproximadamente como la señora de la que habla el filósofo. Cuando reclamábamos sobre esa ausencia -en pleno auge del existencialismo- descartaban el tema. “Es una filosofía para modistillas”, contestó Adolfo Carpio desalentando a sus alumnos a que volvieran sobre el tema.

En épocas de pocas traducciones, ninguna fotocopia y sin rastros aún de digitalidad, nos pasábamos sus libros, nos reuníamos en bares a discutirlos, ensayábamos pasos existencialistas: ropaje oscuro, cabellos negros, jóvenes lánguidos angustiados ante la nada de la existencia. Pareja necesaria y parejas contingentes (un adelanto del poliamor del tercer milenio).

¿Qué quedó de todo aquello? Mucho y poco. Un libro que se resiste al olvido: “El ser y la nada”. El gran aporte filosófico elaborado por el genio de Saint-Germain-des-Prés, además de las ideas que se sostienen más allá de su literatura y su militancia.

El puesto de Sartre en la filosofía occidental fue, y es, mantenerse a la sombra de la fenomenología de Husserl y fundamentalmente de la filosofía de la existencia de Heidegger; por ahí andan también Agustín de Hipona, Hegel, Kierkegaard.

Su tándem con Simone de Beauvoir y los conceptos incluidos en su literatura -que hoy luce envejecida- le construyeron un pedestal en la galería de los grandes. La condena de ser libre, la mala fe, el infierno son los otros, su cartesianismo autonegado pero irrefutable, su ontología de la consciencia que dio lugar a psicologías del yo (psicoanálisis existencial), con pocos seguidores en la actualidad.

Suele haber cátedras dedicadas a su pensamiento y existen círculos que lo reciclan mediante textos y congresos. Pero académicamente su figura no es esplendorosa a pesar del éxito conseguido en vida. Fue el intelectual por antonomasia, el comprometido con las izquierdas, su prólogo a “Los condenados de la tierra”, de Frantz Fanon, sigue siendo fecundo contra los colonialismos. ¿Un concepto tan bello como discutible? Somos artífices de nuestro propio destino. Aseveración inquietante, pero fecunda para seguir pensando.


“Una señora de la que me acaban de hablar, cuando por nerviosismo deja escapar una palabra vulgar, dice excusándose: creo que me estoy poniendo existencialista.”, cuenta Jean-Paul Sartre en “El existencialismo es un humanismo”. Se está refiriendo a las acusaciones que recibía por su filosofía, desde pesimista a vulgar pasando por varios matices descalificatorios. Pero, al mismo tiempo, pocos filósofos del siglo XX han logrado tanto reconocimiento en vida como él. Eso se paga y -en general- son modas y -como tales- se difuminan pronto. Aunque Sartre, en sus setenta y cinco años de vida, gozó en sus últimos cuarenta años (desde 1940 a 1980) de un prestigio inusitado. Justo y exagerado. Era el intelectual progresista por antonomasia, esos que creían que podían concientizar a los oprimidos.

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