Un año de Javier Milei: revolución conservadora, poder, constitución
Lo que está en juego, en este tipo de revoluciones conservadoras, es hasta qué punto se puede transformar el presente para regresar a situaciones previas, más favorables a un orden social desigual
El presidente Javier Milei, en uno de sus rasgos mesiánicos más típicos de su ejercicio del poder, se percibe como el iniciador de una nueva corriente política. Tal vez no tenga mayor asidero que la posibilidad de ganar el premio “Nobel” en economía, como lo imagina. Sin embargo, en materia política, este discurso ha podido recoger un mayor asentimiento entre sus partidarios, del país y del extranjero: al fin de cuentas, se trata de un proyecto, con su búsqueda de una enunciación específica, y no de los rasgos de una personalidad.
Así, en la reciente Conferencia de acción política conservadora de Buenos Aires, uno de los oradores (Agustín Romo) se exclamaba “cómo cambió el mundo desde que Milei habló en el foro de Davos”, en febrero pasado, donde se veía como nuevo líder de Occidente. Si esta logorrea, en lo que tiene de repetitiva, no puede ser tomada al pie de la letra, merece sin duda atención como expresión, síntoma tal vez, de cambios que pueden estar presentándose en el campo político. Ciertamente, si la visibilidad del presidente Milei en la ultraderecha global ha cambiado fuertemente, no tiene que ver con la densidad teórica de sus tesis, ni siquiera con los “logros” económicos de su gobierno, sino con su “éxito” político a nivel local, es decir, consolidar su poder en condiciones institucionales –en verdad, parlamentarias– desfavorables en términos estrictamente numéricos.
No nos interesa aquí volcarnos a un análisis del funcionamiento del sistema presidencial y federal argentino, que podría explicar algunas de esas situaciones, sino sobre una cuestión más abstracta, que toca a lo que el presidente y sus secuaces denominan “batalla cultural”. En ocasión de la reunión de los grupos conservadores en Buenos Aires, J. Milei lo expresó claramente: “no importa qué tan buenos seamos gestionando, o cuán buenos seamos políticamente […], lo que marca siempre el norte es nuestra visión y eso es lo que tenemos que alimentar”.
En otros términos, “no alcanza como pasó en los 90 con gestionar bien, no alcanza con organizarse políticamente, es necesario también dar la batalla cultural”. Se trataría de “usar las armas del enemigo”, y en ese sentido no duda en citar a Lenin. Con cierta pertinencia, ya que ese combate presenta también una voluntad organizativa, expresada en el intento de constituir “una internacional derechista, es decir, una red de asistencia mutua integrada por todos aquellos interesados en difundir por el mundo las ideas de la libertad”, un proyecto que, en verdad, lleva años promoviéndose. En todo caso, en ese mismo discurso que pronunciara ante los partidarios del antiguo partido fascista italiano, hoy gobernante, Milei llamó “a usar las armas universales y atemporales de la política”, que rigen la batalla cultural. No hay que dudar en ejercer el poder.
Intento refundacional
Lo que podemos presentar como la vocación revolucionaria de J. Milei se expresó, y de alguna manera se expresa, en ese objetivo de romper, aunque más no sea por un período corto, con la idea de imposibilidad de promover ese tipo de políticas libertarias desde el poder, antes incluso que en la posible eficacia de sus políticas. Tal vez una de las cosas que nos quedan por determinar es el tipo de lazo que une al libertarianismo no ya tanto con el liberalismo clásico (del que está muy alejado por la ruptura que el nuevo avatar establece entre libertad y derechos) sino con el neoliberalismo, del que genéticamente proviene y con el que conserva ciertos puntos de contacto.
Con ese propósito, la materia constitucional parece ofrecernos un ángulo preciso. De hecho, no han faltado especialistas del liberalismo local, luego de haberlo votado, que han puesto en duda la coherencia entre el carácter revolucionario de su liberalismo y el respeto de la constitución. Al mismo tiempo, se puede notar incluso que la categoría de “derecha” reemplaza cada vez más a la de “liberalismo” como visión del mundo en el discurso mileista.
Era de esperar que en materia de política económica, la evolución entre ambas vertientes pudiera ser importante, dado el carácter mismo del sistema capitalista y sus mutaciones, sobre todo las ocurridas en las últimas cuatro décadas, y la propia naturaleza dinámica de la propia política económica –con su habitual sutileza, el presidente ha calificado de “libertarado” a uno de sus antiguos héroes intelectuales anarco-capitalistas–. En el plano constitucional tal vez fuera menos previsible, dada la vieja cultura del liberalismo argentino que J. Milei, como candidato presidencial, reivindicaba abiertamente en su propaganda electoral, e incluso después de su llegada al poder, aunque más no fuera a través de símbolos, como llamar ley de bases y puntos de partida a la principal pieza de su arsenal legislativo, o reivindicar la Constitución de 1853 en momentos de la firma del llamado “Pacto de mayo”, en julio pasado. Por cierto, la lectura que se hacía de Juan B. Alberdi era bastante aproximativa, incluso en materia de política constitucional, dado que el jurista tucumano, sin duda un defensor del liberalismo económico típico de mediados del siglo XIX, era a su vez bien consciente del carácter funcional de un texto constitucional con respecto a otras necesidades sociales, que podían variar según las situaciones.
Detrás de la retórica de la refundación la que el presidente ha echado mano desde su toma de funciones, los trascendidos sobre una posible reforma constitucional han comenzado a rodar a fines de noviembre, a través de periodistas cercanos al presidente (como Luis Majul), aunque por cierto no se trataría de una perspectiva inmediata, ya que el sistema de mayorías exigido para la declaración de la reforma previsto en la Constitución de 1994 le está actualmente vedado. Ciertamente, el presidente se ha beneficiado de las particularidades del sistema político argentino que aquella reforma agravó, no sólo en materia de legislación de excepción (los DNU), sino también en lo que respecta al particular federalismo argentino. Pero la perspectiva sería la de un “cambio de régimen”, acorde con la idea refundacionista.
Por supuesto, no se trataría de oponerle el viejo dogma de la intangibilidad de la Constitución, que formó por décadas una de las bases del conservador derecho constitucional argentino (incluso personalidades de signo político inverso terminaron adhiriendo a la idea que la Constitución de 1853 contenía en sus preceptos toda la sabiduría para llevar adelante políticas progresistas avanzadas).
En verdad, la reflexión constitucional parece haber avanzado en el otro sentido: algunas de las teorías que se desarrollaron al calor de las evoluciones constitucionales latinoamericanas de la primera década del 2000 (en Bolivia, en Ecuador) llegaron a proponer que se introduzca en el articulado de la constitución una cláusula de reforma constitucional periódica (fijada, por ejemplo, cada 5 años).
Pero a diferencia de ese reformismo, que puede presentar los cambios como una profundización, una extensión de la lógica existente, esta nueva visión propugna un regreso hacia atrás, desde el momento que se impugna un statu quo. Ese retorno a los orígenes se presenta como supresión de lo ilegítimo, para dejar una forma en su pureza.
Estamos ante lo que debe analizarse como una revolución conservadora, que se presenta, en su veta más reaccionaria, bajo la defensa de “la idea histórica de Occidente”, que “necesita desesperadamente reencontrarse con las ideas de la libertad” (Milei dixit). En materia constitucional, esto significaría también romper con cierta tradición del constitucionalismo, que fue, al fin de cuentas, una invención occidental.
Los rasgos rupturistas de la propuesta de Milei
Pero interesa menos observar sus incoherencias –en un discurso de este tipo, estas no tienen mayor incidencia en su eventual eficacia–, sino tratar de entrever los rasgos más rupturistas que podrían tener en nuestro presente. Por supuesto, los cambios no deben ser analizados desde un ángulo normativo abstracto: la noción misma de constitución está sujeta a modificaciones, aunque permanezca su sentido de limitación del poder que fuera la marca de su nacimiento entre los siglos XVII y XVIII. Ni tampoco ideologizar en extremo: la multiplicación del reformismo constitucional latinoamericano obedeció sobre todo a modificar las reglas de mantenimiento en el poder de los Ejecutivos, la siempre ansiada reelección, que unificó gobernantes conservadores y progresistas en las últimas décadas.
Con todo, existen en América latina antecedentes de reformas constitucionales activadas por corrientes neoliberales y autoritarias, que terminaron dejando su impronta aun en los casos en que fueron llevadas a cabo por medios discutibles. El caso más importante es el Perú de Alberto Fujimori, que promovió una nueva constitución en 1993 y que permanece vigente, pero asistimos en estos momentos a nuevos proyectos, como en el caso de El Salvador, donde los partidarios del actual presidente Nayib Bukele han simplificado, en abril pasado, el mecanismo de reforma, en vistas de refundar el país. Ya no se trata del viejo tropismo constitucional latinoamericano: la principal valedora europea de J. Milei, la primera ministra italiana Giorgia Meloni promueve una reforma constitucional en su país.
Se trata de una operación importante también en lo simbólico, porque la Constitución italiana de 1948 es la mejor expresión vigente de la arquitectura constitucional que recogiera las esperanzas de cambio social al finalizar la Segunda guerra mundial. Puesto que se trata de un sistema parlamentario, la reforma apunta sobre todo a la base de legitimidad del primer ministro, que sería elegido directamente por sufragio universal y no designado por el parlamento.
Si lo que se ha evocado hasta el presente en la Argentina toca a la organización de los poderes del Estado (extensión del mandato presidencial, supresión del cargo de vicepresidente, reducción del número de representantes, etc.), y a una típica extensión del poder ejecutivo (mantenerse en el poder es el primer principio de todo gobernante según Maquiavelo y Montesquieu), sobrevuela, en función de documentos como el citado Pacto de mayo, la posibilidad de reformas en materias programáticas, que supongan el fin de la intervención del Estado en la economía e incluso de ciertos derechos sociales (se habla del artículo 14bis, agregado en octubre de 1957, que estaría en la mira en nombre de una modernización de los mercados). Una tentativa en ese sentido existió en abril pasado en Ecuador, prohijada por otro gobernante afín a la visión del mundo mileista, Daniel Noboa, y fue ampliamente rechazada por referéndum.
El costado constitucional de la «revolución conservadora»
Se trataría, en este caso, de expresar constitucionalmente un nuevo diseño de sociedad. Al fin de cuentas, la reforma constitucional de 1994, aunque se llevara a cabo en un contexto neoliberal global, fue el fruto de un amplio compromiso entre las fuerzas políticas locales, como nunca antes había existido en ningún otro proceso constituyente argentino en el siglo XX. Más aún, se llevaba a cabo en el marco de lo que se llamaría poco después el paradigma neoconstitucional, que, aunque relativizaba el viejo modelo intervencionista estatal que había marcado al constitucionalismo programático de la primera mitad del siglo XX, recogía ampliamente sus fines a través de enunciados en términos de derechos, acrecentando las garantías judiciales de los mismos. En cualquier caso, no se trataba de una operación conservadora en el plano normativo, aun cuando facilitase las ansias de permanencia del poder del Ejecutivo en lo inmediato.
De lo que se trataría ahora, si nos guiamos por las tesis que se han ido avanzando entre insultos y simplificaciones, es de una perspectiva reaccionaria en sentido propio, sobre todo en materia de derechos. Va Incluso más allá del problema del “costo de los derechos”, aun de aquellos que presuponen una abstención de los poderes públicos, y que fuera asumido incluso por la doctrina constitucional de signo liberal. No se trataría siquiera de una limitación de sus traducciones actuales que han extendido la protección a grupos o individuos que fueron durante mucho tiempo desatendidos, sino de la estructura moderna que liga demanda social/derechos.
Existe un viejo argumento conservador que consiste en negar, por supuestas razones técnico-formales, el estatuto de derechos a ciertas demandas. En cualquier caso, el reconocimiento constitucional cambia el estatuto de la demanda social, que debe ser atendida por políticas públicas o amparada por la justicia, y que no puede ser violada por los poderes públicos o por terceros.
Lo que está en juego, en este tipo de revoluciones conservadoras, es hasta qué punto se puede transformar el presente para regresar a situaciones previas, más favorables a un orden social desigual, aunque más no sea en términos jurídicos. En este caso, se estaría subvirtiendo a la lógica misma del constitucionalismo moderno en su fase democrática, el igual derecho a la libertad.
* Catedrático de CY Cergy Paris Université y Director de su Centro de Filosofía Jurídica y Política en Francia.
El presidente Javier Milei, en uno de sus rasgos mesiánicos más típicos de su ejercicio del poder, se percibe como el iniciador de una nueva corriente política. Tal vez no tenga mayor asidero que la posibilidad de ganar el premio “Nobel” en economía, como lo imagina. Sin embargo, en materia política, este discurso ha podido recoger un mayor asentimiento entre sus partidarios, del país y del extranjero: al fin de cuentas, se trata de un proyecto, con su búsqueda de una enunciación específica, y no de los rasgos de una personalidad.
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