¿Qué hemos hecho de nuestros hijos?
Por Tomás Buch
En los debates alrededor de la catástrofe de Cromañón, además de la inevitable politización partidista, se olvidan que vivimos en un país culturalmente transgresor, en el que, al margen de la responsabilidad que le puede tocar al jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires y de las probables negligencias, incompetencias y/o corruptelas incurridas por inspectores, habilitadores, supervisores, policías y otros responsables, lo mismo que ocurrió en Cromañón hubiese podido suceder en cualquier ciudad del país y también en el resto del mundo. Pero no se trata de diluir las responsabilidades, sino de tomar conciencia de la responsabilidad social; es más: de la responsabilidad sistémica es decir, de la manera en que como sociedad hemos contribuido a educar a esta generación cuyas víctimas lloramos. Mediante nuestro ejemplo -muchas veces desde los más altos sitiales del poder-, los hemos educado en la cultura de la transgresión, de la «piolada» y de la «viveza criolla»: que las leyes y el pago de los impuestos son para los giles. Mientras todos lloran, se rasgan las vestiduras o buscan culpables reales o chivos expiatorios de la catástrofe de Cromañón, hay otro extremo de la cuestión que no es políticamente correcto mencionar: la responsabilidad de las víctimas o, dicho con más precisión, la naturaleza de la cultura de la juventud mundial, que es la responsabilidad de sus víctimas, pero también sus mayores tanto de los propios padres, como de todos aquellos que configuran los ejemplos explícitos o implícitos que los jóvenes toman como modelos en su propio comportamiento.
Se trata de un tema que va mucho más allá de Cromañón. Se pone de manifiesto en la amplitud mundial de la cultura del rock, con su nihilismo implícito y su cultura tribal; en la vacuidad de la educación escolar que se manifiesta en los terribles resultados de todas las pruebas de formación; en el desprecio por el esfuerzo, el estudio y el conocimiento; en la falta de esperanzas, ideales y compromisos; en la subcultura del vértigo y la droga; y en la de la pobreza, con su consecuencia, el subdesarrollo mental; en la violencia y la agresividad que expresa parte del odio hacia la cultura de los mayores, y que a veces se manifiesta en una agresión ciega hacia los propios pares, como en Carmen de Patagones o en Columbine. Y en la manera en que los jóvenes veinteañeros de ahora ya están transmitiendo esa cultura a sus propios hijos, a los que llevaron alegremente a respirar el aire -el real tanto como el simbólico, ambos igualmente viciados- de Cromañón. Y varios de los cuales murieron en la catástrofe, por la irresponsabilidad de sus padres, que no estaban preparados para tenerlos y educarlos, y que no hubieran debido tenerlos hasta estar preparados y deseosos de asumir una responsabilidad tan tremenda.
La condena a la cultura juvenil de hoy puede sonar como una queja de viejo, que pertenece a otra generación y ya no entiende a los jóvenes de hoy, con sus actitudes negativas o indiferentes frente a los valores que él defendió; que ni siquiera comprende su lenguaje, cuya pobreza y banalidad a veces lamenta. Creo que es más que eso: creo que estamos viendo el surgimiento de una cultura derivada de la actitud de los mayores, incluidos los padres y los maestros, acuciados por la emergencia económica a descuidar la necesidad de guía de sus hijos; los docentes, que no han evolucionado n están ya interesados por su profesión ni por actualizar sus contenidos y sus métodos; la televisión, que no hace más que proponer el vértigo, la vaciedad, la trivialidad y la violencia a un ritmo tan alocado que no sólo impide todo pensamiento, sino que no deja fijar una sola de las numerosas imágenes propuestas cada segundo; los creadores de videojuegos cínicos y sádicos para jugar, los cuales los jóvenes pasan horas de inmovilidad cuando antes jugaban al fútbol; los vendedores compulsivos que proponen los bienes de consumo de los que «nadie» ya puede prescindir sin quedar fuera del grupo de sus pares; la publicidad, que propone estilos de vida opulentos y vacíos, amén de inalcanzables para las grandes mayorías, cuya ambición y envidia cultiva sin esperanzas de satisfacción… Una sociedad, en fin, en la cual se ha perdido la cultura del esfuerzo, todos los fines están comercializados y en la cual los sentimientos sinceros están obnubilados por el vértigo y los ideales morales desvalorizados por el cinismo. En lo que respecta a la cultura rockera, en especial, llaman la atención los cientos de jóvenes que son capaces de hacer cola durante días enteros para obtener entradas para escuchar a sus conjuntos preferidos. Todos ellos, ¿no tienen nada que hacer? ¿No trabajan? ¿No van a la escuela? Y también llama la atención la violencia que puede estallar a la salida de esos recitales masivos, de los cuales se piensa que los asistentes reciben un influjo que los hace más felices.
La cultura del rock comenzó en los años '60 con Woodstock, con esa gran manifestación de una juventud que rechazaba el utilitarismo de sus mayores y que prefería hacer el amor y no la guerra. Era una expresión de esperanza en un mundo mejor y no, como ahora, una protesta violenta aunque inconsciente e inconsistente contra un mundo que los enfrenta con una negra pared de desesperanza y falta de ideales y de perspectivas. Basta comparar los textos: «Todo lo que necesitas es amor», predicaban los «Beatles». Los textos de ahora dicen que todo da lo mismo y frecuentemente incitan al delito y a la violencia, en un mundo signado por el temor, la superstición, el enfrentamiento de civilizaciones, la negación del otro, el retorno a los principios medievales en la convivencia internacional, la supervivencia del más fuerte y del más despiadado, la pérdida de seguridad en los principios, en las posibilidades de vida, en las alternativas de crecimiento individual y social. Y en una superstición que canoniza a los cantantes de rock y no se ocupa de los ideales éticos de una religión cuyas estructuras también están carcomidas por la hipocresía y el vicio apenas oculto. Entonces, el lugar de la militancia social o individual de otrora por un futuro mejor es ocupado por el vértigo momentáneo, el atontamiento por el ruido, las drogas y una sexualidad irresponsable privada de amor e indiferente a las consecuencias.
Y así como la sociedad consumista que nos domina es capaz de rescatar en su propio provecho y prostituir los impulsos más nobles -el ejemplo más conocido es el «merchandising» con imágenes del «Che» Guevara-, también ha rescatado esa protesta juvenil, en beneficio de empresarios inescrupulosos así como los policías y funcionarios corruptos y/o negligentes que sacan dinero de la explotación de los cantantes tanto como de los jóvenes. Pero todo esto no es casual, ni debe reducirse a la denuncia de una juventud que «no es como la de antes».
Se trata de una desfiguración sistémica y de una represión consciente de todo atisbo de soñar una sociedad distinta a aquella cuya única finalidad es maximizar las ganancias de las grandes empresas, aunque sea a costa del futuro de la humanidad entera. Los jóvenes de ahora son, en parte, los hijos de la generación del «flowerpower» y, en el caso argentino, también los hijos de una generación perdida por la represión criminal de la dictadura genocida, que ha logrado hacer muy bien su trabajo: mostró que quien piensa distinto «piensa feo» y que lo mejor que se puede hacer es no pensar en absoluto.
Los sobrevivientes han aprendido la lección. En vez de debatir y planear un futuro posible, se atontan con música a niveles acústicos infernales que les ayuda a sobrevivir ante un futuro que ya no lo parece y que puede estar signado por más violencia, más estupidez, más amoralidad y más marginación. ¿Aún serán capaces de reaccionar?
En los debates alrededor de la catástrofe de Cromañón, además de la inevitable politización partidista, se olvidan que vivimos en un país culturalmente transgresor, en el que, al margen de la responsabilidad que le puede tocar al jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires y de las probables negligencias, incompetencias y/o corruptelas incurridas por inspectores, habilitadores, supervisores, policías y otros responsables, lo mismo que ocurrió en Cromañón hubiese podido suceder en cualquier ciudad del país y también en el resto del mundo. Pero no se trata de diluir las responsabilidades, sino de tomar conciencia de la responsabilidad social; es más: de la responsabilidad sistémica es decir, de la manera en que como sociedad hemos contribuido a educar a esta generación cuyas víctimas lloramos. Mediante nuestro ejemplo -muchas veces desde los más altos sitiales del poder-, los hemos educado en la cultura de la transgresión, de la "piolada" y de la "viveza criolla": que las leyes y el pago de los impuestos son para los giles. Mientras todos lloran, se rasgan las vestiduras o buscan culpables reales o chivos expiatorios de la catástrofe de Cromañón, hay otro extremo de la cuestión que no es políticamente correcto mencionar: la responsabilidad de las víctimas o, dicho con más precisión, la naturaleza de la cultura de la juventud mundial, que es la responsabilidad de sus víctimas, pero también sus mayores tanto de los propios padres, como de todos aquellos que configuran los ejemplos explícitos o implícitos que los jóvenes toman como modelos en su propio comportamiento.
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