Punta Villarino: escapada desde Las Grutas al caribe de la Patagonia
A 65 km de Las Grutas, en Puerto San Antonio Este, no tiene nada que envidiarle a su vecina Punta Perdices, la playa furor de los últimos veranos. La mejor forma de llegar es caminar: el premio es disfrutar de un paraíso inexplorado que hay que visitar sin dejar residuos ni perturbar a la fauna.
Si de Caribe se trata, o de lugares que remontan a esos paisajes de mar intenso y costa de un blanco imposible, en el Puerto San Antonio Este existe otro rincón soñado, que nada tiene que envidiarle a Punta Perdices, la playa que se popularizó durante los últimos veranos.
Se trata de Punta Villarino, que está ubicada en la costa opuesta, ya que a Perdices se llega tomando un camino que parte desde el Mirador Norte de la villa marítima, ubicada a 65 km de Las Grutas por ruta 3.
Punta villarino está en dirección al Mirador Sur, y una de sus particularidades es que es el único rincón costero dentro de la zona que está escoltado por un apostadero de lobos marinos, que parecen custodiar la belleza del paisaje.
Por eso, como esos sitios únicos que regala la naturaleza, es imprescindible visitarlo sin degradarlo. Y sin dejar residuos ni perturbar a la fauna.
De hecho, en los últimos meses se hicieron públicas las nuevas disposiciones que la municipalidad ideó para esta playa y el resto de las de esta aldea pesquera. Y está prohibido acampar o ingresar con vehículos hasta la costa, para no pulverizar el manto de conchillas.
La forma más linda de llegar es caminando. Hay que andar mucho, y pasar por esas playas cercanas al muelle que concesiona Patagonia Norte, en el que, más avanzado el verano, se podrá apreciar la labor de los grandes buques mercantes que llegan para recibir la fruta que se produce en el Valle rionegrino, que, luego, transportarán hacia el mundo.
Por ahora los barcos pesqueros, más pequeños y de cascos rudimentarios, como vestidos “de entre casa”, son los que se ven en el lugar, que cautiva como todos los puertos.
Pero hay que seguir andando y avanzar, como si fuera una cuestión de fe. Es que, mirando hacia adelante, no se ven ni los lobos, ni una costa que, a partir de ese punto, empezará a suavizarse hasta dejar atrás las conchillas blancas que la tapizan y pasará a revelar una dorada arena.
Y que nada se vea, es lo mágico. Porque en un momento, al acercarse, se percibe la curva que dibuja la costa. A nuestra espalda quedó un muelle que ya no se vislumbra. Y en ese preciso instante en el que uno se siente en una playa completamente desierta, como si existieran aún paraísos inexplorados, si se dan unos pasos, la magia se renueva.
Primero, se ven y se huelen los lobos marinos, que están impregnados de una capa de grasa que baña sus cuerpos. Por eso, el sol no sólo los hace relucir, sino producir un aroma tan fuerte que, instantáneamente, imprime su sello en cualquier nariz.
Se acomodan en forma de V sobre la costa, formando una suerte de ‘bandada marina’ que encabezan los ejemplares más viejos y sigue con los más jóvenes, que se suceden hasta ingresar al mar.
Ahora, la especie está protegida por guardas ambientales, para garantizar que no se los moleste y evitar que la gente se acerque demasiado.
Después, llega el otro descubrimiento. Es que las conchillas que cubren el sector se vuelven cada vez menos notorias, hasta que, si se continúa andando, se llega al primer sector de fina arena del que se va a poder gozar en kilómetros de costa, porque los balnearios suelen estar tapizados por valvas o por canto rodado. Por eso, para los amantes de la blandura en las plantas, ése es un dato digno de compartir.
Lo demás, será colocarse protector y, ahora sí, detener la marcha. Para entregarse a disfrutar a pleno.
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