Políticos en otro mundo
Saben que derrotar la inflación requeriría un ajuste aún más doloroso que el que aplica Martín Guzmá, pero les es más cómodo dejar que el costo de vida suba mes a mes como si se fuera un fenómeno natural .
Puesto que los candidatos principales de las coaliciones que dominan el panorama político no querían molestar a la gente hablándole de cosas tan antipáticas como la crisis pavorosa que está haciendo trizas de la economía, la campaña cuyos resultados pronto sabremos giró en torno a asuntos más agradables: el vigor sexual insólito de los peronistas, lo necesario que es tomar en cuenta la ubicación geográfica de los fumadores de porros, las fiestas que se celebran en la quinta presidencial y lo bueno que es abrir la cabeza de los estudiantes apabullándolos con diatribas truculentas.
Puede que la próxima etapa del largo torneo electoral sea un poco más edificante, pero lo más probable es que los protagonistas opten por seguir intercambiando insultos supuestamente ingeniosos y afirmándose indignados por las revelaciones escandalosas más impactantes porque la realidad se ha hecho tan fea que muchos políticos temen enfrentarla.
Convencidos de que perderían votos si se comprometieran a reducir drásticamente el gasto público, dan a entender que lo mantendrían indefinidamente a pesar de que los odiosos números les digan que no habrá forma de continuar financiándolo por mucho tiempo más.
Saben que derrotar la inflación requeriría un ajuste aún más doloroso que el que bajo el radar está aplicando Martín Guzmán, pero les es más cómodo dejar que el costo de vida siga subiendo mes a mes como si se tratara de un fenómeno natural al que hay que resignarse.
Así pues, incluso el liberal furibundo Javier Milei dice que no se le ocurriría procurar modificar mucho el sistema de subsidios que perciben muchos habitantes del conurbano bonaerense y otras zonas paupérrimas del país. En cuanto a los demás, coinciden en que por motivos humanitarios y, desde luego, políticos, sería mejor prolongar indefinidamente el statu quo. Aunque es de suponer que los más lúcidos son conscientes de que la economía no podrá recuperarse si se continúa transfiriendo recursos de un sector productivo que propende a achicarse a uno improductivo en plena expansión, entienden que cualquier intento de frenar el drenaje podría provocar una reacción social inmanejable.
A juzgar por lo que dicen en público sus voceros respectivos, no es muy grande la diferencia entre el gobierno y la oposición cuando es cuestión de lo que les parece deseable. Algunos extremistas aparte, tanto los oficialistas como sus adversarios reconocen que valdría la pena ir reemplazando los subsidios con “laburo” genuino, poner fin a la inflación y hacer un gran esfuerzo por preparar a los jóvenes para el mundo que les aguarda, pero los dirigentes de las dos agrupaciones se resisten a decirnos qué en su opinión debería hacerse para alcanzar los objetivos que comparten.
No les sería difícil llegar a un gran acuerdo nacional sobre lo que quieren, ya que todos dicen estar resueltos a colaborar para que la Argentina sea un país más próspero que disfrute de más justicia social, lo que sería inconcebible sin una economía que crezca a un buen ritmo, pero no hay ningún consenso sobre las medidas que tendría que tomar un gobierno para acercarse a tales metas, acaso porque a demasiados políticos les asusta pensar en los cambios drásticos que serían necesarios.
La actitud del grueso de la clase política nacional hacia el electorado se asemeja a la de Alberto frente a aquellos tecnócratas desalmados del FMI que le piden un plan económico. No es que el presidente sea contrario a los planes por alguna razón filosófica, como a inicios de su gestión insinuó a periodistas del diario financiero más influyente del planeta, sino que siente que cualquier programa que resultara ser coherente le sería políticamente suicida ya que tendría que contener alusiones a su hipotética voluntad de hacer que el país dejara de intentar vivir por encima de sus medios.
Lo mismo que tantos otros mandatarios a partir de mediados del siglo pasado, prefiere seguir postergando la hora de la verdad con la esperanza de que algo – ¿un boom sojero aún mayor que el anterior, Vaca Muerta, una intervención salvadora china, Joe Biden? – , lo ayude a mantener a raya la cruel realidad por algunos años más para que sea otro el encargado de manejar el desastre que ve aproximándose.
Como los hombres y mujeres que lo precedieron en la Casa Rosada, Alberto ya se habrá resignado a legar a su sucesor una “herencia” atroz que, como es tradicional, el presidente siguiente intentaría aprovechar acusándolo de entregarle un país en bancarrota.
Es que la decadencia se alimenta de sí misma, en buena medida porque quienes compiten por el privilegio de administrarla dan por descontado que procurar revertirla sería peor para ellos que permitirle seguir profundizándose.
Comentarios