Planificar nunca, anticiparse jamás


El Gobierno nacional pasó el tiempo justificándose, haciendo promesas triunfalistas y echándole la culpa siempre a factores por fuera de su responsabilidad.


Debido a que la crisis sanitaria y económica tiene un altísimo costo en vidas, pérdidas materiales y retrocesos sociales, a esta altura el gobierno que encabeza Alberto Fernández verifica más cosas anotadas en su debe que en el haber. En su casi año y medio de gobierno, ha tenido que vérselas con una situación económica que de arranque venía muy mal y que se ha deteriorado mucho más debido a la administración de la pandemia, pero también a la mala praxis de sus políticas. El cierre de las exportaciones de carne es un ejemplo de recurrencia en errores que ya terminaron mal en el pasado.

Más allá de que lucha contra un enemigo feroz y agazapado, es evidente que la cerrazón de la alianza que integra el Presidente y que le come la cabeza a diario, lo ha hecho fallar en aspectos sanitarios claves como han sido el desprecio por los testeos y en no tener la apertura mental necesaria para conseguir vacunas cuando no había “escasez”. Le ha faltado generosidad y la sociedad se lo factura: su imagen está por el suelo. Sin embargo, hay un punto crítico que hay que reprocharle a Fernández más que ningún otro, justamente cuando ha tomado una serie de graves decisiones: al estilo argentino, en estos meses no hubo ninguna vocación gubernamental por prever absolutamente nada.

Decidido a imponer una batería de restricciones, las más severas desde aquellos primeros encierros que provocó la pandemia, debido a que la transmisibilidad actual del virus se ha tornado mucho más agresiva y letal que en la etapa anterior (el país hoy es número uno en cantidad de fallecidos por cada millón de habitantes), en los anuncios que realizó el Presidente el jueves último quedó en evidencia una vez más que el modo argentino de manejar los problemas es siempre la improvisación. Winston Churchill peleó una guerra de un modo totalmente diferente al modelo de desidia e imprevisión que se observa en la Argentina.


La manifestación más evidente, dramática y actual del modo argentino de atar todo con alambres es no haber tenido en cuenta siquiera algún plan de contingencia.


La manifestación más evidente, dramática y actual del modo argentino de atar todo con alambres es no haber tenido en cuenta siquiera algún plan de contingencia durante el tiempo en que el Covid se replegó para volver a aparecer ahora con mayor virulencia. Ese tiempo perdido se pudo haber utilizado para armar un verdadero gabinete de crisis, plural y multidisciplinario, tal como el británico manejó la guerra desde su inviolable búnker. Sin embargo, el Gobierno pasó el tiempo justificándose, haciendo promesas triunfalistas y echándole la culpa siempre a factores por fuera de su responsabilidad. La comunicación para generar compromiso, como sustento de una planificación destinada a darle batalla al enemigo en todos los campos (defensivamente contra las bombas que caían en las ciudades y en paralelo, con un contrataque eficaz) es un gran ejemplo de la historia que ha sido desaprovechado.

Aquí, los ciudadanos han perdido durante la primera ola gran parte de sus ingresos, otros su trabajo directamente y los jóvenes, horas de clase que no se recuperarán y nunca salió nadie creíble desde el Gobierno a explicar y a convencer. La economía en su conjunto se deterioró gravemente, los indicadores sociales marcan cifras de espanto y únicamente se echó mano al placebo de la ayuda social. Toda esa tan triste experiencia de varios meses atrás debería haber sido capitalizada en el abordaje de esta nueva etapa, pero no ha sucedido. La política y sobre todo la ideología ocuparon de forma malsana el tiempo de la previsión. Cuando no se predica con el ejemplo, la autoridad moral se va a la basura y la población no responde.

Este fue el lamento que más se le escuchó a Fernández cuando habló en la semana con los gobernadores. “No controlan”, acusaba el Presidente. “La gente está saturada”, se justificaban desde las provincias. Y se la ha subestimado, les faltó agregar. Justamente, ése es el campo en el que Churchill brilló: conducción con mano de hierro, pero oídos puestos en el sentir ciudadano. En la Argentina, ni una cosa ni la otra, sólo un Presidente entretenido en gambetear una interna que lo ha desencajado y una agenda pública de temas que trata el Congreso que sólo le interesan a la clase política, especialmente a quienes buscan cambiar de raíz la Justicia para no tener que rendir cuentas. De allí, a volver a oír “que se vayan todos” hay un cortísimo paso.


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