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Oportunismos de campaña bajo presión


El combo implacable de inflación, desempleo y pobreza se impone como demanda central y dispara un vector que es siempre correlativo: la indignación por la corrupción oficial.


La tensión central del país político ya está expuesta. De un lado la sociedad se contorsiona de todas las maneras posibles para sobrevivir a la combinación letal de crisis económica y pandemia sin fin. Del otro lado, sus representantes políticos practican la danza que los seduce hasta la adicción: la de sus interminables disputas internas.

Ningún partido de peso electoral consiguió sustraerse de ese bailoteo enajenado, en un país que se desbarranca bajo la línea de pobreza, que superó los 100.000 muertos por la pandemia y los cinco millones de contagiados y que sigue improvisando un plan de vacunación.

Altanera, sobre las cenizas de la economía destruida y abriéndose paso entre los hospitales, la campaña electoral ha comenzado. Entramos al momento clásico en que lo único más o menos claro que exhiben las encuestas es al cliente que las contrata.

En todos las encuestas, la evaluación de la situación existente es negativa en más de la mitad de los consultados y las expectativas a futuro no son mejores. Si esa percepción de la realidad se transformara en voto, las elecciones ya tendrían el resultado puesto. Pero esa traducción lineal puede conducir a engaño.

El bloque original de electores del Gobierno -menos de un tercio- aún se sostiene con alto grado de resiliencia. Pese a que sus tres figuras más expuestas merodean los 60 puntos de rechazo explícito. Así está la imagen negativa de Cristina Kirchner, Alberto Fernández y Axel Kicillof.


De impugnar al Fondo Monetario Internacional y a los EE. UU. como responsables de la crisis, el oficialismo pasó a señalarlos como expectativa de recuperación.


En la oposición, el techo para el crecimiento es más alto. El dato alarmante es otro. Desde que fracasó en sus gestiones de unidad interna y se lanzó al baile de las primarias, la imagen de los principales dirigentes del bloque, cuyo DNI en tránsito alude todavía a la genealogía Cambiemos, no ha cesado de caer.

Las inquietudes sociales son nítidas. La preocupación por la pandemia cede. No porque el optimismo declarativo del Gobierno convenza, sino más bien por la resignación ante los sucesivos fracasos del plan de vacunación. En cambio, el combo implacable de inflación, desempleo y pobreza se impone como demanda central y dispara un vector que es siempre correlativo: la indignación por la corrupción oficial.

Ante la aflicción generalizada por el rumbo económico, el oficialismo acaba de girar sobre el eje de una nueva impostura. De impugnar al FMI y los EE. UU. como responsables de la crisis, pasó en días a señalarlos como expectativa de recuperación. Cristina Kirchner dejó de oponerse al pago de la deuda con el FMI, Alberto Fernández autorizó y agradeció las vacunas de Pfizer y Moderna y Sergio Massa volvió a ofrecerse como presidenciable frente a Jake Sullivan, el enviado de Joe Biden que reclamó una política coherente frente a Cuba, Venezuela y Nicaragua.

Lo significativo del giro es su impacto de corto y mediano plazo. En lo inmediato, el Gobierno parece haber comprobado que su discurso económico no genera expectativas en el electorado. Para el mediano plazo, prepara el terreno para el día después de la elección. Cuando no tendrá más remedio que hacerse cargo del ajuste por el sinceramiento de las variables económicas y los vencimientos con el FMI que no podrá postergar sin un plan. No deja de ser una operación riesgosa. El Gobierno está a un paso de aprobar otra singularidad argentina: la sindicalización de la protesta subsidiada, bajo la forma de una confederación general del desempleo. Aún así, Juan Grabois metió presión advirtiendo el riesgo de un estallido social.

La visita de Sullivan dejó otra novedad: Marc Stanley como nuevo embajador propuesto por Biden para Argentina. Entre sus antecedentes, exhibe su condición de líder de la comunidad judía en Dallas, Texas, y su designación como miembro del Consejo del Museo del Holocausto.

Mientras, Carlos Zannini decidió acelerar los trámites para voltear la causa abierta por el acuerdo con Irán, denunciado como la clave del encubrimiento a los responsables del atentado contra la AMIA.



El combo implacable de inflación, desempleo y pobreza se impone como demanda central y dispara un vector que es siempre correlativo: la indignación por la corrupción oficial.


La tensión central del país político ya está expuesta. De un lado la sociedad se contorsiona de todas las maneras posibles para sobrevivir a la combinación letal de crisis económica y pandemia sin fin. Del otro lado, sus representantes políticos practican la danza que los seduce hasta la adicción: la de sus interminables disputas internas.

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