¿Woke en Argentina? «batalla cultural» y libertad de expresión en la era Milei
Al parecer, aquello que ofende la moral de algunos sectores, no es más que el meticuloso juego que se define en la mesa chica de quienes, por lo general, mueven los hilos de la historia de las sociedades.
No es novedad en Argentina ni en ninguna parte del mundo, saber que el imaginario social siempre está sujeto a transformaciones y disputas de sentido. Aunque también es cierto que, en nuestra actual coyuntura política, esta disputa fue adquiriendo características particulares, al punto de plantearse que en el terreno de batalla opera una supuesta estrategia de “adoctrinamiento”.
Como ha sucedido a lo largo de la historia, lo que pasa en estos lares parece ser un reflejo tardío de lo que sucede en otras latitudes. En este caso, la presunción de adoctrinamiento guarda un claro paralelo con la discusión de la cultura Woke en EE. UU.
Origen del término “woke”
A mediados del siglo XX, el término woke (“despierto”) comenzó a tomar densidad política a partir de su utilización por las minorías afroamericanas en el país del norte.
Instalado en un comienzo como expresión de tener conciencia de la injusticia racial, con el correr de los años su significado no sólo se consolidó, sino que también fue ampliándose hacia otras minorías, otros reclamos y otras reivindicaciones.
Fue a partir del movimiento Black Lives Matter, surgido en 2012, con origen en el asesinato de un adolescente afroamericano por parte de un policía blanco, donde esta ampliación de sentido fue cubriendo poco a poco la gama de luchas y valores asociados a los sectores políticos progresistas y de izquierda.
Ahora bien, además de referir a una pertenencia ideológica, los movimientos woke son acusados, por los sectores de la derecha estadounidense, de ser responsables de atentar contra las formas democráticas de la libre expresión desde posturas estrictamente autoritarias.
Debido a sus expresiones quizás más radicalizadas, parte de la sociedad los describe como apologistas o policías de una única moral válida.
La “cultura de la cancelación”, por ejemplo, es uno de los elementos que alimentan los argumentos de esta crítica que, por cierto, también se manifiesta con rasgos extremistas.
Como si fuera un síntoma global generalizado, algo similar pasa hoy en la Argentina.
Aunque no es exclusivo del gobierno de Javier Milei, es evidente que su bandera de disputa discursiva se asienta en la identificación de este enemigo cuasi único.
Cuán real es este diagnóstico (anti) ideológico y qué tan perjudicial es para la sociedad, es una pregunta necesaria que amerita un tratamiento más exhaustivo. No porque no haya hechos o razones para definir determinadas acciones como inhibitorias o limitantes de la libertad, sino porque la acusación encierra un entramado subyacente que se juega en términos de poder y construcción de valores y sentidos.
Al parecer, aquello que ofende la moral de algunos sectores, más allá de su ideología política, ya sea para prohibir, acusar o escandalizar la opinión pública, no es más que el meticuloso juego que se define en la mesa chica de quienes, por lo general, mueven los hilos de la historia de las sociedades y, con ellas, el imaginario social que sostiene las instituciones democráticas.
* Profesor en Filosofía (UNComa)
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