Vivimos en un mundo cada vez menos equitativo
A los gobiernos democráticos les es cada vez más difícil conservar un grado de equidad en una época en que las nuevas tecnologías cambian radicalmente las formas de producción.
A mediados del siglo pasado, ensayistas come el estadounidense Daniel Bell ya hablaban del “fin de las ideologías”, es decir, de los grandes relatos inspirados en corrientes filosóficas milenarias que, a veces con consecuencias catastróficas, habían movilizado millones de voluntades en pos de objetivos comunes. No se equivocaban los impresionados por las deficiencias de las doctrinas mesiánicas que durante tanto tiempo habían dominado el pensamiento político no solo del mundo occidental sino también de países asiáticos como China; desde entonces, hemos tenido que conformarnos con proyectos híbridos menos ambiciosos, de los que el más exitoso hasta ahora ha sido el basado en una amalgama de capitalismo liberal y socialismo, aunque la variante nada liberal china tiene sus partidarios.
En términos prácticos, la opción híbrida tendría muchos méritos, ya que hizo posible el aumento sostenido, en un lapso muy breve, del nivel de vida de miles de millones de personas, pero no llenó el vacío que fue dejado por las ideologías más importantes ni, huelga decirlo, por “la muerte de Dios” un siglo antes que, como señaló Nietzsche, privó a los europeos de un concepto fundamental que había apuntalado su código de valores.
Además de brindar una sensación de orden, los esquemas ideológicos más importantes suministraron a todos la oportunidad de desempeñar un papel en una gran empresa común. Aunque los improvisados para tomar su lugar, como el peronismo, resultaron ser mucho más precarios, también servirían para dar un sentido aparente a la vida de sus adherentes.
En la actualidad todos, incluyendo al peronismo, están desintegrándose y por lo tanto contribuyendo a intensificar la sensación de malestar que puede detectarse en todas partes del mundo.
Si bien aún funciona mejor que las alternativas, el “centrismo” que predomina en los países de tradiciones occidentales está en crisis. Lo está porque a los gobiernos democráticos les es cada vez más difícil conservar un grado adecuado de equidad en una época en que las nuevas tecnologías están cambiando radicalmente las formas de producción.
Mientras que algunos se han visto beneficiados, otros, que conforman una mayoría creciente, se sienten marginados del bienestar ya que se ha reducido su poder de compra o, a lo sumo, se ha mantenido en el mismo nivel que alcanzó décadas antes.
Aunque la Argentina es un ejemplo extremo de este fenómeno, se trata de algo que está ocurriendo en virtualmente todos los demás países, lo que, lejos de ser un consuelo, es motivo de preocupación.
Entre otras cosas, significa que no hay “modelos” convincentes que un futuro gobierno podría intentar instalar aquí sin tomar en cuenta problemas que no tardarían en ocasionar dificultades.
Hasta hace relativamente poco, la socialdemocracia europea servía de guía para quienes querían combinar el dinamismo del capitalismo con la justicia social pero, a juzgar por los resultados electorales de los años últimos, está en graves problemas en todos los países del viejo continente con la eventual excepción de Noruega que tiene pocos habitantes – apenas 5,4 millones -, y una cantidad enorme de petróleo y gas.
Para los gobiernos próximos, el desafío principal ha de ser el planteado por el crecimiento constante del número de personas que, además de verse sumidas en la pobreza, carecen de los atributos que les permitirían salir de ella aun cuando la economía disfrutara de un período de expansión vigorosa. Muchos que según las estadísticas son pobres han visto desplomarse sus ingresos por motivos que podrían calificarse de circunstanciales.
De lograr un gobierno frenar la inflación y conseguir las inversiones necesarias para resucitar “el aparato productivo”, tales personas serían plenamente capaces de levantar cabeza, pero hay otras, las “estructuralmente pobres” para emplear el eufemismo preferido por los sociólogos, que sencillamente no poseen las aptitudes precisas para hacer un aporte útil a una “economía del conocimiento” moderna.
Se trata de analfabetos funcionales para los cuales “la cultura del trabajo” es un concepto ajeno.
Es muy tentador tratar a tales hombres y mujeres como víctimas de una sociedad injusta y apostar a que una reforma educativa radical solucionara el problema, pero el asunto no es tan sencillo. Opinar que todos están en condiciones de aprender lo imprescindible, de suerte que el hecho de que muchos no lo hagan ha de ser culpa del sistema, suena bien pero es muy poco realista.
Aunque todos sean iguales ante los ojos de Dios, esto no quiere decir que el Señor haya repartido de manera equitativa los talentos que hoy en día pueden significar la diferencia entre el éxito material y el fracaso.
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