Un mundo intolerante e irracional
En algunos países se amputan órganos sexuales y se inyectaran hormonas para que logren “su transición” a niños de 12 años que no pueden dar consentimiento sexual ni pueden votar.
Si hace 10 años nos hubieran dicho que durante 2023 en gran parte de Europa y en los Estados Unidos uno de los temas de confrontación política más álgidos, esos que dividen a las sociedades totalmente, sería la aceptación o no de las intervenciones quirúrgicas que les amputan los órganos sexuales a los niños para crearles un cuerpo trans nos hubiera parecido que el que nos decía semejante cosa estaba delirando. Tampoco nos parecería real que el Parlamento Británico esté estudiando una ley que prohiba a los comediantes hacer chistes sobre cualquier tema que pueda ofender a alguien por motivos étnicos o por identidad de género. Pero todo eso no solo está sucediendo si no que ya es el sentido común de gran parte de los medios, de las instituciones políticas, de los líderes de opinión, de los responsables de la educación pública y de todas las instituciones que definen la vida en común en las sociedades modernas.
¿Cómo fue que llegamos a un nivel de intolerancia e irracionalidad tal que, además de imponer como válidas cuestiones que hasta hace pocos años parecían directamente una locura, no se las puede siquiera debatir? Hoy no se puede saber qué es una mujer. Porque si acepta la definición del diccionario se lo tachará de fascista, militante antitrans o retrógrado social. Para poder hablar de una mujer (en el viejo sentido del término, “persona del sexo femenino”) hay que decir que es “una persona que menstrúa” o alguna otra metáfora parecida. No se puede hablar más de mujeres “biológicas” porque es discriminatorio con las trans.
En Inglaterra ha sucedido que muchos violadores declararon al ser aprendidos por la policía que ahora se autopercibían mujeres trans. La justicia dictaminó que fueran a cumplir su condena a cárceles femeninas. Eso llevó a que algunos de ellos volvieran a violar mujeres, ahora sin posibilidad de escape. Las instituciones inglesas no saben cómo resolver este problema porque no hay nada más sagrado que la identidad de género autopercibido. No hay soluciones que no violen ese principio esencial: por lo tanto no se hace nada. A lo sumo se aísla a los violadores trans en pabellones aparte. Pero sus abogados interponen demandas de discriminación y las ganan: vuelven a los pabellones de mujeres. Y vuelven a violarlas.
Otro debate inglés, que descubro en las muy inteligentes y entretenidas columnas del dramaturgo, humorista político y escritor Andrew Doyle (que aparecen en la revista online Spiked), se centra en la desaparición de la homosexualidad. Muchos de los niños que de adultos van a ser homosexuales suelen vestirse con ropa del sexo opuesto, jugar con juguetes del sexo opuesto y rehuir deportes y actividades que entusiasman a los niños de su propio sexo.
Ahora, la política masiva en los países en los que se impuso la ideología de género es “contribuir” a que esos niños y niñas se fijen en el cuerpo trans que los adultos suponen que ellos querrían tener: si juegan de manera femenina les parece obvio que quieren ser mujeres trans, y si se manifiestan masculinas, es obvio que esas niñas quieren ser varones trans.
Esta locura no sería grave si no se practicaran masivamente operaciones de amputación de los órganos sexuales y se les inyectaran hormonas del sexo opuesto para que logren “su transición”. Esto se hace hoy con niños que no pueden dar consentimiento sexual, no pueden votar, no pueden fumar, pero que les dejan amputarse su cuerpo a los 12 años.
Esa política de amputaciones y construcción de vidas trans en la infancia ahora debe enfrentar demandas judiciales de los niños que fueron convertidos en trans porque al crecer muchos de ellos descubren que no querían ser trans sino que eran gays y lesbianas: es decir, varones a los que les gustan los varones o mujeres a las que les gustan las mujeres.
Incluso hay casos de niños y niñas que hubieran querido ser heterosexuales y los hicieron trans. Eran muy niños para saberlo, estaban sugestionados por el fervor trans que hoy hay en las escuelas y el Estado les destrozó la vida por culpa de la ideología de género.
Esta mentalidad se impone porque es imposible criticarla. Si alguien no lo cree, trate de discutir la ideología de género en las facultades de Letras, Sociales o Comunicación de cualquier universidad argentina (a pesar de que acá aun no llegamos a los niveles de irracionalidad de EE.UU.).
Andrew Boyle dice que en 2017 hizo un ciclo de stand up en el que se reía de todas estas ideas. Entonces algunos lo criticaron, pero debatieron con él. Ahora, en el mismo teatro en el que hizo ese ciclo prohiben actuar a cualquier artista que haga humor con estos temas.
El fanatismo y la irracionalidad son cada vez más poderosos. Animémonos a criticarlos cada vez que los veamos. Si no llegará el momento, más temprano que tarde, en el que solo quedará la posibilidad de aplaudirlos.
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