Soberanía y dependencia
Los imperialistas de ayer están entre los más antiimperialistas de todos. Saben bien que no les convendría asumir los costos, tanto materiales como simbólicos.
En el mundo actual, suele darse por descontado que todo país soberano tiene derecho a manejarse tal y como quiere el gobierno local. También se supone que todos deberían valerse por sí mismos. ¿Son compatibles estos dos pilares del orden internacional? Parecería que no, ya que son cada vez más los países que, si bien sus habitantes defienden con uñas y dientes la soberanía nacional, son incapaces de continuar brindándoles lo que creen merecer. Sin el apoyo externo, que por lo común consiste en préstamos a tasas de interés muy bajas y donaciones caritativas, sus economías se desintegrarían por completo.
Tales países corren peligro de degenerar en “Estados fallidos” como Somalia y Yemen que han conservado su independencia formal pero se asemejan a lo que en otros tiempos se llamaban “terrae nullii” en que impera el caos más absoluto. Los gobiernos son internacionalmente reconocidos, pero no están en condiciones de administrar nada.
En el pasado no muy lejano, una potencia de tradiciones imperiales los hubiera agregado provisoriamente a sus dominios con la aprobación de la ONU o su equivalente, pero hoy en día ningún país poderoso soñaría con asumir por mucho tiempo la responsabilidad de administrar tales territorios. ¿Por qué hacerlo si, además de ocasionarles muchos problemas, los convertiría en blancos de críticas feroces por parte de los biempensantes?
Bien que mal, hoy en día los imperialistas de ayer están entre los más antiimperialistas de todos. Saben muy bien que no les convendría en absoluto asumir los costos, tanto materiales como simbólicos, que les supondría un esfuerzo por hacer viable una sociedad ajena sumida en la anarquía. Sería una tarea que los mantendría ocupados por varias generaciones ya que, para ser exitosa, requeriría la creación de una nueva cultura sociopolítica que reemplace la existente.
Por absurdo que parezca, la Argentina figura en la nómina de países que, por las razones que fueran, han sido incapaces de adaptarse a las circunstancias vigentes. Aunque, a diferencia de algunos de sus compañeros de infortunio, posee los recursos materiales y humanos que necesitaría para recuperarse en un lapso relativamente breve, un orden político disfuncional sigue impidiéndole aprovecharlos.
Se ha hecho tan grave la situación que reducir drásticamente la ayuda social, que en los años recientes ha crecido muchísimo, tendría consecuencias nefastas, pero a menos que el gobierno lo haga, la inflación continuará acelerándose y el sector productivo morirá de inanición. Para más señas, abundan grupos organizados, que según algunos incluye a la “corporación política”, que están resueltos a oponerse a cualquier intento de privarlos de sus derechos adquiridos; el conflicto que se ha desatado entre los kirchneristas y aquellos piqueteros que no les responden hace temer que la lucha de todos contra todos por lo que todavía queda haya entrado en una fase sumamente agitada.
Ya antes del intento de Vladimir Putin de apoderarse de Ucrania, la Argentina y muchos otros países, entre ellos Sri Lanka – donde un “estallido social” multitudinario acaba de derribar al gobierno –, estaban en apuros debido a una combinación de insensatez gubernamental, corrupción rampante y una pandemia acompañada por cuarentenas muy largas. Por lo demás, en el mundo desarrollado hubo un aumento notable del gasto público que, como pudo preverse, ha provocado una ola de inflación que, si bien es apenas perceptible según las pautas argentinas, perjudica a los pobres del resto del mundo.
Huelga decir que el impacto en los países presuntamente en desarrollo de la guerra en Ucrania ha sido mucho más doloroso que en Europa, América del Norte, el Japón y Australia. Se prevé que algunos, sobre todo en África y el Medio Oriente, sufran hambrunas.
En principio, la Argentina no tendría por qué experimentar dificultades alimentarias – por el contrario, debería estar entre los países beneficiados por la ausencia, que es de esperar sea pasajera, del “granero de Europa” del comercio internacional -, pero parecería que el Estado nacional es incapaz de solucionar los problemas que han surgido.
Con todo, el que haya por lo menos una docena de países en la misma situación que la Argentina podría serle ventajoso al obligar a los más solventes a reconocer que, frente a una emergencia internacional de grandes proporciones, no podrán limitarse a procurar mantener a raya a quienes huyan de sus lugares de origen en busca de refugio en el mundo rico. Tendrán que encontrar el modo de cambiar la conducta de los dirigentes de países ajenos sin brindar la impresión de querer tratarlos como colonias, algo que, como saben muy bien los tecnócratas del FMI, no es nada fácil.
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