Sin internas no hay democracia
A muchos políticos les encantan las internas partidarias, lo que puede entenderse por ser la suya una actividad que atrae a personas de mentalidad competitiva, pero sucede que, para casi todos los demás, se trata de reyertas pueblerinas. Con frecuencia, los hartos de tales conflictos acusan a los participantes de anteponer sus propias ambiciones a la búsqueda de soluciones concretas para los problemas gravísimos de la gente y se preguntan: ¿por qué no pueden cerrar filas, alcanzar acuerdos y trabajar en conjunto?
En otros tiempos, el hastío que tantos sentían por lo que ocurría en un mundillo político que les parecía incorregiblemente pendenciero y por lo tanto estéril, facilitó el surgimiento de una serie de dictaduras militares que, entre otras cosas, se comprometieron a liberar al país del flagelo de la discordia.
En la actualidad, el más beneficiado por el sentimiento así supuesto es el libertario Javier Milei que, por fortuna, tiene muy poco en común con los generales que durante más de medio siglo se creían destinados a salvar al país aboliendo la política.
Así y todo, plantea un peligro, ya que, si fuera elegido presidente, le sería extraordinariamente difícil formar un gobierno auténtico. Como los militares, lo que representa es la antipolítica.
Aunque sea comprensible que una parte muy significante de la ciudadanía haya llegado a la conclusión de que la clase política – “la casta” contra la que despotrica Milei -, se ha alejado tanto del resto de la sociedad que merece verse reemplazada por otra de características muy distintas, los únicos capaces de producir los cambios que tantos están pidiendo son los votantes.
¿Está preparándose el electorado para hacer algo así? A juzgar por las encuestas, es por lo menos posible que, antes de terminar el año, la mayoría haya repudiado con contundencia las manifestaciones más recientes del populismo cortoplacista tradicional, pero ello no querría decir que estaría dispuesta a soportar por mucho tiempo a una alternativa que se encontraría a cargo de un país en bancarrota, abrumado de deudas, en que más de la mitad de la población es pobre.
Es fácil decir que lo que necesita la Argentina es una nueva cultura política; no lo sería implantar una en circunstancias tan negativas como las previstas por casi todos.
En un intento de apaciguar a los muchos que tratan a los políticos como si fueran extraterrestres ajenos a “los problemas de la gente”, María Eugenia Vidal propuso que se bajaran los candidatos del partido en que milita para empezar todo de nuevo.
Como no pudo ser de otro modo, la idea de la ex gobernadora bonaerense y aspirante presidencial dubitativa, que es de suponer espera ser considerada como una candidata menos urticante que sus rivales, sólo motivó extrañeza.
Lejos de ayudar a brindar la impresión de que el PRO se hubiera convertido milagrosamente en un dechado de unidad, poner fin así a la contienda entre Horacio Rodríguez Larreta y Patricia Bullrich sería tomado por un síntoma de pánico.
Desde los días de la polis griega, los enemigos de la democracia subrayan que es intrínsecamente divisiva y señalan que los votantes raramente entienden muy bien lo que está en juego. Critican a los políticos profesionales no sólo por sus eventuales deficiencias personales, ya que abundan las mediocridades, sino también por su propensión a actuar como miembros de una corporación con sus propias reglas tácitas, razón por la cual tienden a cerrar filas en defensa de colegas corruptos aun cuando no compartan sus opiniones.
Tales reparos pueden justificarse, pero a partir de mediados del siglo XIX ha sido tan evidente que las sociedades democráticas funcionen mejor que las monarquías absolutas, las dictaduras totalitarias, las teocracias, las desembozadamente elitistas y otras variantes autoritarias, que hasta los tiranos más brutales suelen calificar de “democracias” las sociedades que gobiernan.
¿Es concebible la democracia sin internas? Claro que no. En países pluralistas – virtualmente todos lo son -, en que hay una multitud de grupos diferentes cuyos intereses raramente coinciden, es inevitable que haya divisiones tanto en los partidos grandes como en los pequeños.
Con tal que los rivales se expresen con cierto decoro, sin caer en la tentación de intercambiar insultos groseros, los enfrentamientos que se producen no deberían alarmar a nadie, ya que un partido monolítico en que todos repitan las mismas cosas no sería más que un simulacro, como aquellos que desempeñan un papel decorativo en dictaduras en que los burócratas serviles que aplauden robóticamente al Líder Máximo se prestan a parodias de las a veces tumultuosas sesiones parlamentarias que se celebran en las democracias genuinas.
Comentarios