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Progresistas que ayudan a la ultraderecha

Con habilidad, políticos de diverso tipo han aprovechado el malestar ante los problemas económicos y la arrogancia de “elites” Ilustradas.

Muchos que están rasgándose las vestiduras y hablando del peligro planteado por el “fascismo” en América del Norte y Europa, son reacios a reconocer que lo que tanto los alarma se haya debido en buena medida a su propia conducta. Con escasas excepciones, se consuelan con la noción de que la popularidad de Donald Trump y el auge reciente de “la nueva derecha” en Europa se deben a las deficiencias morales e intelectuales del electorado en ambos lados del Atlántico. Se trata de una actitud despectiva que, huelga decirlo, sirve para ampliar aún más la brecha que los separa de una proporción creciente de sus compatriotas, sobre todo de aquellos que, una generación atrás, apoyaban a movimientos izquierdistas.

Una vez terminado el período de luto que siguió a la desintegración de la Unión Soviética, la izquierda militante perdió interés en las recetas económicas marxistas y optó por librar la lucha contra el orden capitalista en el terreno cultural. Lo haría apoyando al feminismo, al ecologismo y a movimientos étnicos hostiles a la mayoría “blanca”. Aunque la estrategia así supuesta le brindaría buenos resultados, ya que la izquierda no tardó en imponer sus criterios en el mundo académico, las organizaciones vinculadas con los derechos humanos, los medios periodísticos más prestigiosos y las industrias de entretenimiento, también provocaría la reacción muy fuerte que está forzando a los autoproclamados progresistas a batirse en retirada.

El motivo es sencillo. Luego de alimentarse de su presunta voluntad de defender los intereses de la clase obrera, la izquierda se transformó en un movimiento netamente burgués. Un tanto irónicamente, los norteamericanos que respaldan a Trump y los europeos que votan por “la nueva derecha” o, como dicen los progresistas, “la ultraderecha”, son los más perjudicados por la forma en que están evolucionando economías en que los beneficios más suculentos van no sólo a financistas astutos sino también a los productos de universidades de elite que propenden a ser izquierdistas.

A “los perdedores” no les gusta ser tratados con desprecio por quienes atribuyen el patriotismo al “racismo” o tener que pagar mucho más por la energía que consumen para “salvar al planeta” del calentamiento global. Tampoco les gusta el impacto del ingreso irrestricto a sus países de inmigrantes de costumbres y creencias que no sólo son muy diferentes de las suyas sino también, en muchos casos, incompatibles. Con habilidad, políticos de diverso tipo han sabido aprovechar el malestar ocasionado tanto por la arrogancia de “la elites” supuestamente ilustradas como por los problemas económicos concretos experimentados por la mayoría.

En Estados Unidos y Europa, los temas que más agitan a los electorados son los planteados por la inmigración masiva. Para algunos progresistas, las sociedades democráticas son obligadas moralmente a mantener abiertas las puertas a todos aquellos que por razones políticas o económicas buscan refugio y por lo tanto se oponen a cualquier intento de cerrarlas. Tal actitud sería razonable si no fuera cuestión de centenares de millones de personas que en muchos casos no son capaces de desempeñar funciones útiles en una economía desarrollada.

En Estados Unidos, los gobernadores de Florida y Texas consiguieron debilitar a los resueltos a dejar entrar a todos los necesitados del resto del mundo enviando contingentes nutridos de inmigrantes sin papeles a ciudades “progresistas” como Chicago y Nueva York; después de un par de semanas, los intendentes izquierdistas, alarmados por lo que sucedía en las calles de sus dominios, cambiaron radicalmente de opinión.

En Europa, la situación es un tanto distinta porque las diferencias entre la población nativa y los inmigrantes, que en su mayoría son musulmanes, son más grandes que en Estados Unidos. Aun cuando los fanáticos religiosos constituyan una minoría pequeña, el que algunos estén dispuestos a perpetrar matanzas terroristas y muchos otros a simpatizar con ellos hace sumamente difícil la convivencia pacífica.

Es por lo tanto comprensible que, en Francia, Alemania, los Países Bajos e incluso Suecia, grupos que no ocultan su voluntad de expulsar a todos los reacios a hacer propias las normas imperantes en su país de residencia estén atrayendo más adherentes. Conscientes de que los vientos han comenzado a soplar en contra de la izquierda militante, centristas como el presidente norteamericano Joe Biden y su homólogo francés Emmanuel Macron, además de muchos suecos, alemanes y neerlandeses de trayectoria parecida, están deslizándose hacia “la derecha”, lo que, claro está, enfurece a progresistas que se creían ganadores de la “batalla cultural”.


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