¿Por qué no podemos ser felices?


Hemos socavado las instituciones que regulaban nuestra forma de comprender el mundo (como la Justicia, la universidad, la ciencia, el periodismo). No creemos en nada y eso nos destruye.


Cuando el humor desapareció de la vida cotidiana ya debimos sospechar que se estaba produciendo un cambio social de proporciones. El humor nació en occidente hacia el siglo V antes de nuestra era y su fuerza fue corrosiva: el humor era crítico. Ponía a los poderosos en escena, le levantaba la túnica y mostraba que hasta los más ricos y los más respetados tenían la cola sucia. Aristófanes fue un maestro en el arte de descabezar ídolos y desarmar los pensamientos solemnes. Pero desde hace una década el humor desapareció.

El humor fue apenas un síntoma de que ya no podemos ser felices. Ahora, si algo nos parece mal debemos protestar, mostrarnos indignados, amargarnos, exigir justicia, y no cualquier justicia, sino la pena de muerte para el que hizo lo mínimo que nos parece mal. Cuando perdimos el humor también perdimos la proporción y la racionalidad.

¿Podremos volver a ser felices? Es posible que alguna vez la gente pueda volver a ser feliz. Pero es muy difícil que eso suceda dentro de poco tiempo. No está en el horizonte cercano porque antes se debería recuperar muchas de las cosas básicas que nos permitían ser felices: por ejemplo, confiar en los otros o aceptar que es muy bueno que todos seamos diferentes y no queramos someter a los otros a nuestros caprichos. Ya no confiamos en nadie que no piense exactamente igual a nosotros. Desconfiamos de todos. En la desconfianza extrema en la que vivimos no es posible ser feliz.

En la última década el mundo ha retrocedido intelectual, social y políticamente como pocas veces en los últimos siglos. Estamos viviendo un clima histórico muy similar al que en los años 20 del siglo pasado incubó el nazismo. No es casualidad que ahora las opciones más irracionales (las que más desconfianza demuestran con la política tradicional) sean las que convocan más adeptos, especialmente entre los más jóvenes.

Durante 5 siglos el mundo occidental recorrió un largo y duro camino para ampliar el espectro de lo racional y, así, generar confianza entre las personas, además de proponer métodos de vida en sociedad que fueran permitiendo no solo más autonomía a los individuos sino también una mejora para todos, en lo material y en lo espiritual.

Steven Pinker dice: “Al pensar la paradoja de cómo una especie lo suficientemente inteligente como para haber descubierto el Big Bang, el ADN y las vacunas podía creer en tantas supersticiones y tonterías, me di cuenta de que las instituciones eran vitales: las instituciones son comunidades que se rigen por reglas que realzan la verdad, como las democracias liberales con sus frenos y contrapesos, el sistema judicial con su proceso contradictorio y la presunción de inocencia, la ciencia con sus pruebas empíricas y revisión por pares, el periodismo responsable con su edición, y la verificación de fuentes, y la academia, con la libre consulta y el debate abierto. Idealmente, permiten que las fallas en el razonamiento de una persona sean corregidas por otras.

Pero ahora, cuando las universidades se ven asfixiadas por la cultura de la cancelación y otros tipos de represión de la libertad intelectual, estamos inhabilitando nuestro único medio conocido para acercarnos a la verdad y socavando la credibilidad de las instituciones en las que la gente debe confiar para reemplazar sus supersticiones y creencias populares con nuestra mejor comprensión de la realidad”.

Ahí está el núcleo del problema. Hemos socavado las instituciones que regulaban nuestra forma de comprender el mundo (desde la Justicia hasta la universidad, pasando por la ciencia o el periodismo). No creemos en nada y eso nos destruye. Todas las mejoras, como la reducción de la persecución religiosa, los castigos crueles, la autocracia, la guerra, la esclavitud y la opresión de las mujeres y homosexuales, comenzó con debates sociales, y estos debates fueron siendo cada vez mejores, más amplios y comprometiendo a más sectores.

Ahora esto es impensable. Con todas las instituciones que son las garantes de ese debate social en la picota es imposible generar un espacio en común en el que podamos volver a tener confianza en los demás.

El mundo siempre estuvo mejorando porque confiábamos en la razón, en la ciencia, en la empatía y en la búsqueda de la verdad. Destruido el suelo en el que estas fuerzas pueden florecer, ahora no podemos ser felices ni vivir mejor.

Solo somos capaces de verle el costado malo a cada cosa que se nos presenta. Somos expertos en pensamiento negativo. Por este desfiladero vamos al precipicio.

Si queremos vivir mejor, si queremos volver a ser felices, antes que nada, debemos parar de destruirnos creyendo que dañamos a los otros, los que nos parecen malos. Hemos entrado en una dinámica perversa en la que perdemos todos.


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