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Políticos en la picota

Casi sin excepciones los políticos se resisten a dejar que el gobierno los prive de beneficios, sean personales o corporativos.

Como se encargó de subrayar hace una semana al dirigirse a la flor y nata de “la casta” reunida en el Congreso, el presidente Javier Milei no quiere saber nada de los “códigos de la política”, es decir, de la presunta sabiduría acumulada por varias generaciones de practicantes del oficio, sean éstos mandatarios nacionales, provinciales o municipales, legisladores o los beneficiados por el poder que, merced al electorado, tales personajes se las han arreglado para conseguir. Aunque la negativa del jefe de Estado a respetar dichos códigos le está ocasionando muchas dificultades, además de un sinnúmero de críticas procedentes de los alarmados por la irascibilidad que es una de sus marcas de fábrica, entiende que aceptar negociar con “la casta” sólo serviría para prolongar un statu quo ruinoso.

La verdad es que Milei no tiene más alternativa que la de asumir una postura intransigente frente a los demás políticos. Lo que sucedió con aquella “ley ómnibus” que quiso aplicar sin demora alguna fue muy aleccionador.

Aunque en términos generales los legisladores se manifestaron favorables al cambio que tenía en mente, comenzando con la eliminación de una cantidad notable de trámites burocráticos insensatos, a la hora de decidir sobre ciertos detalles concretos, sobre todo los vinculados con los ahora notorios fondos fiduciarios, muchos diputados encontraron motivos para repudiarlos porque los perjudicarían.

Si bien el grueso de “la casta” reconoce que, para recuperarse, la Argentina tendría que aplicar medidas parecidas a las que adoptaron hace más de medio siglo todos los países actualmente desarrollados, casi sin excepciones los políticos se resisten a dejar que el gobierno los prive de beneficios, sean éstos personales o corporativos. Puesto que, sumados, tales beneficios suponen un costo financiero que el país no está en condiciones de soportar, ceder ante tales presiones significaría permitir que la economía se desplomara por completo.

Es tan mala la situación financiera que no es cuestión de elegir entre un ajuste duro como el impulsado por Milei y uno más suave que cuente con el apoyo de buena parte de “la casta”, sino de optar entre uno administrado por el gobierno y resignarse a que lo hagan los mercados mediante un estallido hiperinflacionario.

Es lo que ocurrió a inicios del siglo, pero en opinión de muchos economistas la situación actual es decididamente peor que la de 2002.

Mal que nos pese, la Argentina se ha hecho mundialmente célebre por su voluntad de empobrecerse a pesar de contar con todo lo necesario para prosperar.

Durante décadas, muchos atribuían el fracaso así supuesto al sistema democrático que, coincidían derechistas, izquierdistas y hasta moderados, era para pueblos más dóciles que el argentino, motivo por el cual los golpes militares, que siempre contaban con el apoyo o, cuando menos, la simpatía resignada, de sectores civiles, se hicieron rutinarios, y quienes se les oponían con mayor tenacidad eran partidarios de un autoritarismo de otro signo.

Por fortuna, parecería que aquellos días se han ido, lo que, un tanto paradójicamente, es una muy mala noticia para la clase política nacional.

A juzgar por los resultados nada buenos de sus esfuerzos a partir de la restauración democrática de hace ya más de cuarenta años, ha sido directamente responsable de un desastre colectivo sólo comparable con el sufrido por otro país que era considerado naturalmente rico, Venezuela.

Si bien muchos siguen prefiriendo la democracia al autoritarismo, hasta ahora no ha facilitado el surgimiento de gobiernos capaces de administrar los recursos materiales y humanos disponibles de manera racional.

¿A qué se debe la deficiencia así supuesta?

Uno podría decir que, en última instancia, al electorado, el que una y otra vez se ha dejado engañar por quienes le ofrecían “soluciones” fraudulentas, pero puesto que a pocos les gusta confesarse en parte responsables de una gran tragedia colectiva, la mayoría ha llegado a la conclusión de que todo es culpa de los políticos.

No se equivocan por completo quienes acusan a los que ellos mismos eligieron de haber depauperado al país. Como todos aquellos que se dedican a una actividad determinada, los políticos conforman una comunidad que es corporativista por naturaleza.

Se rige por sus propias reglas, tanto escritas como no escritas, que terminan respetando casi todos los nuevos miembros, incluyendo a los resueltos a destacarse por su honestidad personal.

Después de todo, quienes se animan a violar la ley mafiosa de la omertá se ven tildados de “buchones”, algo que en el mundillo político puede costarles mucho, razón por la cual han proliferado los “curros” sin que muchos los hayan denunciado.


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