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Nada más efímero que lo eterno

Son excepcionales los artistas vistos como geniales en el momento mismo de producir su obra. La fama, las ventas, los comentarios elogiosos de cada época son caprichos de la historia. Por eso todo balance o lista de fin de año falla.

Llega fin de año: la época propicia para hacer balances. Pero no siempre fue así. Es una costumbre que nos llegó -como muchas otras- de los Estados Unidos. La cultura norteamericana es proclive a los balances, las listas y las declaraciones de propósitos. En EEUU todo se debe medir y todo se debe evaluar. De esas listas y balances viene la idea de los mejores libros, los mejores discos, los grandes films del año que termina, como si el sistema de evaluación fuera infalible y los valores fueran absolutos.

En 1926 aparecieron dos novelas argentinas hoy famosas: Don Segundo Sombra, de Ricardo Güiraldes, y El juguete Rabioso, de Roberto Arlt.

Güiraldes ya era un escritor reconocido y un hombre importante en la elite argentina: millonario, culto, escribía en castellano como si fuera francés (el idioma de la cultura en aquellos años). Güiraldes publicaba un libro que marcaba el final de su carrera literaria y de su vida (murió un año más tarde, en París). Todos los medios de entonces celebraron Don Segundo Sombra.

El libro de Roberto Arlt fue exactamente lo contrario. Arlt era un periodista joven y pobre que publicaba su primera novela. El establishment de entonces ni lo leyó. Arlt era amigo de los escritores de Boedo -que eran los de izquierda, los más “proletarios”, los que apostaban por el realismo y la denuncia social-. Frente a los de Boedo estaban los escritores de Florida -los vanguardistas que apostaban por la experimentación formal; eran casi todos “burgueses” o hijos de familias ricas-. Los de Boedo no tenían acceso a la prensa seria ni a los comentarios en las principales revistas literarias.

El libro de Arlt no lo comentó nadie. O mejor dicho: solo tuvo un comentario, lo hizo el muy joven Jorge Luis Borges. Y fue muy elogioso. Tanto que anticipó que en 1976, medio siglo más tarde, ese libro de Arlt posiblemente fuera el único que los argentinos futuros siguieran leyendo de todos los publicados en aquellos años.

La crítica de Borges fue muy positiva y provenía de un escritor nuevo pero ya muy respetado en el mundo cultural de entonces. Pero Borges estaba aun muy lejos de la estatura sociocultural que alcanzaría 40 años más tarde.

El propio Borges apenas si tenía lectores por entonces. Sus libros de poemas (en los años 20 publicó tres) vendían algunas decenas de ejemplares. Ninguno tuvo 100 lectores. Sus ensayos corrían la misma suerte. Era muy respetado pero por solo por el pequeño círculo literario (a lo sumo 50 personas) de aquel entonces.

En los años 20 ni Borges ni Arlt -que hoy son los más grandes escritores de aquellos años- eran considerados por nadie los grandes escritores de aquellos años. No se hacían listas, pero en ninguna publicación quedó registrada la admiración de la época por ellos.

En 1955, cuando Borges quedó ciego y a la vez fue nombrado Director de la Biblioteca Nacional, ya era considerado un gran escritor por casi todo el pequeño mundo literario argentino. Pero seguía teniendo muy pocos lectores.

En 1960 (cuando Borges ya tenía 61) alcanzó la fama internacional tras haber obtenido el Premio Formentor. En ese momento la editorial Emecé tenía en la calle una edición de 1500 ejemplares de su libro de cuentos Ficciones. Y no había llegado a vender la mitad de esa edición.

La fama, la venta de libros, los comentarios elogiosos, la valuaciones de cada época son caprichos de la historia. Marcel Proust murió sin ver publicados todos los tomos de En busca del tiempo perdido. Mientras vivió no supo que su libro estaba siendo recibido como una obra suprema de la literatura, algo que recién sucedió tras su muerte.

Kafka es un escritor póstumo. Casi toda su obra (salvo un par de breves libros) se publicó tras su muerte y el reconocimiento le llegó muchos años más tarde. Lo mismo podríamos decir de cientos de artistas que hoy consideramos geniales.

Es más: son excepcionales los que fueron vistos como geniales en el momento mismo de producir su obra y siguen siendo considerados de la misma forma hoy. Uno de los pocos casos es el de Los Beatles.

Como dijo Jean Cocteau: “es más fácil vender 100.000 ejemplares en un año que a lo largo de un siglo”. Un artista puede ser un éxito hoy, pero con el tiempo se desinfla y ya no queda ni el recuerdo.

Todo balance o toda lista falla. Porque le habla al presente. Y el presente es siempre ciego ante el futuro. Si algo sabemos de lo que vendrá es que no se parecerá en nada a lo que pensamos hoy del futuro.


Llega fin de año: la época propicia para hacer balances. Pero no siempre fue así. Es una costumbre que nos llegó -como muchas otras- de los Estados Unidos. La cultura norteamericana es proclive a los balances, las listas y las declaraciones de propósitos. En EEUU todo se debe medir y todo se debe evaluar. De esas listas y balances viene la idea de los mejores libros, los mejores discos, los grandes films del año que termina, como si el sistema de evaluación fuera infalible y los valores fueran absolutos.

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