La pandemia como clima de época
La cuarentena, en todo Occidente, fue un caldo de cultivo para el estallido emocional. La locura sociopolítica que vivimos hoy es fruto de aquella medida.

Hace 5 años comenzaba la cuarentena. Fue una de las experiencias sociales más traumáticas a nivel global. En todas partes la gente (en especial los menores de 30, que son la generación más débil desde el punto de vista psicológico) sufrió profundamente ese encierro masivo. En los primeros días lo que se reportaba en todos los países era un gran apoyo social a los que habían declarado la cuarentena y un repudio generalizado por los muy pocos que no querían aceptar las nuevas normas sanitarias que la emergencia demandaba.
Yo no padecí la cuarentena porque, en primer lugar, soy experto en estar encerrado: estuve casi 10 años preso (de 1974 a fines de 1983) en condiciones horribles. Por lo tanto unas cuantas horas encerrado en mi casa, con una buena biblioteca a mano, varios canales de streaming para ver series y films, charlas con amigos por zoom (además de varios cursos que dicté entonces, también de forma digital) me tuvieron muy ocupado.
Ademas, salía cuatro veces por día a pasear a mi perro y me maravillaba de ver la enorme y populosa ciudad de Buenos Aires desierta, limpia y sin ruido. Cada tanto me cruzaba con algún loco que me tiraba piedras desde el balcón, «denunciando» a los gritos «estás contaminando la ciudad con tu respiración y la de tu perro, ¡asesino, merecés morir!».
Al principio pensé que la mayoría de la gente llevaba la cuarentena tan bien como yo. Siempre entendí que el encierro masivo perjudicaba mucho a los que tenían trabajos precarios que dependían de hacer changas cada día; algo que la cuarentena tornó casi imposible. También vi que la mayoría de los comerciantes estaban sintiendo enormemente la baja del consumo que corría paralela al encierro. Pero lo que más me llamó la atención fue ver que muchos tenían graves problemas psicológicos o psiquiátricos que la rutina cotidiana suele esconder de la mirada pública, pero que la cuarentena puso en primer plano, como si alguien hubiera encendido una luz sobre el alma agobiada de gran parte de los ciudadanos.
Comencé a ver testimonios de angustia y violencia en las redes sociales. Comencé a ver gente gritando o llorando en la calle, sentada en la vereda. Gente común, de clase media, que había salido de su hogar y estaba ahí en una esquina hablando con sus demonios a los gritos o entre labios mientras lloraba.
Comencé a ver que los que estaban «en familia”, en departamentos chiquitos, en hogares con pocas comodidades, la estaban pasando mal. Que todos los dramas escondidos durante años estallaban y se potenciaban. Comencé a ver que los más jóvenes, que antes del encierro tenían una vida plácida y amortiguada por el trabajo de sus padres, no podían soportar un mes sin ir a bailes o a reuniones sociales. Vi que cualquier carencia de sus antiguas costumbres los desmoronaba.
Comencé a ver que la cuarentena -no solo acá a la vuelta de mi casa o en cualquier provincia de la Argentina, sino en todo Occidente- era un caldo de cultivo para el estallido emocional. La mayoría de los humanos de Europa y América sufrían mucho con el encierro sanitario (no sucedió lo mismo en Asía y África).
Comprendí (y lo dije en varias columnas que publiqué en este medio en aquellos años) que nos esperaban días negros en el futuro porque la mayoría no toleraba sus vidas cuando la tenía todo el tiempo frente al espejo y que se iba a cobrar ese dolor buscando un enemigo externo, como sucede siempre que hay delirios sociales masivos.
Somos hijos de aquella cuarentena. Acá y en Nueva York. Los de París y los de Lima. En Rosario y en Bariloche. La locura sociopolítica que hoy recorre Occidente es fruto de aquella medida, que fue necesaria para amortiguar muertes y otras consecuencias graves cuando aun la ciencia no podía darnos soluciones.
Que hoy la gente haya «olvidado» la cuarentena (y que haya olvidado que está viva y que la mayoría de sus seres queridos están vivos gracias a esa medida horrible que fue la cuarentena) es parte de la fragilidad emocional de los humanos. Pasa acá, en tu barrio y en el mío, y también en Los Ángeles y Valencia, en Roma y en Valparaíso.
Somos desagradecidos con los dioses que nos protegen. Creemos que es nuestro derecho adquirido estar sanos y hacer lo que se nos cante. No aceptamos la tremenda vulnerabilidad de nuestra triste condición efímera.
Yo agradezco a la vida seguir vivo (a pesar de las muchas «nanas» que la vida te «regala» a los 70). Soy ahora, lo fui antes y lo seré hasta el último aliento, un agradecido.

Hace 5 años comenzaba la cuarentena. Fue una de las experiencias sociales más traumáticas a nivel global. En todas partes la gente (en especial los menores de 30, que son la generación más débil desde el punto de vista psicológico) sufrió profundamente ese encierro masivo. En los primeros días lo que se reportaba en todos los países era un gran apoyo social a los que habían declarado la cuarentena y un repudio generalizado por los muy pocos que no querían aceptar las nuevas normas sanitarias que la emergencia demandaba.
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