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Hacia un futuro tumultuoso

Por James Neilson

A pesar de los esfuerzos de Joe Biden para convencer al mundo de que su país ha dejado atrás el narcisismo aislacionista de la gestión errática de Donald Trump, están multiplicándose las señales de que el orden “unipolar” dominado por Estados Unidos está aproximándose a su fin. Por desgracia, los más interesados en sacar provecho de la inestabilidad que ven acercándose no son demócratas sino autócratas, como el presidente chino Xi Jinping y su homólogo ruso, Vladimir Putin, o islamistas que atribuyen sus propios caprichos a la voluntad divina, lo que hace temer que el mundo ya haya entrado en una fase sumamente conflictiva en que diversos grupos se esforzarán por alcanzar sus objetivos propios sin que ninguna potencia parezca estar en condiciones de imponer cierto orden.


De éstos grupos, el más poderoso y por lo tanto el más seguro de sí mismo es el encabezado por Xi. Las aspiraciones de los líderes del Partido Comunista Chino que lo apoya distan de ser fantasiosas. Siempre y cuando el crecimiento económico rápido de su país se prolongue por un rato más, dispondrá de más recursos materiales que Estados Unidos y sería concebible que el producto bruto terminara superando aquel del Occidente más Japón en su conjunto, ya que sería más que suficiente que la economía china se hiciera tan productiva como la de Taiwán. Puede que no le sea dado superar los grandes obstáculos financieros y demográficos que encontrará en el camino, pero por ahora cuando menos parece estar en condiciones de poner fin a la hegemonía norteamericana.


Las perspectivas ante Putin distan de ser tan positivas como las de Xi. Rusia es un país pobre; el tamaño de su economía es menor que el de Italia. Para alcanzar las metas ambiciosas que se ha fijado, pues, Putin tendría forzosamente que adueñarse de vecinos de cultura parecida como Ucrania y Bielorrusia, algo que está tratando de hacer so pretexto de que son países eslavos, cuyos idiomas respectivos son dialectos del ruso, que deberían incluirse en “la esfera de influencia” de Moscú. Se trata de una variante rusa de la “Doctrina Monroe” decimonónica según la cual los países europeos, a diferencia de Estados Unidos, deberían abstenerse de intervenir en cualquier lugar del continente americano.


Putin comparte con los líderes de la difunta Unión Soviética la idea de que el expansionismo que desde la época de los zares caracteriza la geopolítica de su país es esencialmente defensivo. Se basa en la idea de que, para mantener a raya a potencias extranjeras agresivas, Rusia no tiene más alternativa que la de rodearse de satélites obedientes, lo que en efecto la obliga a presionar a países cada vez más remotos para que no planteen amenazas a sus por lo común indóciles protectorados. En cambio, Estados Unidos y sus aliados se afirman en contra de “las esferas de influencia” e insisten en que todos los países tienen derecho a elegir a sus propios amigos sin tomar en cuenta las preferencias ajenas. Si bien coinciden en que por motivos económicos y sociales aún sería prematuro que Ucrania se incorporara a la OTAN, dan a entender que tarde o temprano podría hacerlo.


Así las cosas, un choque entre Rusia y la alianza occidental parece inevitable, de ahí el sonido ominoso que están haciendo los tambores de la guerra en Europa oriental. Es que Putin no puede reconocer el derecho de Ucrania a actuar como un país soberano sin abandonar el sueño de restaurar el imperio ruso, mientras que para Estados Unidos, permitirlo sería un revés aún más doloroso que el supuesto por la retirada humillante de Afganistán para entregarlo a los Talibán. Para más señas, en Washington creen que un eventual triunfo de Putin alentaría a Xi a intentar una invasión de Taiwán para reintegrarlo a la madre patria.


Hace aproximadamente un siglo, Estados Unidos sucedió al Reino Unido en el papel de país presuntamente hegemónico. Fue una transición extraordinariamente pacífica; los británicos sabían que nunca adquirirían los recursos que necesitarían para continuar desempeñándose como en la mayor parte del siglo XIX y, de todos modos, sus “primos” transatlánticos hablaban la misma lengua y las tradiciones legales eran similares.


Demás está decir que en la actualidad la situación es muy distinta. A menos que los norteamericanos logren recuperarse del malestar que tanto los ha debilitado, el orden que establecieron a partir de 1945 se verá seguido ya por un período de anarquía internacional, ya por uno signado por la supremacía de un país gigantesco, autoritario y rencoroso de cultura nada occidental. Aunque la históricamente breve etapa de hegemonía anglosajona dejaba mucho que desear, no hay garantía alguna de que la que a juicio de muchos la sucederá sea mejor.


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