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El espejismo universitario

La “sobreproducción de elites”  termina provocando un grado peligroso de malestar social y plantea muchos problemas no sólo en países pobres sino también en los prósperos.

Si bien Javier Milei logró vetar el intento de la mayoría de los diputados nacionales de obligarlo a dar más dinero a universidades que en su opinión son antros de corrupción vilmente politizados, las manifestaciones en su contra le habrán recordado que buena parte de la sociedad sigue aferrándose al ideal de un modelo académico basado en el ingreso irrestricto y la gratuidad. A muchos les parece evidente que, si todos pudieran conseguir un título universitario, se solucionaría una multitud de problemas personales, económicos y sociales. Es una idea muy atractiva, pero acaso sería mejor dar prioridad a la educación primaria y secundaria, ya que la masificación de la terciaria, que es imposible a menos que se reduzca tanto el nivel académico de los cursos que pierdan el valor práctico y simbólico que tenían, entraña riesgos.

Como ha señalado el antropólogo de origen ruso Peter Turchin, que luego de diplomarse en la Universidad de Moscú, emigró a Estados Unidos, la “sobreproducción de elites” por las universidades suele causar tanta desazón que termina provocando un grado peligroso de malestar social.

Es lógico: a menos que el Estado o el empresariado se las arreglen para mantener contentos a quienes han estudiado durante años materias difíciles pero no han podido poder provecho material de lo aprendido, los así frustrados tendrán motivos legítimos para sentirse insatisfechos con su lugar en el orden social.

La “sobreproducción de elites” plantea muchos problemas no sólo en países pobres sino también en los prósperos en que hay cada vez más dueños de títulos universitarios que se creen víctimas de una estafa, sobre todo si se endeudaron hasta el cuello para obtener el diploma deseado que, imaginaban, les garantizaría un lugar de privilegio en “la elite” local.

En muchos casos, tales personas han tenido que conformarse con un trabajo que a su entender es indigno y, por lo común, pésimamente remunerado.

Que esto haya seguido a la expansión universitaria de décadas recientes en Europa y Estados Unidos debió haber sido previsto.

En sociedades en que hasta la segunda mitad del siglo pasado sólo una minoría muy reducida pudo estudiar en una universidad, el prestigio de una maestría académica o, mejor aún, un doctorado, era muy alto, pero en la actualidad, cuando millones de personas los tienen, valen mucho menos; lo mismo que la inflación, por un rato la proliferación de diplomas académicos puede estimular ilusiones inalcanzables. El resultado es que se ha abierto una brecha insalvable entre expectativas supuestamente razonables y la realidad.

Minorías intensas y frustradas


Según los preocupados por el fenómeno, el clima político tóxico que se vive en Estados Unidos y muchos países europeos se debe en buena medida a la frustración que sienten adultos jóvenes que, alentados por gobiernos de ideologías distintas, se prepararon para un futuro que ninguna sociedad estaría en condiciones de brindarles.

Convencidos de que pronto formarían parte de una minoría selecta, se encontraron excluidos. Muchos, adoctrinados por activistas, lo atribuirían a prejuicios étnicos o la podredumbre de un sistema sociopolítico terriblemente injusto, lo que, claro está, hace explicable la adhesión de tantos jóvenes norteamericanos y europeos a causas – algunas “derechistas”, otras “izquierdistas” -, de características nada democráticas.

Muchos lamentan lo que ven como el fin del sueño de “ascenso social” que tenían miembros de la clase media argentina de otros tiempos.

Lo vinculan con el deterioro de la educación pública que, dicen, hasta hace aproximadamente treinta años posibilitaba que hombres y mujeres de origen humilde subieran hasta alcanzar puestos de elite.

Puede que quienes hablan de tal modo estén en lo cierto, pero olvidan que el ascenso de algunos automáticamente presupone el descenso de otros, y que por lo tanto es incompatible con el igualitarismo que, en sociedades democráticas, suelen reivindicar casi todos.

Cuando de la ubicación social se trata, todo es relativo. No sirve para nada señalar que los pobres actuales cuentan con más ventajas materiales que la mayoría de los aristócratas de otros tiempos que, desde luego, no tenían acceso a los medios de transporte o los aparatos electrónicos que hoy en día son virtualmente universales, ni a sistemas médicos que, por deficientes que sean en muchos lugares, son claramente superiores a los disponibles para nuestros antepasados no tan remotos.

Lo que importa es la diferencia entre los “privilegiados” de turno y los demás, una diferencia que, claro está, no puede sino ocasionar rencor entre quienes se creían destinados a subir hasta lugares cercanos a la cima sólo para descubrir que todos ya estaban ocupados.


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