Después del derrumbe
James Neilson
El deterioro generalizado de la Argentina no comenzó con Macri, los Kirchner, De la Rúa, Menem o el régimen militar. Se remonta a la primera mitad del siglo pasado.
Parecería que hasta Cristina se ha resignado a ver desplomarse el modelo económico basado en el reparto de subsidios entre los necesitados que conforman la mayor parte de su clientela electoral. Con todo, si bien está consolidándose el consenso de que al país le aguarda otro colapso, no hay acuerdo alguno sobre lo que podría ocurrir después. ¿Serviría para que la gente dé la espalda al facilismo populista? ¿Habrá un período de caos seguido por una nueva “normalidad” más deprimente que la que estamos viviendo o, lo que sería aún peor, una dictadura de un signo u otro?
Aunque nadie sabe las respuestas a estos interrogantes antipáticos, los cautelosamente optimistas pueden señalar que hay ejemplos de sociedades que han reaccionado de manera positiva frente a un desastre descomunal, entre ellos los brindados por Alemania y el Japón después de ser derrotados en la Segunda Guerra Mundial.
Ambos países resurgieron de las ruinas merced a sus propios esfuerzos combinados con la ayuda proporcionada por quienes los habían vencido.
Impresionados por lo que sucedió, hay quienes insisten en que para superar la crisis que la está devorando, la Argentina tendría que ser beneficiada por un equivalente del Plan Marshall que, hace más de setenta años, puso en marcha Estados Unidos para rescatar a países devastados por la guerra.
Sin embargo, suelen pasar por alto la razón principal por la que, para sorpresa de muchos e indignación de la entonces muy influyente izquierda internacional, el esfuerzo así denominado funcionó.
Todos los países beneficiados por la inyección de capitales importantes en economías destruidas tuvieron que comprometerse con programas de desarrollo aprobados por las autoridades norteamericanas, lo que no les ocasionaba demasiados problemas porque la mayoría compartía las mismas ideas, pero sí lo haría en la Argentina en que hasta los planteos menos exigentes del FMI son considerados inhumanos. Por lo demás, los países europeos y el Japón, que si bien no se vio incluido en el plan original fue tratado de manera parecida, contaban con grandes reservas de “capital humano”, es decir, de hombres y mujeres adecuadamente instruidos, capacitados y, sobre todo, motivados.
¿Los tiene la Argentina? Parecería que no, que en los años últimos ha caído tanto el nivel educativo de la mayoría que a las empresas les está resultando cada vez más difícil encontrar empleados que sean capaces de entender las instrucciones escritas más sencillas. Y como si esto no fuera suficiente, aquí “la cultura de trabajo” es muy distinta de la imperante en la Alemania y el Japón de mediados del siglo pasado. Antes bien, proliferan los jóvenes a los que no se les ocurriría aprender un oficio. No se trata de un detalle menor; a menos que virtualmente todos sus integrantes se esfuercen por aprovechar plenamente sus propias capacidades inherentes, ninguna sociedad puede prosperar.
Siempre había algunos que opinaban que sería necesario que el país experimentara un derrumbe económico muy pero muy doloroso para que tales personas recibieran un choque cultural aleccionador. ¿Acertaban? Si bien a juzgar por lo que está ocurriendo, el colapso con el que soñaban podría estar acercándose con rapidez desconcertante, no hay garantía alguna de que resulte tan saludable como imaginaban.
De todos modos, aunque nadie ignora que al próximo presidente de la Argentina le aguarda una tarea hercúlea que le será casi imposible desempeñar con éxito, no faltan aspirantes que se creen capaces de poner fin a muchas décadas de decadencia. Si basan sus esperanzas en nada más que la vanidad personal, conseguirán muy poco. Para que el sucesor de Alberto Fernández haga algo más que ocupar un lugar en la lista ya demasiado larga de presidentes que no lograron frenar el deterioro del país, tendría que entender que le sería peor que inútil subestimar las dimensiones de los problemas que, año tras año, se han ido acumulando y que, antes que nada, tendría que convencer a muchos que se creen víctimas de circunstancias injustas de que ellas mismas son parte del problema.
Todo sería más sencillo si la gran crisis nacional tuviera raíces menos profundas, pero el deterioro generalizado que la caracteriza no comenzó con Macri, los Kirchner, De la Rúa, Menem o el régimen militar.
Se remonta a la primera mitad del siglo pasado; el golpe militar de 1930 ya había mostrado que algo andaba muy mal en un país supuestamente destinado a erigirse en un rival de fuste del “coloso del Norte”, Estados Unidos. Se trata, pues, de modificar formas de pensar que, por estar compartidas no sólo por los políticos sino también por buena parte de la población, a casi todos parecen perfectamente naturales, lo que no sería del todo fácil.
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