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A más de 30 años de “consagrado” el Desarrollo Sustentable: ¿mito o realidad?

Flavio Abarzua* y Carolina Di Nicolo**


En el 50° aniversario del Día Mundial del Ambiente, investigadores/as de Geografía de la Unco reflexionan sobre las promesas incumplidas y la necesidad de un modelo de acción humana que articule aspectos éticos, económicos y ambientales.


Desde la elaboración del célebre Informe Brundtland (Nuestro Futuro Común, 1987) se populariza la idea de que el “desarrollo sustentable” sería el que pondría en marcha un proceso de desarrollo, que permitiría satisfacer las necesidades de las generaciones presentes sin comprometer las posibilidades de las generaciones del futuro. Este discurso de “barniz solidario” comenzó a difundirse por parte de actores socioeconómicos, políticos, e incluso, por aquellos que más contribuyen con sus acciones o políticas, al deterioro ambiental y a la destrucción de las bases naturales del planeta. Diez años después, la Conferencia Mundial sobre Desarrollo Sostenible de Johannesburgo reafirma el término como eje clave de la agenda internacional en materia ambiental. Finalmente, en 2015, durante la 70° Asamblea General de la ONU, jefes de Estado de distintos países firman la Agenda 2030, con 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible que serían la “hoja de ruta del desarrollo” de esta década.

Sin embargo, a más de 30 años de la difusión del desarrollo sustentable, surgen interrogantes, que en realidad, constituyen problemas éticos y políticos aún no resueltos: ¿cuáles son las necesidades que postula el concepto? ¿sustentabilidad para quién? ¿quién lleva a la práctica el concepto y de qué manera? ¿es posible alcanzar el “desarrollo sustentable” en una economía de mercado? Ó es acaso, ¿un discurso de amable rostro ambiental? Avancemos en ese sentido.

La portada del Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible de la Nación tiene un lema que dice: “trabajamos para impulsar la transición hacia un modelo de desarrollo sostenible” y “hacia un nuevo contrato social de ciudadanía responsable”. Sin embargo, ese mensaje resulta contradictorio cuando desde el propio Estado se legitiman actividades económicas que implican una sobreexplotación y destrucción de los bienes naturales de los territorios. En realidad, estas actividades son impulsadas desde un discurso que las coloca como la base del “progreso económico y social”.

Así, la minería es promocionada como “la actividad que va a transformar la matriz productiva de nuestro país” y las iniciativas de su desarrollo apuntan a una “minería inclusiva, integrada y ambientalmente sustentable”. En el caso del litio, el mineral más famoso de nuestro tiempo, es presentado como “el tesoro de la Puna argentina y las posibilidades de su extracción ubican a nuestro país como la Arabia Saudita del litio”. En esa misma línea, los hidrocarburos son vistos como “los pilares de la matriz energética” y su explotación se justifica en nombre de una “mayor generación de energía, soberanía y trabajo”. Por su parte, las mega-represas son publicitadas como la base de la generación de energía hidroeléctrica a partir del aprovechamiento de “un recurso natural renovable” y como aquellas que contribuyen a “la mitigación del cambio climático y a la gestión sostenible del ambiente”.

Ahora bien, ¿cuál es el costo ambiental de estas actividades? Veamos algunos de los impactos. La megaminería, mediante la utilización de explosivos que producen voladuras de montañas, está dejando enormes cráteres donde se remueven millones de toneladas de suelo y roca, además de afectar los regímenes hidrológicos superficiales y subterráneos, tanto por el uso del agua como por los procesos de contaminación. La explotación del litio por ejemplo, está reduciendo y contaminando los acuíferos dulces: 900 mil litros de agua por hora extraen las empresas que explotan el litio en la Puna argentina. Esto está destruyendo los humedales y bofedales altoandinos, ecosistemas que actúan como oasis frente a la aridez de la región, además de proveer recursos esenciales para las poblaciones locales.

La explotación de hidrocarburos no convencionales a través del fracking está sumando nuevos pasivos ambientales, a los ya acumulados por la explotación petrolera convencional: derrames, engrosamiento de los basurales petroleros, sismos, sobreexplotación y contaminación del agua, fugas de gases, explosiones y transporte de productos químicos por las rutas, son algunos de los impactos. Según un informe publicado por el Opsur en mayo del año pasado, en la provincia de Neuquén en 2021 ocurrieron 2.049 incidentes contaminantes en la industria hidrocarburífera (5,6 por día). La mayoría de los episodios fueron derrames de petróleo, seguidos por vertidos de agua usada en la producción y, fugas de gases y derrames de fluidos con hidrocarburos.

Del mismo modo, las represas hidroeléctricas (El Chocón-Arroyito, Piedra del Aguila, Alicurá y Complejo Cerros Colorados, que desde 1993 están administradas por empresas privadas y extranjeras) también dan cuenta de una lógica ligada a la mercantilización del agua. Además de proveer de electricidad a distintas provincias, a través del sistema interconectado nacional, su funcionamiento está relacionado con el aprovisionamiento de energía para la actividad hidrocarburífera.

Asimismo, resulta paradójico que desde los organismos públicos se aluda a que una de las ventajas de las centrales es “almacenar agua para consumo de la población aguas abajo” pero que a la vez, existan sectores de la población en la región que no tienen acceso a este recurso cuando las empresas hidrocarburíferas utilizan y contaminan miles de litros de agua (más de 90 millones de litros de agua por cada pozo). En noviembre del año pasado, vecinos de la localidad de Añelo (epicentro social y civil de Vaca Muerta) protestaron en las rutas e ingresos a los yacimientos debido a la falta de agua. Esta no es más que una de las tantas crónicas de la “desigualdad petrolera no convencional”.

Lo dicho hasta aquí parece confirmar que buscar las causas de los problemas ambientales más acuciantes de nuestro tiempo, implica necesariamente un examen crítico del sistema en el que estos problemas se expresan. Tal como lo señaló en una de sus últimas entrevistas la Primera Secretaria de Recursos Naturales y Ambiente Humano de la Nación (1973), Yolanda Ortiz, “los temas ambientales, son ante todo cuestiones económicas”. En los contextos que nos atraviesan es importante remarcarlo dado que, cuando afirmamos que el origen de los problemas ambientales está en la sociedad, hay que reconocer los distintos niveles de responsabilidad que existen ante la generación de los problemas. No es la misma responsabilidad la que le compete a un gobierno, a una empresa o al/a ciudadano/a común. Tampoco es el mismo impacto o poder de decisión que tiene cada uno de esos actores.

Algunos dirán que todo depende de las decisiones que tomen ciertos actores económicos y políticos en el transcurso de esta década, otros dirán que depende de otros actores que desde abajo disputen sentidos, agendas, programas y alternativas. Por suerte, la activación de algunos sectores de la sociedad civil, que se manifiestan en diversos escenarios, dan cuenta de la necesidad de un modelo de acción humana que articule los aspectos éticos, económicos y ambientales. El caso de los vecinos de Contralmirante Cordero es ejemplo de ello.

Ante la aparición de contenedores, con supuesta tierra empetrolada y líquidos de perforación de la industria hidrocarburífera, se autoconvocaron para exigir a las autoridades municipales su desplazamiento e información sobre las tareas que se estaban realizando. El caso se difundió como la defensa de un municipio, declarado agroecológico, contra un posible parque industrial para el tratamiento de residuos petroleros a la vera del canal de riego.

Sin saber cómo terminará finalmente esta situación, está claro que visibilizar este tipo de situaciones, y accionar sobre ellas, genera incomodidad en algunos dirigentes políticos y los obliga, al menos, a replantear sus acciones. Por lo cual, es clave generar construcciones colectivas mediante políticas públicas que involucren a una amplia diversidad de actores y en eso, el/la ciudadano/a común puede tener un rol fundamental.

Finalmente, quisiéramos cerrar con una reflexión del geógrafo W. Porto-Goncalves, que bien señala que “el desafío ambiental es más complejo de como viene siendo presentado en el debate mediático y científico (…) si la política es el arte de definir los límites, como decían los griegos, el desafío ambiental de nuestro tiempo es esencialmente político. Esto se resume en la idea de que ¡hay límites para la relación de la humanidad, por medio de cada sociedad, con el planeta!”. ¡Estamos en tiempo de descuento!

* Profesor en Geografía- Dpto. de Geografía- FAHU- UNCo

** Dra. en Geografía- Dpto. de Geografía – FAHU- UNCo


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