Morir cuando nacía Neuquén: viaje al histórico cementerio de Chos Malal
La histórica capital de la provincia, guarda en su suelo el descanso de los primeros pobladores de ese territorio nacional. El cementerio, hoy saturado, fue el último estadío de esas despedidas. Fe y creencias se conjugan, hace largo tiempo, en tradiciones que exhiben una manera distinta de atravesar la muerte.
Cuando el coronel Manuel Olascoaga designó a Chos Malal como capital de la provincia, corría el año 1887. Cuando alguien moría, sus habitantes, alejados de todo, no tenían más alternativa que enterrarlo detrás de la vivienda familiar. Esos enterratorios caseros provocaron que todavía hoy se encuentren restos óseos cuando se prepara un terreno para levantar una vivienda u oficinas.
Transcurridos seis años de vida capitalina, en 1894, se inauguró el actual cementerio, pensado para ordenar tantos años de tumbas dispersas. Pero el tiempo pasó y el predio quedó en el ingreso a la ciudad, rodeado de barrios y con la “emergencia mortuaria” declarada.
Eso significa que no tiene más espacio: quienes trabajan allí se las ingenian para hallar lugares vacíos entre tumbas centenarias, algunas de piedra maciza antigua, muchas destinadas a bebés fallecidos, con epitafios tallados a mano, ornamentadas con flores artificiales gastadas por los años y el viento.
Un osario y nichos podrían ser la solución, pero en Chos Malal cuesta. Es que allí la tradición pesa y en estos 126 años el pedido generalizado fue “descansar en tierra”. “Se resisten y se van a seguir resistiendo, independientemente del poder adquisitivo de la familia”, opinó Jesús Castro, uno de los referentes de la única casa velatoria en la localidad.
El valor de las costumbres heredadas es la característica que asoma detrás de estas reacciones. El periodista e investigador, Héctor Alegría, describió las tradiciones en torno a la muerte como eventos sociales, tiempo de rezo y vigilia, de reencuentro con familiares que vivían lejos y de cantoras rasgueando la guitarra. Como creyentes, se reconocían venidos del polvo y esperaban volver a él.
“Cuando alguien fallecía, lo primero que hacían era anoticiar a los vecinos, con algún muchachito que iba a caballo. Y venían todos, el velorio era en las casas”
Héctor Alegría
Periodista e investigador
El cuerpo era depositado en una mesa, rodeado de velas en frascos. Pensados para iluminar al alma que partía al cielo, los candiles no se podían terminar, por lo que los allegados colaboraban con paquetes o aportaban dinero para comprarlos. Tampoco podían desecharse hasta que se consumieran por completo. La ‘mortajera’ era quien vestía al fallecido, con una especie de túnica larga hasta los pies. Los ataúdes podían ser simples cajones rectangulares, aunque la falta de árboles para sacar madera hacía que optaran por envolver el cadáver en un cuero de vaca o caballo, cerrado con una costura artesanal.
Capón, chivito o un costillar al fuego, tortas fritas en olla de hierro y confituras para la noche eran el menú que habitualmente se servía. Y un «gloriado» circulaba frente al fogón, para brindar con caña o grapa casera, justamente, «por la gloria del muerto». Cada tanto la charla de madrugada y el rezo del rosario se cortaban para que la rezadora, la cantora, viniera a entonar los despedimentos. Comprometidas, cumplían con seriedad ese rol, por fe y por honrar a sus vecinos.
“Sus cantos evitaban que se prolongue el sufrimiento como una herida eterna (…) La mujer en lo social del norte neuquino era algo así como una guía espiritual de la familia y a sus hijas las iba preparando desde la más temprana edad”
Hector Alegría
Para llegar hasta el cementerio, bajando desde el cerro o siguiendo una huellita, el cortejo cargaba el cuerpo en “guando”, narró el docente Yamil Villar, abocado a reconstruir la historia del camposanto. El guando era una camilla que cuatro allegados llevaban sostenida con sus hombros. Excepto las viudas, ninguno vestía de luto, sino más bien, con lo que usarían para una fiesta. Las coronas se armaban con ramas de sauce y flores caseras hechas con papel creppe.
El último requisito era marcar los “descansos” en honor al fallecido. Muestra de eso son las cruces acompañadas por “casitas” que se ven en una esquina o a la vera de los caminos. Allí dejaban una vela encendida señalando el paso del cortejo ó un lugar de importancia para el difunto. Finalmente, a la hora del entierro, sobretodo antes de que se inaugure el cementerio, “los cuerpos eran orientados hacia el norte, depositados con las riquezas que tenían (…) sus atuendos y cosas, que nos han servido para certificar cómo se vestían en ese momento”, contó Sandra Sobarzo, directora municipal de Archivos y Museos, nacida y criada en Chos Malal.
Velar para despedir a un angelito
Relacionar la muerte con la infancia es algo que hoy duele profundamente. Allá por el 1900, las parejas o mujeres solas del norte neuquino también sufrían, pero se esforzaban por resignificar ese deceso.
“Era visto como un lazo entre la familia y el cielo… Ese bebé, el “angelito”, se convertía en un intercesor, “puro”, que no llegó a pecar”
Héctor Alegría
Mercedes Sosa, Peteco Carabajal y Violeta Parra cantaron sobre el tema, haciendo del folclore una vidriera de las creencias de la vida campera.
Así, el velorio conjugaba sensaciones encontradas. Recostado o semisentado, el “angelito” era vestido con una túnica de tela nueva y ornamentado con pequeñas alas. Sensibilizados, pero sin llorar, le rodeaban la cintura con un cordón, en el que los asistentes hacían un nudo por cada pedido, para que su alma lleve esas oraciones ante Dios. Cumplida la despedida, se le rezaba por siete días más.
Un servicio de salud por demás precario impedía reducir los índices de mortalidad infantil. Las pequeñas tumbas, como cunas, que se multiplicaron en el cementerio, son muestra de ello, sumadas a las actas de defunciones que custodia la parroquia “María Auxiliadora”.
Enfermedades virales, vida hostil y partos complejos se cobraban la vida de los que recién llegaban al mundo. La mujer era otro sector poco protegido.
“Muchas veces morían gastadas, no había límites para tener hijos. Por aquellos años, lo felicitaban al padre cuando la mujer había parido 17 hijos, con tan sólo 40 años”.
Héctor Alegría
Hoy Chos Malal ya ostenta 18 mil habitantes y en su ejido urbano mantiene algunas de estas costumbres. Como la empresa fúnebre ya no admite muchas de ellas, es la zona rural la que sigue ligada a la tradición. «El cuerpo ya no es la persona, fue un aspecto de ella y no hay recuerdo más sagrado que los restos mortales”, reflexionó el párroco Benjamín Stochetti, al hablar del sentir de sus fieles.
Personajes:
El despenador: “Cuando una persona no se recuperaba, era un acto de caridad terminar con su sufrimiento”, explica Alegría. El despenador era un hombre solitario, oriundo de Malargüe, a quien acudían las familias cuando alguien agonizaba (Fuente: Héctor Alegría).
El fotógrafo de los muertos retrataba a los fallecidos en su ataúd o hasta sentados en su cama junto a la viuda. El vecino Carlos Vásquez cumplió esa labor.
Párroco Marcello Pio Gardín: sacerdote salesiano, misionero en la zona, descansa en el cementerio local. Su lápida dice en latín: «Vino el hijo del hombre, Marcello Pio Gardin, resucitó el 27-2-1978. No está aquí».
Estanislao Flores: Fallecido en 1922, fue reconocido por su labor docente y una calle lleva su nombre. Lo asocian con el primer grupo de colegas que se organizó al estilo de un sindicato.
… tumbas centenarias, de piedra maciza antigua, muchas destinadas a bebés, con epitafios tallados a mano, ornamentadas con flores artificiales gastadas por los años y el viento».
«Las piedras para las tumbas eran pesadas, las traían a lomo de animales o carretas, desde una zona cercana al río Neuquén»
Yamil Villar
«Algunas están escritas como con un clavo… A pesar de no asistir a la escuela, se enseñaban unos a otros, lo importante era dejar su sentimiento ahí».
Yamil Villar
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