Los fascistas del Capitolio

Por Ernesto Semán *

Los simpatizantes del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, que irrumpieron el 6 de enero en el Capitolio para alterar la transición presidencial no son muy distintos de los primeros estadounidenses que recorrieron América Latina en el siglo XIX violentando la soberanía de los recientes Estados nacionales. Filibusteros, contratistas y fanáticos, aquellas bandas privadas compartían con los supremacistas blancos el apoyo del gobierno. También contaban con la simpatía de partes del público, el sustento de sectores económicos y el beneplácito de grupos de la elite. Sobre todo, a ambos los une una creencia insobornable en el destino manifiesto de Estados Unidos como la nación elegida para darle forma a un mundo fundado en el comercio, la libertad individual y la primacía irrestricta de los derechos de propiedad.


La diferencia más importante, obviamente, es que los corsarios del siglo XIX iniciaron la expansión de aquel destino manifiesto a sangre y fuego en los campos de Honduras y las ciudades de Nicaragua. Los grupos de días atrás, en cambio, trajeron los jirones despóticos de aquel proyecto, delirante y exhausto, a las oficinas del Capitolio.


Casi 150 años después del apogeo de los bucaneros, la idea de que estos grupos de apariencia pequeña y espontánea, pero que aparecen en escena como verdaderos excesos del poder, son una parte intrínseca y problemática de la identidad nacional estadounidense, no ha penetrado tan fuertemente en el pensamiento de quienes los combaten. Al contrario, el esfuerzo por interpretar sus acciones como una legado foráneo siempre va de la mano de recuperar una identidad idealizada y esencialista de Estados Unidos.


La única lección de América Latina que nunca se mencionó es quizás la más relevante: si algo mostró la región a la salida de los regímenes de facto de los años 80, fue que la derrota de la derecha radicalizada solo es posible con programas de verdad y justicia contra los crímenes cometidos en el pasado inmediato, la expansión de derechos políticos y la redistribución de recursos económicos en áreas claves como salud o educación.


Llevar adelante cualquiera de estas políticas genera más -y no menos- conflicto. En parte por eso son lecciones despreciadas por la dirigencia política de ambos partidos en Estados Unidos con un abanico de motes: “socialismo” y “populismo” son los más prominentes. Después de ser electo por primera vez, el expresidente Barak Obama rechazó la posibilidad de promover juicios contra la administración de Bush por los crímenes cometidos bajo la guerra contra el terrorismo y llamó al país a “mirar hacia adelante”. En un audio filtrado, la candidata demócrata en 2015, Hillary Clinton, explicó cualquier idea de seguro universal y educación gratuita como atracciones foráneas para lo que el país tendría que ir “tan lejos como Escandinavia”. La campaña electoral del presidente electo Joe Biden recogió ese legado.


El Partido Demócrata, la oposición natural a -y el blanco preferido de-los grupos de ultraderecha, ha visto crecer adentro suyo una enorme masa de activistas, votantes y dirigentes identificados con estas políticas desestimadas desde la cúpula partidaria. Alexandria Ocasio-Cortez, Ilhan Omar o Bernie Sanders son algunas de sus caras visibles. Stacey Abrams, señalada como referente del activismo de base que cambió el mapa electoral de Georgia, es otra de sus representantes. Los nuevos votantes jóvenes de todos los sectores sociales, considerados de izquierda, son una parte importante de los demócratas de hoy con una agenda que incluye (en clave latinoamericana, si uno quisiera) la eliminación de la matrícula para la universidad, el seguro de salud universal o la abolición del colegio electoral. Sin embargo, poco de todo esto se expresa en la representación partidaria o en las políticas públicas que ha anunciado Biden. Hasta hoy, la formidable estructura del partido demócrata ha sido muy efectiva a la hora de impedir que esta nueva masa de votantes e ideas modifique su programa y su discurso.


No es casualidad que el rechazo a estas ideas de izquierda se haga en los mismos términos esencialistas con los que Biden rechazaba ayer a los extremistas de derecha: “No representan quienes somos.” Es difícil definir lo que una nación es. Pero es casi seguro que sin cambios políticos radicales, y sin abrazar algunas de las ideas populistas y de izquierda asociadas a sociedades democráticas e igualitarias en América Latina y el resto del mundo, los bucaneros de antes y los fascistas del miércoles 6 seguirán siendo una parte esencial de los Estados Unidos, denunciada a diario como una contaminación ajena al espíritu nacional.


Sin un cambio profundo por parte del Partido Demócrata, no sería alocado llegar al escenario en el que estos fascistas y las elites partidarias que los enfrenten se encuentren cara a cara y se griten los unos a los otros “¡U.S.A! ¡U.S.A.!” sabiendo que los dos, a su modo trágico, tienen razón.

* Profesor de Historia en la Universidad de Bergen, Noruega


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