Los dilemas de la traducción en la Argentina

Las mutaciones padecidas por la industria editorial en los últimos tiempos, que incluyen el traspaso de las firmas nativas más tradicionales a manos de corporaciones multinacionales, han afectado no sólo el desarrollo de la narrativa local, sino también a la traducción de literaturas foráneas. Tres escritores-traductores analizan esta situación y hacen un poco de historia.

Buenos Aires (Télam).- El arte de la traducción atraviesa en la Argentina una crisis que afecta tanto al reconocimiento profesional como a la invasión lingüística que supone el fuerte desembarco de versiones ibéricas plagadas de localismos ajenos a la tradición rioplatense. En diálogo con Télam, tres reconocidos traductores y escritores -Alicia Steimberg, Sylvia Iparaguirre y Marcelo Cohen- abordaron las distintas problemáticas que deben afrontar ante los cambios en el mercado editorial.

-¿En qué medida las nuevas pautas del mercado afectan a la traducción literaria?

– Marcelo Cohen: “La traducción es inherente al desarrollo de las literaturas. A partir de Roma no existen textos locales que no se hayan gestado por el concurso de la traducción, de la apropiación de otras literaturas, tanto para asimilarlas o contradecirlas como para continuarlas. Esto ocurre en todos los períodos y en todas las culturas, salvo en el mundo de habla hispana, donde la traducción ha corrido un raro destino, porque en lugar de apropiarse de textos ajenos para el enriquecimiento propio han sido más bien remisos al intercambio con Europa y en América, donde además convirtieron su lengua en otro elemento de expansión imperial”.

-¿Lo mismo ocurre ahora?

– MC: “Por razones de mercado se sigue traduciendo desde allí con muy poca atención a las variedades dialectales locales, cosa bastante catastrófica si se entiende la traducción como un modo de completar la propia identidad a través de la presencia del otro”.

-¿Es posible subsanar en algo esta cuestión?

– Alicia Steimberg: “Si el traductor intenta utilizar la menor cantidad de localismos posibles, esas traducciones van a ser potables, pero siempre va a haber cosas molestas porque no existe ese tal idioma neutro; eso no es más que el ardid de una convención que pretende avalarse por alguna autoridad como lo es, digamos, el diccionario de la Real Academia. Y ahí, entonces, uno debe poner falda por pollera o grifo por canilla”.

– Sylvia Iparaguirre: “La distinciones son muy grandes entre nuestro rioplatense y el español peninsular, y no sólo porque difieran los modismos o los neologismos, sino porque los españoles usan un mayor caudal de vocablos; nosotros somos más parcos. Cuando se intenta que ese mosaico lingüístico innegable que es la riqueza del español quede homogeneizado, termina dando una cosa híbrida. Esta es una brecha que va a perdurar siempre”.

-¿Qué cosas singularizan a la traducción argentina actual?

– MC: “Que hay una gran cantidad de escritores traduciendo más que nunca por amor al arte, porque apropiarse de los textos los ayuda a continuar con la elaboración de sus propias estéticas. Y en ese sentido puede que sea fértil para la literatura pero perjudicial para el desarrollo de la profesión”.

-¿E históricamente?

– SI: “México y Buenos Aires han sido siempre dos focos muy importantes. Acá ha habido traductores de excelente nivel que han hecho escuela como José Bianco o Enrique Pezzoni, quien produjo una traducción de ‘Moby Dick’ memorable”.

– MC: En México es indudable la influencia de Octavio Paz, con todo su amor por el surrealismo, las vanguardias o el orientalismo; en Argentina, las dos corrientes centrales del pensamiento literario han sido Borges y la teoría francesa: no nos vendría nada mal un poco de anglosajonismo”.

-Piglia sostiene que “Las palmeras salvajes” de Faulkner es mejor en la traducción de Borges. ¿Es posible que un traductor mejore un texto?

– SI: “No sé si es tan así, pero leer esa traducción de Borges tiene un valor agregado. Aparece por ejemplo ‘repechar la ribera’ que es un criollismo, pero que va perfectamente con Faulkner porque lo que se está tratando ahí es un tema rural, gente de campo con sus modismos; entonces no hay una discordancia. Ahora éste y otros criollismos que tan naturalmente se insertan en ese trabajo no siempre son afortunados en otros. Yo creo que hay autores que se toman una confianza excesiva con el otro texto al punto de atropellarlo”.

Autores-traductores

-Siendo al fin que traducir es un modo de recrear, ¿ser autor favorece la labor?

– SI: “Es relativo: tal vez un traductor profesional tenga un manejo de la lengua pero no del registro poético de esa lengua; e inversamente puede que un autor esté fascinado con un texto pero no tenga los elementos gramaticales necesarios”.

– MC: “Al ser autor uno afronta una suerte de ambigüedad y tirantez entre la servidumbre y la grandiosa entrega, pero también la posibilidad de trascender las técnicas con el desarrollo de una intuición. Esto es muy claro en la poesía, donde lo inteligible es indiscernible de lo sensible, o ante un juego de palabras, que es un acontecimiento verbal único”.

– AS: “Yo he leído muy buenas traducciones por profesionales que no son escritores; lo que probaría que probablemente hay detrás un escritor no florecido aún. Y es cierto que ese acto de recreación es indudable y notorio en la poesía, pero con la prosa quizá tampoco importe tanto la literalidad como lograr un clima”.

-¿Cómo es considerada esa tarea hoy en el medio?

-SI: “En el medio local es poco reconocida. En los EE.UU., en cambio, el nombre del traductor está siempre en la portada del libro y casi del mismo tamaño que el autor; cuando acá, a veces, ni se lo menciona”.

-MC: “Sí, y a esto contribuye el delito económico de la piratería por parte de la editoriales y el delito ético del crítico que omite palabras sobre la traducción por falta de conocimiento o de acceso al original, al punto de que en las fichas técnicas de algunos suplementos literarios ni siquiera figura el traductor”. (Télam).

La moral de las palabras

Es cierto que la historia del la traducción nacional ha hecho escuela a partir de reputados profesionales, pero también ha dejado un vasto anecdotario de perlas negras que oscilan entre lo gracioso y lo patético.

Algunas de estas barbaridades de antología las rememora la autora y traductora Silvia Iparaguirre: “Recuerdo, por ejemplo, que la editorial Thor solía editar con un máximo de páginas y lo que no entrara en ese límite debía recortarse por algún lado o por varios. Entonces, cuando uno abordaba “Guerra y paz”, la novela de Tolstoi, se encontraba con que algunos personajes ya no existían y la trama había cambiado por completo”.

O algo que hoy puede despertar cierta piadosa ternura como “aquel célebre académico muy pacato de principios de siglo que al traducir a Cátulo del latín, decidió poner en griego los pasajes en los que el poeta latino se refería a la actividad erótica de los pastores ante la ausencia de pastoras a la redonda”.

La autora cita también otro ejemplo bastante más funesto por el hito cultural que significó la emblemática publicación aludida: “Cuando la revista Sur tradujo “El troquel” de D.H. Lawrence, que es una novela de cuartel cribada de “malas palabras”, dejó esos espacios en blanco; vacío que el lector terminaba llenando con palabras tan o más obscenas o soeces que las originales y seguramente mucho menos certeras”.

“Había una especie de moral de la traducción -concluye Iparaguirre- que asociaba ciertas palabras a los bajos fondos y no a las élites ilustradas que se pretendían dueñas del idioma; una moral alingüística, por supuesto, que delataba las propias aprensiones porque el lenguaje carece de moral: no hay buenas o malas palabras, hay sólo palabras”. (Télam).

Gustavo Bernstein


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