Los derechos no son ideológicos
La democracia siempre se está redefiniendo. Hace 2500 años los atenienses creían que votar para elegir a los candidatos que gobernarían era una forma disimulada de volver a instaurar la oligarquía y solo aceptaban que las asambleas (en las que se debatían los grandes temas) fueran populares y masivas, y que los cargos se obtuviesen por sorteo: la mayoría de los varones debía estar un año (y solo un año: nunca más podía volver a ocupar un cargo) en uno de los mil puestos gubernamentales. Cuando los norteamericanos volvieron a revivir el sistema democrático republicano en el siglo XVIII, la democracia de los griegos se adaptó a las nuevas necesidades de la época: con poblaciones que distaban miles de kilómetros y se medían en millones de personas era imposible pensar una democracia directa: se creó la representación parlamentaria. Ahora los diputados “representan” a los ciudadanos en el Congreso. Nada de lo humano es permanente.
En estos 250 años de era democrática se volvió a definir qué es un derecho humano, y se lo hace constantemente. Ya en la Convención francesa, que instauró el 26 de agosto de 1789 los Derechos del Hombre y del Ciudadano, se menciona a varios de ellos, pero desde entonces no se ha dejado de debatir la inclusión de nuevos derechos. En 1789, en plena Revolución Francesa, era impensable, por ejemplo, que se aceptara la legalización del aborto, pero en el siglo XX este fue uno de los grandes debates parlamentarios: ¿debían tener las mujeres derecho o no a su propio cuerpo?
La democracia habilitó debates que ningún sistema político distinto ha permitido jamás. Gran parte de los conflictos que vivimos en la actualidad (y que tienen su raíz en la discusión sobre la legalidad o no de acciones que nos gustan o nos disgustan) jamás hubieran existido en otros regímenes políticos (como las monarquías absolutas o los totalitarismos). La democracia hace que vivamos en conflicto, pero también nos permite encontrar soluciones que la mayoría pueda aceptar (o, al menos, permite que discutimos las distintas posiciones ante un problema). Así fue que surgieron legalizaciones de nuevos derechos que no existían al comienzo de la Era Moderna: como permitir que la mujer pueda abortar si eso es lo que decide, que la persona que quiera fumar marihuana pueda hacerlo (como hace mucho se permitió que otros puedan tomar bebidas alcohólicas o fumar tabaco) y que los homosexuales puedan casarse (si es que lo desean).
Una característica de todo derecho civil es que no le quita nada a nadie. Que una mujer aborte o que un gay se case no implica que alguna persona pierda algo. Un heterosexual podrá seguir siéndolo y podrá casarse o no (según lo quiera) luego de que se aprobó el matrimonio igualitario. Y lo mismo con los embarazos deseados: todas las embarazadas del mundo que quieran continuar sus embarazos podrán continuarlos y llevarlos a feliz término sin problemas.
La democracia habilitó debates que ningún sistema político distinto ha permitido jamás. Hace que vivamos en conflicto, pero también nos permite encontrar soluciones.
Pero en el siglo XXI -¡la época en la que estamos viviendo!- surgieron debates para imponer los que podrían llamarse “falsos derechos” o “derechos” que le quitan a otros su derecho. Un ejemplo claro de “falso derecho” es todo lo que quiere imponer el Estado argentino (sucede algo parecido en España) impulsado por la Teoría de Género. Todas las medidas que el Estado sostiene en la Teoría de Género le quitan a la gente y a las instituciones distintas libertades (y otros derechos realmente existentes y respetados por la Constitución Nacional).
Es fácil verlo en estos dos ejemplos: para sacar o renovar el registro de conductor ahora toda persona debe demostrar que conoce la Teoría de Género (y que acuerda con ella). No hay nada racional que muestre que adherir a una ideología que el gobierno considera verdadera mejore conducir un vehículo. No hay que creer en el Patriarcado (y, además, en que debe ser derrotado) para conducir. El otro ejemplo, la obligación por ley a los medios de comunicación de hablar en lenguaje inclusivo (descartando el castellano) si es que quieren recibir publicidad oficial. No los “obliga” a hacerlo, pero si no lo hacen se quedarán sin su principal fuente de financiación en una momento en el que están con terribles problemas económicos.
Es muy clara la división. El reconocimiento de un nuevo derecho no le quita nada ni obliga a nadie a hacer algo que no quiere. Pero la imposición de una ideología que se disfraza de derecho obliga siempre a alguien a hacer lo que no quiere.
No es una forma democrática la que nos quiere forzar a vivir como no deseamos.
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