La vida inauténtica

Por Daniel Molina


Si fuéramos capaces de serenarnos y actuar racionalmente, gran parte de la angustia que corroe las mejores horas de cada día que vivimos no nos haría mella.


Todos vamos a morir y lo “sabemos”. Pero la inmensa mayoría siente que eso sucederá “dentro de mucho” (lo que en la práctica significa sentirse inmortal). ¿Por qué ponemos tanto esfuerzo en olvidar que moriremos? Porque nos angustia, y nos angustia porque no podemos solucionarlo. Tratar de alejar la muerte es la gran ocupación moderna. Podríamos decir que la modernidad se caracteriza precisamente por eso: no pensar en la muerte. A diferencia de la gente de la Antigüedad o de la Edad Media (para no hablar de los pueblos orientales), los modernos creemos que hemos logrado controlar la muerte porque nos hemos prohibido -y es algo que cumplimos a rajatabla- pensar que somos mortales.

Sabemos que es mentira nuestra inmortalidad, pero vivimos como si la muerte no existiera o fuera algo que les pasa a los otros (vemos que hay gente que muere, incluso familiares y amigos cercanos, ¡pero nosotros no morimos!).

Los jóvenes de menos de 25 años son la población en toda la historia de la humanidad que ha sido más próspera, que menos problemas materiales y sociales ha sufrido.

Esta forma absurda de vivir y pensar en la vida tiene consecuencias existenciales profundas. Martin Heidegger sostenía que este tipo de vida, propia de la modernidad técnica, es inauténtica: nos disolvemos en la masa, dejamos de ser personas, de ser individuos que viven su vida propia para transformarnos en una copia de lo que piensa la mayoría (o el grupo al que me adscribo, mi tribu). Dejo de pensar por mí mismo y suscribo lo que los de mi grupo piensan. Para no morir he dejado de pensar. He dejado de estar verdaderamente vivo.

Este proceso no nos salva de la angustia porque en el fondo seguimos sabiendo que moriremos. El problema es que no nos animamos a estar verdaderamente vivos. Vivimos la angustia sin el lado positivo de la vida auténtica. Vivimos defraudados porque esperamos que todo sea perfecto y la más pequeña falla nos desmorona.

Los jóvenes de menos de 25 años son la población en toda la historia de la humanidad que ha sido más próspera, que menos problemas materiales y sociales ha sufrido. Jamás un grupo semejante vivió tan bien desde el punto de vista de lo material. Pero ante la pandemia y los pocos sacrificios que impusieron las distintas cuarentenas los menores de 25 fueron los que más se derrumbaron anímica y espiritualmente, aumentando entre ellos la ya alarmante tasa de suicidios y los graves problemas psicológicos.

Todo eso sucede por una cuestión de expectativas. Una expectativa demasiado elevada nos hace ver negativa una buena performance (si esperábamos más) y, al revés, podemos ver positiva una performance regular (si en esa situación esperábamos menos). El drama de los menores de 25 es que estaban acostumbrados a que la realidad siempre fuera mejor que sus expectativas. Son muy privilegiados y no lo saben.

Daniel Kahneman, el premio Nobel que investiga sobre economía de la conducta, analizó en los 60 la percepción del dolor que tenían los pacientes que se sometían a las primeras colonoscopias (que se realizaban sin sedación ni anestesia). Aquellos que habían tenido molestias muy dolorosas al comenzar el proceso -que demoraba una media hora- y luego se acostumbraban eran los que decían que no habían sufrido casi nada.

Pero si todo el proceso había sido muy bien tolerado, salvo los últimos dos o tres minutos, los pacientes decían que habían sufrido horrores “todo el tiempo”. Así comprobó que en todo tipo de procesos -no solo en colonscopias o procedimientos médicos- son los momentos finales los que marcan el tipo de recuerdo que conservaremos de las experiencias. Si vivimos bien 15 días de vacaciones y tuvimos un problema importante el último día, las recordaremos como malas. Si es al revés (tenemos un suceso grave al comienzo y luego 15 días agradables), las recordaremos como buenas.

Si la mayoría de la humanidad fuera realista y pensara racionalmente, en marzo de 2020 debería haber estimado que la pandemia iba a durar hasta mediados o fines de 2021 y adecuarse a eso. Gran parte de la desazón con la pandemia y del agotamiento psicológico se deben a que mucha gente no fue capaz de prepararse mentalmente para 18 meses de pandemia.

El promedio para desarrollar una vacuna nueva es de más de 15 años. En esta oportunidad ya hay aprobadas 6 vacunas contra el coronavirus. En vez de ver que ha sucedido algo grandiosamente positivo nos dejamos arrastrar por la locura de los noticias sobre que se produjeron un poco menos de vacunas que las previstas o que se retrasará un par de semanas el plan de vacunación.

Si fuéramos capaces de serenarnos y actuar racionalmente, gran parte de la angustia que corroe las mejores horas de cada día que vivimos no nos haría mella. Es más, quizá hasta podríamos ser felices y disfrutar de todo lo bueno que tenemos.


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