La tentación autoritaria
Entre los debates sobre la pandemia que azota al planeta está el de si los gobiernos autoritarios, con fuerte centralización del poder y toma de decisiones, están mejor equipados para enfrentarla que los democráticos, con mayor libertad en el flujo de información y debate político entre gobierno y sociedad civil. El tema sigue abierto: de ambos modelos hay evidencias de éxitos y fracasos, como evidencian regímenes tan disímiles como los de China o Nueva Zelanda.
En nuestro país prevalece la idea de un liderazgo fuerte del presidente Alberto Fernández, que ha tomado las principales decisiones en materia de salud y economía, en consulta con un panel de especialistas sanitarios y en diálogo con algunos referentes de la oposición, como los gobernadores y el jefe de Gobierno porteño. El rol de la Justicia o el Congreso ha quedado relegado, bajo el argumento de la dificultad para que esos cuerpos pudieran funcionar con normalidad y la necesidad de tomar medidas drásticas y urgentes para frenar los contagios.
Sin embargo, ya con casi dos meses de cuarentena, está claro que la emergencia sanitaria está dando lugar a otros problemas igualmente serios en lo económico, social y político que no pueden ser resueltos en soledad por el Ejecutivo. Entre ellos el Presupuesto, la renegociación de la deuda, el futuro de casos clave de corrupción y una reforma judicial, que requieren de la confrontación de opiniones y el control de los actos de gobierno.
El debut de las sesiones del Congreso en forma virtual, si bien es bienvenido, fue poco auspicioso. Además de problemas tecnológicos que enredaron el debate, hubo una actitud del oficialismo poco proclive al debate abierto, que se limitó a la aprobación de diversas medidas ya adoptadas vía decretos de Necesidad y Urgencia (DNU), trayendo ecos del pasado de ese cuerpo como una mera “escribanía” de proyectos ya predigeridos por la Presidencia.
El avance sobre la división de poderes más evidente fue el Presupuesto, donde mediante el DNU 457/2020 el Gobierno amplió el gasto en $500.000 millones y dio facultades discrecionales al jefe de Gabinete para reasignar partidas sin permiso ni control legislativo. Se retrocede al 2006, cuando el kirchnerismo, argumentando la “emergencia económica”, transformó a los presupuestos en meras declaraciones de intenciones, ya que de la mano de la subestimación de gastos e ingresos y de las facultades discrecionales el Ejecutivo movió partidas a voluntad. Recién en 2016 se acotó el margen discrecional del gobierno al 7,5% del Presupuesto y al 5% en 2018. Este límite ahora fue borrado de un plumazo, con la vaga excusa de “enfrentar la pandemia del coronavirus”.
Esta misma semana, el Gobierno retiró a la Oficina Anticorrupción de las principales investigaciones por lavado de dinero y otros delitos contra la administración contra la expresidenta y titular del Senado, Cristina Fernández, y su familia. Se suma a las excarcelaciones de exfuncionarios condenados, la posibilidad de un “indulto” a un cuestionado juez en el Consejo de la Magistratura y una probable reforma judicial que modificaría el fuero Penal Económico, con posibilidad incluso de cambiar la composición de la Corte Suprema.
Como ha mencionado ya este diario, la necesidad de un Estado ágil y efectivo para asistir a las personas afectadas en su salud y paliar los efectos económicos y sociales de la pandemia no puede justificar un estado de excepción permanente. Las emergencias son campo propicio para la corrupción y los abusos de poder, como se ha visto, y desmantelar o vaciar a los organismos de contralor, al Congreso y la Justicia no es el mejor camino para enfrentarlas.
No se debe confundir el liderazgo fuerte con autoritarismo. Se necesita más que nunca la confrontación de opiniones, la crítica y control sobre los actos de gobierno, solo posible con el pleno funcionamiento de la división de poderes, eje de una república democrática y participativa.
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