La prosperidad no es normal

Según la Universidad Católica Argentina, debido al aumento de precios, en los meses últimos ha crecido mucho la proporción de pobres hasta alcanzar el 32,6% de la población. Aunque nadie ignora que se trata de un problema mayúsculo, ninguna solución que se haya propuesto parece convincente. Los muchos que están acostumbrados a hablar como si creyeran que sería suficiente “redistribuir” el ingreso son reacios a reconocer que, para acercarse al objetivo que es de suponer tienen en mente, los asalariados de la clase media tendrían que hacer un aporte sustancial a través de Ganancias y otros impuestos, ya que no bastaría con confiscar los patrimonios de un puñado de plutócratas. De todos modos, no cabe duda de que una transferencia masiva de recursos desde la parte relativamente pudiente de la sociedad hasta los pobres tendría consecuencias socioeconómicas nefastas. Por un rato, habría menos desigualdad porque casi todos se depauperarían, pero en tal caso el remedio sería decididamente peor que la enfermedad. Por distintos motivos, tanto los eclesiásticos como los progresistas de ideas izquierdistas dan por descontado que la pobreza es una anomalía, de suerte que para reducirla habría que luchar contra los responsables de crearla. Los muchos que piensan así pasan por alto el que la pobreza extrema es “normal” desde que el mundo es mundo, mientras que la prosperidad mayoritaria es una anomalía que comenzó a manifestarse en algunos lugares a comienzos del siglo pasado y aún se limita a las democracias liberales de América del Norte, partes de Europa, el Japón, algunas ciudades de cultura mayormente china y Oceanía. Por ingrato que les parezca a quienes se las han ingeniado para persuadirse de que los sistemas económicos de tales países generan pobreza, son los únicos que han logrado minimizarla. La razón fundamental por la que hay tanta pobreza en la Argentina no consiste en la codicia de los empresarios o la rapacidad de políticos corruptos sino en que, en su conjunto, el país es muy poco productivo. Puede que algunos sectores agrícolas sean “competitivos”, es decir tan eficientes como aquellos de otras latitudes, pero no lo son los restantes. Asimismo, por carecer de la preparación necesaria, la mayoría de los pobres no está en condiciones de aportar mucho a una economía más avanzada que la existente. Modificar esta realidad no sería del todo sencillo. Requeriría un gran esfuerzo no sólo de quienes cumplen funciones en el sistema educativo sino también de los “marginados” o “excluidos” mismos, pero la mayoría preferiría insistir en que todo dependerá de las medidas tomadas por el gobierno nacional de turno y que señalar que otros deberían hacer su parte equivale a “culpar a las víctimas” de la injusticia social por sus desgracias. La aparente convicción de que la prosperidad y la equidad alcanzadas por algunos países del norte de Europa son normales y que por lo tanto la situación que se da en la mayor parte del mundo es una aberración ha contribuido mucho al atraso de nuestro país. Al resistirse a procurar emular a los más ricos bajo el pretexto ridículo de que sus esquemas económicos sólo sirven para que haya más pobres, políticos y quienes les brindan ideas y consignas se las han arreglado para frenar el desarrollo. Parecen entenderlo los miembros menos populistas del gobierno macrista, pero para poner en marcha los programas que se han propuesto tendrán que superar primero los obstáculos financieros que fueron dejados por el gobierno anterior, lo que no les será nada fácil a menos que consigan convencer a la mayoría de que, dadas las circunstancias, no le cabe más alternativa que la de aplicar una serie de ajustes cuyo impacto inmediato será muy negativo. En el fondo, se trata de un problema cultural. Durante muchos años, el grueso de la sociedad se ha comprometido emotivamente con actitudes que, una y otra vez, han llevado al país a una situación crítica. Aunque en la actualidad, como en diversas ocasiones en el pasado, la mayoría parece entender que a lo sumo el populismo cortoplacista da pan para hoy y hambre para mañana, no extrañaría que, al multiplicarse las dificultades, muchos reaccionaran reclamando que el gobierno abandone el intento de concretar las reformas “estructurales” que cree precisas para que, por fin, el país logre salir de la larguísima etapa de decadencia que se inició en la primera mitad del siglo pasado.

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